CORTE DE CAJA
Un hombre lo consideró así el 15 de octubre de 1888, ahora hace 119 años: he mirado hacia atrás, he mirado hacia adelante, y nunca había visto de una sola vez tantas y tan buenas cosas. Después de esa observación valiente y bienaventurada, concluyó con una pregunta que ya presumía la respuesta: ¿cómo no he de estar, entonces, agradecido a mi vida entera?
Se tiene la vida que se tiene porque ése y ningún otro es el tiempo que nos ha sido dado. ¿Quién y por qué nos lo da? No se sabe con certeza. Los budistas hablan del karma, los griegos del destino y los materialistas del azar, afanándose retóricamente para explicar lo inexplicable. Pero la acción de gracias mencionada líneas arriba, escrita por Federico Nietzsche en Ecce homo, sobre todo consiste en hacer de la vida tenida un observatorio donde se salde, se borre, se ajuste el pasado personal al asumirse como inevitable y adecuadamente necesario.
Por ello la primera regla de salud mental para ese hombre sabio, abuelo cultural de esta época llamada “triste-triste” por los jainas, es curarse del resentimiento, o sea, de ese presente del pasado tan activo en la conciencia emocional de cualquiera. Curarse del resentimiento representa, quizá, una posibilidad para curarse de la época actual, tan enferma y catastrófica, tan maldicionalmente interesante.
Vayamos, pues, por partes: la historia contemporánea es una pesadilla, nuestra época es atroz, sin síntesis, como alguien la definió. Si quiere hacerse un paralelismo, aceptando la noción que dice que sólo puede entenderse el momento histórico vigente comparándolo hacia atrás, Occidente presenta la misma sintomatología de la Roma imperial decadente, aquella otra sociedad del espectáculo, del pan y del circo, de las masas y las aberraciones autocráticas, de la acumulación material indigna y de la pobreza extrema, de la desigualdad brutal entre la minoría patricia y la mayoría plebeya. El caballo de Calígula es senador ahora como lo fue antaño, y los bárbaros atacan hoy para tomar el poder del mismo modo que antes lo hicieron.
Pero hay de bárbaros a bárbaros. No es lo mismo el rey visigodo Alarico a las puertas de Roma que el ejército paramilitar narco de Los Zetas, el cual degüella enemigos, disputa contra el Estado el monopolio de la violencia mediante una desenfrenada capacidad operativa y de fuego, y recluta entre sus filas a desalmados demonios posmodernos como la Mara Salvatrucha o los kaibiles centroamericanos. Tampoco es igual el embate histórico de Alarico, cuyo hijo del mismo nombre difundió la ley romana entre los pueblos invasores, a la profunda descomposición moral y política, al terrible envilecimiento cultural que esos grupos narcotraficantes criminales representan.
Los dos ciclos revolucionarios mexicanos anteriores, 1810 y 1910, no se produjeron, que se sepa, con el hampa encabezando la lucha de las masas contra el injusto estado de cosas predominante. Los preludios de estos días para dentro de tres años, cuando suceda el doble centenario de esas fechas, se perciben literalmente aterradores. Vendrá en este país lo que deba venir pero acaso nuestra generación jamás presenciará la única solución posible a ese flagelo: legalizar todas las drogas. No en balde el poeta afirma que en estos tiempos los mejores aguardan encerrados en su propia incertidumbre mientras que los peores se muestran henchidos de apasionada intensidad.
La cuestión a resolver, de tal manera, es si en una época como la nuestra debe agradecerse la biografía propia que uno, desde el barandal de la memoria, observa haber transcurrido detrás de sí. Sin acudir al pesimismo racional de la inteligencia ni al optimismo sentimental de la voluntad, empleando un mero realismo crítico, la contestación es positiva: todo recuerdo debe ser un agradecimiento. O por lo bueno que haya sido aquello que se recuerde o por su atrocidad inclusive: ya pasó, ya no es, ya nunca será.
Cierto día histórico, que posiblemente aún queda lejano, la atracción morbosa que ejercen el mal, el dolor y lo anormal habrán remitido. Una vez, escribe algún teórico del tema, que se haya descubierto hasta qué punto la oscuridad interior y el sufrimiento disminuyen la personalidad y cómo solamente la alegría la acrecienta. En la tradición budista la alegría es llamada pitti e integra uno de los factores indispensables para la iluminación. Los santos y los sabios siempre suelen estar alegres.
Pero igual que los guerreros memorables, los héroes de leyenda y los artistas canónicos, aquellos hombres y mujeres comunes y corrientes de esta época hostil, quizá terminal (“todo fin de un mundo es el fin de una ilusión”), deben construir por ellos mismos su propio ánimo sin depender de lo ominoso y difícil que resulte el exterior: calentamiento global, horror económico, videoesfera plana, polimorfia perversa, escasez de bienes comunes, degradación ética, corrupción estructural, “libre” mercado, fraudes electorales, crisis de las instituciones, políticos de pacotilla, equilibrios inestables, certezas volátiles, angustiosas conferencias sobre el mañana, angustioso mañana y el infierno aquí.
Así que aquel hombre hace 119 años miró su vida hacia atrás, hacia delante y la agradeció por entero. No dirigió a nadie tal reconocimiento sino a la vida misma, este fluido interminable en movimiento constante donde, siendo serios y no sufriendo innecesariamente, no pasa nada porque no somos de aquí y de todos modos nos vamos mañana.
Fernando Solana Olivares
Se tiene la vida que se tiene porque ése y ningún otro es el tiempo que nos ha sido dado. ¿Quién y por qué nos lo da? No se sabe con certeza. Los budistas hablan del karma, los griegos del destino y los materialistas del azar, afanándose retóricamente para explicar lo inexplicable. Pero la acción de gracias mencionada líneas arriba, escrita por Federico Nietzsche en Ecce homo, sobre todo consiste en hacer de la vida tenida un observatorio donde se salde, se borre, se ajuste el pasado personal al asumirse como inevitable y adecuadamente necesario.
Por ello la primera regla de salud mental para ese hombre sabio, abuelo cultural de esta época llamada “triste-triste” por los jainas, es curarse del resentimiento, o sea, de ese presente del pasado tan activo en la conciencia emocional de cualquiera. Curarse del resentimiento representa, quizá, una posibilidad para curarse de la época actual, tan enferma y catastrófica, tan maldicionalmente interesante.
Vayamos, pues, por partes: la historia contemporánea es una pesadilla, nuestra época es atroz, sin síntesis, como alguien la definió. Si quiere hacerse un paralelismo, aceptando la noción que dice que sólo puede entenderse el momento histórico vigente comparándolo hacia atrás, Occidente presenta la misma sintomatología de la Roma imperial decadente, aquella otra sociedad del espectáculo, del pan y del circo, de las masas y las aberraciones autocráticas, de la acumulación material indigna y de la pobreza extrema, de la desigualdad brutal entre la minoría patricia y la mayoría plebeya. El caballo de Calígula es senador ahora como lo fue antaño, y los bárbaros atacan hoy para tomar el poder del mismo modo que antes lo hicieron.
Pero hay de bárbaros a bárbaros. No es lo mismo el rey visigodo Alarico a las puertas de Roma que el ejército paramilitar narco de Los Zetas, el cual degüella enemigos, disputa contra el Estado el monopolio de la violencia mediante una desenfrenada capacidad operativa y de fuego, y recluta entre sus filas a desalmados demonios posmodernos como la Mara Salvatrucha o los kaibiles centroamericanos. Tampoco es igual el embate histórico de Alarico, cuyo hijo del mismo nombre difundió la ley romana entre los pueblos invasores, a la profunda descomposición moral y política, al terrible envilecimiento cultural que esos grupos narcotraficantes criminales representan.
Los dos ciclos revolucionarios mexicanos anteriores, 1810 y 1910, no se produjeron, que se sepa, con el hampa encabezando la lucha de las masas contra el injusto estado de cosas predominante. Los preludios de estos días para dentro de tres años, cuando suceda el doble centenario de esas fechas, se perciben literalmente aterradores. Vendrá en este país lo que deba venir pero acaso nuestra generación jamás presenciará la única solución posible a ese flagelo: legalizar todas las drogas. No en balde el poeta afirma que en estos tiempos los mejores aguardan encerrados en su propia incertidumbre mientras que los peores se muestran henchidos de apasionada intensidad.
La cuestión a resolver, de tal manera, es si en una época como la nuestra debe agradecerse la biografía propia que uno, desde el barandal de la memoria, observa haber transcurrido detrás de sí. Sin acudir al pesimismo racional de la inteligencia ni al optimismo sentimental de la voluntad, empleando un mero realismo crítico, la contestación es positiva: todo recuerdo debe ser un agradecimiento. O por lo bueno que haya sido aquello que se recuerde o por su atrocidad inclusive: ya pasó, ya no es, ya nunca será.
Cierto día histórico, que posiblemente aún queda lejano, la atracción morbosa que ejercen el mal, el dolor y lo anormal habrán remitido. Una vez, escribe algún teórico del tema, que se haya descubierto hasta qué punto la oscuridad interior y el sufrimiento disminuyen la personalidad y cómo solamente la alegría la acrecienta. En la tradición budista la alegría es llamada pitti e integra uno de los factores indispensables para la iluminación. Los santos y los sabios siempre suelen estar alegres.
Pero igual que los guerreros memorables, los héroes de leyenda y los artistas canónicos, aquellos hombres y mujeres comunes y corrientes de esta época hostil, quizá terminal (“todo fin de un mundo es el fin de una ilusión”), deben construir por ellos mismos su propio ánimo sin depender de lo ominoso y difícil que resulte el exterior: calentamiento global, horror económico, videoesfera plana, polimorfia perversa, escasez de bienes comunes, degradación ética, corrupción estructural, “libre” mercado, fraudes electorales, crisis de las instituciones, políticos de pacotilla, equilibrios inestables, certezas volátiles, angustiosas conferencias sobre el mañana, angustioso mañana y el infierno aquí.
Así que aquel hombre hace 119 años miró su vida hacia atrás, hacia delante y la agradeció por entero. No dirigió a nadie tal reconocimiento sino a la vida misma, este fluido interminable en movimiento constante donde, siendo serios y no sufriendo innecesariamente, no pasa nada porque no somos de aquí y de todos modos nos vamos mañana.
Fernando Solana Olivares
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