Thursday, August 09, 2007

EL TRIUNFO DE FRANCO

En el nombre no está el destino, como Franco de Longis lo demostró el 9 de febrero de 1999 cuando cometió suicidio. No se dio aviso entonces de alguna carta póstuma y solamente sus íntimos sabrán si la hubo. De Longis se voló los sesos con una pistola Smith & Wesson heredada de su padre, un antiguo jefe de policía de Génova, ciudad donde nació y atentó contra su vida. La tarde del velorio lloviznaba y hubo resabios eclesiásticos, que al fin se resolvieron, para darle cristiana sepultura.
Paul Válery, autor que merecidamente alcanzó la fama literaria, a diferencia de Franco de Longis, según se verá, afirmaba que la creatividad poética consistía en “una percepción brusca del porvenir de una expresión, un ritmo o una idea.” Entendía la expresión “porvenir” como un valor utilizable. Y de Longis, que en su vida paralela era contador, conocía el valor utilizable de una cláusula que otorgaba desgravaciones fiscales a las empresas que regalaran libros cuyo precio no superara los 176 pesos, la misma cantidad que costaba su novela Il cerchio.
Pues de Longis era escritor en la otra mitad de su existencia, donde se dedicaba a falsificar las críticas a esa novela de la que afirmaba haber vendido miles de ejemplares en Italia y en Estados Unidos. Convencía a los incrédulos con recortes de prensa que llevaba consigo, en los cuales se le auguraba un sólido camino hacia el Nobel, se le calificaba de revelación literaria y se ponderaba su extraordinario talento prosístico.
Como una mentira llama a otra, Il cerchio había vendido ya varios miles de ejemplares, algunas librerías genovesas y romanas le había dedicado vistosos escaparates al libro, y las bien planeadas campañas del escritor y contable entre muchas empresas colocaron suficientes copias como para convertirlo en un best seller de mediana cuantía. La compra de espacios en los periódicos y el deslizamiento inteligente de boletines que parecieran notas multiplicaron las atribuciones de la novela (elogiada por Bassani y reseñada bombásticamente por The New York Book Review: las dos elaboradas falsificaciones hechas por el interesado) y favorecieron el éxito fugaz de Franco de Longis, escritor ávido de reconocimiento y consideración.
Sin embargo el suicidio llegó por el verdadero silencio crítico y no por el ruido mediático. De Longis creyó que simulando el éxito lo conseguiría. Química de similitudes: todo es cuestión de apariencia. Y entonces se dio a la tarea de dar a conocer masivamente su obra a través del simple expediente de aparentar con aplomo que ya era conocida. Así vendrían el reconocimiento de sus pares, la consagración en la república de las letras y la instalación perenne en el panteón literario de la memoría común, pues el idioma siempre es un patrimonio público.
El silencio unánime de los críticos alrededor de la obra reiteró a de Longis su nula importancia estética. Borgianamente se afirma que hasta en el peor de los libros existen frases extraordinarias. En El cerco eran terriblemente escasas. Decían quienes lo leyeron que fácilmente lo olvidaban, como si después de terminarlo hubieran leído nada. Entonces, con 52 años, el escritor fracasado procedió a terminar esta amarga existencia. Antes de hacerlo debió haber pensado en el destino sufrido: haber tenido la pretensión más no alcanzar el logro, el aguijón del anhelo y no el balsámico don.
Cuenta un viejo cuento inglés la historia de Enoch Soames, poeta que pactó con Mefisto el cederle su alma a cambio de regresar cien años después para consultar el catálogo de escritores en la Biblioteca Británica y cerciorarse así de su futuro literario. Al revisar el libro de autores canónicos aquel infeliz no se encontró en él más que como un poeta sin obra y recordado solamente por tal pacto mefistofélico. Algo parecido le ocurriría a de Longis: pasar a la posteridad por la audacia del engaño, no por el mérito de la creatividad propia.
Hay algo paradójico en esta historia pues prácticamente todo prestigio literario está sostenido en aquello que los estudiosos llaman la recepción de la obra en sociedad. Y esta recepción ---publicaciones, fama, reconocimientos--- es una construcción, es decir, una acción sobre el porvenir como un valor utilizable. Se sabe de prestigiados galardones literarios que se deciden mientras el autor escribe todavía la obra, la cual pasa por varias manos hasta ser publicitada como una genialidad que venderá cientos de miles de ejemplares. Es el mercado. De ahí que el yerro de Franco de Santis consistiría en haber hecho solo y su alma lo que los otros hacen en mafioso grupo.
Ni pensar que este frío contable ---condición gremial que pone en claro su inferioridad para ejercer la escritura: quien no crea, organiza--- fuese parte de un club de elogios mutuos, que conociera a la gente indicada para abrir las puertas de esas grandes editoriales capaces de promover cualquier mediocridad literaria como si fuera un tesoro cultural. Acaso el suicidio correspondió a una ignorancia que aquejó a de Longis: él nunca comprendió que se escribe para alcanzar otras cosas cuya utilidad comercial y hasta pública es inexistente. Por ejemplo, para alcanzar la liberación interior.
Hacia fines de ese gélido mes de febrero se dijo una misa por la memoria de Franco de Longis en aquella iglesia genovesa consagrada a Nuestra Señora de las Derrotas. La expresión de la imagen ahí es confortante, no atribulada. Muerte igualadora para los malos y los buenos. A dónde irán resulta ser la única diferencia.

Fernando Solana Olivares

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