EL DERECHO AL ABORTO
Acaso exista una secuencia comprensible entre las cosas que ocurren, pero es notable que una crispada discusión sobre la vida aparezca ahora cuando la vida en general corre riesgos cada vez mayores. La despenalización o no del aborto concentra dos posturas excluyentes: una que pretende prohibirlo y otra que intenta legislarlo. La primera argumenta razones morales generales al fundar su rechazo y la segunda defiende el derecho femenino específico a mandar sobre el propio cuerpo. Para simplificar, una es de derecha y otra de izquierda.
Estoy a favor de la segunda postura, de aquella que cree que el aborto debe despenalizarse hasta las 10 ó 12 semanas de gestación, cuando el producto todavía es un embrión humano primerizo, aún no un feto, según confirma la ciencia. Es cierto que en ese estado hay vida, pero su desarrollo no es completo todavía. Y siguiendo el razonamiento que dice que un mismo ser no puede estar en acto y en potencia al mismo tiempo y en el mismo aspecto, la condición del embrión no es la misma del feto en cuanto a “intensidad”, “valor” o “cantidad” de vida. La definición católica clerical afirma en cambio que hasta la píldora del día siguiente es un abortivo condenable pues impide la existencia de otro ser.
Además de que abortar una semilla es matar al árbol no en acto sino en potencia, y de que un contexto concreto, femenino y humano, en un contexto de vida individual, esos difíciles actos deban hacerse para no multiplicar el infortunio de otros seres humanos en este extenso valle de lágrimas (es decir: a ninguna mujer le place abortar), el incendiario discurso de la derecha católica encabezada por el Vaticano y el alto clero local contra la despenalización del aborto, contra las sociedades de convivencia, contra el uso del condón, reitera su incomprensión esencial del cuerpo y su pertinaz ceguera delante del tiempo actual. También su hipocresía, su doble rasero, su dudosa moral. Hasta su anticristianidad.
La crisis de la Iglesia católica se manifiesta no solamente en la declinación de vocaciones sino además en la creciente distancia entre los feligreses, las condiciones de su vida cotidiana y los discursos, preceptivas y sentencias de la inverosímil infalibilidad papal que prohibe atender las manifestaciones sexuales y reproductivas de la vida concreta. No existen textos bíblicos que fundamenten por qué la Iglesia católica condena con vehemencia el uso del condón e ignora la desenfrenada y constante sexualidad que sus miembros practican, por qué se pone histérica al reprobar los civilizados matrimonios homosexuales y deja pasar en cómplice secreto la pederastia sistémica de sus propios sacerdotes, por qué afirma defender la vida y no alza la voz contra las muertes masivas provocadas por el horror económico, sino que las finanzas vaticanas participan en él.
Con todos sus vicios, pues el diablo mismo ahí habita, la Iglesia católica ha de saber que hasta en un pueblito del mero corazón alteño, zona cristera, desde hace años se practican discretos pero peligrosos abortos, y a pesar de que el pueblo entero se santigua cuando el enérgico pastor en misa así lo indica, la vida privada y la vida secreta de la gente se rigen a través de un sentido común laico, personal o de familia, pero no confesional. ¿Por qué, entonces, la Iglesia persiste en su monocorde doctrina excomulgativa y sancionante, a todas luces retórica y falsa tanto adentro de los templos y seminarios como afuera de ellos?
Los convencidos dirán que por principio moral, los escépticos que por dividendos temporales. El mensaje cristiano dejó de estar en la Iglesia católica casi desde sus inicios y hasta hoy. No es concebible fundamento moral alguno para anatematizar el uso de preservativos por ejemplo en la región alteña, zona cristera, donde los contagios venéreos entre los migrantes y sus mujeres alcanzan cifras vertiginosas que atentan contra la vida y representan un problema de salud pública. ¿Qué razón teológica habrá para fomentar la propagación de la morbilidad? ¿Será Jehová, el vengativo, quien está castigando a ese pueblo fidelísimo por boca de sus melifluos clérigos?
Los dividendos temporales que el alto clero y sus aliados panistas pretenden lograr son de orden político autoritario: una involución del pacto social, un predominio de sus posturas intolerantes en la opinión pública, un avance en sus posiciones electorales. Por ello han tratado de reducir la ley discutida en la Asamblea Legislativa a un ardid perredista para recobrar presencia mediática. Es mucho más que eso, pues la despenalización del aborto, con la carga de dolor inevitable que supone, regresa al ámbito de lo íntimo y personal la decisión sobre el cuerpo, una propiedad ---o un encargo, si se quiere--- que toca a cada individuo por sí mismo, con libre albedrío, cuidar. Una sociedad abierta radica en el ejercicio de ese derecho.
Dado que Dios está en la defensa del aborto, en su condena, en la mujer que aborta, en el embrión abortado, en la mustia clerecía romana, o no está en ninguna parte, es que puede decirse que Dios queda fuera de la cuestión. Por desgracia, por fortuna, no hay otra cosa que una guerra de poder sublimada entre los defensores de la vida y los justificadores de la interrupción del embarazo, pues el cuerpo es el territorio oculto de la historia y el país está claramente dirigido hacia un enfrentamiento entre conservadores y liberales, si se quiere abreviar, donde tal territorio ha salido de nuevo a relucir.
Fernando Solana Olivares
Estoy a favor de la segunda postura, de aquella que cree que el aborto debe despenalizarse hasta las 10 ó 12 semanas de gestación, cuando el producto todavía es un embrión humano primerizo, aún no un feto, según confirma la ciencia. Es cierto que en ese estado hay vida, pero su desarrollo no es completo todavía. Y siguiendo el razonamiento que dice que un mismo ser no puede estar en acto y en potencia al mismo tiempo y en el mismo aspecto, la condición del embrión no es la misma del feto en cuanto a “intensidad”, “valor” o “cantidad” de vida. La definición católica clerical afirma en cambio que hasta la píldora del día siguiente es un abortivo condenable pues impide la existencia de otro ser.
Además de que abortar una semilla es matar al árbol no en acto sino en potencia, y de que un contexto concreto, femenino y humano, en un contexto de vida individual, esos difíciles actos deban hacerse para no multiplicar el infortunio de otros seres humanos en este extenso valle de lágrimas (es decir: a ninguna mujer le place abortar), el incendiario discurso de la derecha católica encabezada por el Vaticano y el alto clero local contra la despenalización del aborto, contra las sociedades de convivencia, contra el uso del condón, reitera su incomprensión esencial del cuerpo y su pertinaz ceguera delante del tiempo actual. También su hipocresía, su doble rasero, su dudosa moral. Hasta su anticristianidad.
La crisis de la Iglesia católica se manifiesta no solamente en la declinación de vocaciones sino además en la creciente distancia entre los feligreses, las condiciones de su vida cotidiana y los discursos, preceptivas y sentencias de la inverosímil infalibilidad papal que prohibe atender las manifestaciones sexuales y reproductivas de la vida concreta. No existen textos bíblicos que fundamenten por qué la Iglesia católica condena con vehemencia el uso del condón e ignora la desenfrenada y constante sexualidad que sus miembros practican, por qué se pone histérica al reprobar los civilizados matrimonios homosexuales y deja pasar en cómplice secreto la pederastia sistémica de sus propios sacerdotes, por qué afirma defender la vida y no alza la voz contra las muertes masivas provocadas por el horror económico, sino que las finanzas vaticanas participan en él.
Con todos sus vicios, pues el diablo mismo ahí habita, la Iglesia católica ha de saber que hasta en un pueblito del mero corazón alteño, zona cristera, desde hace años se practican discretos pero peligrosos abortos, y a pesar de que el pueblo entero se santigua cuando el enérgico pastor en misa así lo indica, la vida privada y la vida secreta de la gente se rigen a través de un sentido común laico, personal o de familia, pero no confesional. ¿Por qué, entonces, la Iglesia persiste en su monocorde doctrina excomulgativa y sancionante, a todas luces retórica y falsa tanto adentro de los templos y seminarios como afuera de ellos?
Los convencidos dirán que por principio moral, los escépticos que por dividendos temporales. El mensaje cristiano dejó de estar en la Iglesia católica casi desde sus inicios y hasta hoy. No es concebible fundamento moral alguno para anatematizar el uso de preservativos por ejemplo en la región alteña, zona cristera, donde los contagios venéreos entre los migrantes y sus mujeres alcanzan cifras vertiginosas que atentan contra la vida y representan un problema de salud pública. ¿Qué razón teológica habrá para fomentar la propagación de la morbilidad? ¿Será Jehová, el vengativo, quien está castigando a ese pueblo fidelísimo por boca de sus melifluos clérigos?
Los dividendos temporales que el alto clero y sus aliados panistas pretenden lograr son de orden político autoritario: una involución del pacto social, un predominio de sus posturas intolerantes en la opinión pública, un avance en sus posiciones electorales. Por ello han tratado de reducir la ley discutida en la Asamblea Legislativa a un ardid perredista para recobrar presencia mediática. Es mucho más que eso, pues la despenalización del aborto, con la carga de dolor inevitable que supone, regresa al ámbito de lo íntimo y personal la decisión sobre el cuerpo, una propiedad ---o un encargo, si se quiere--- que toca a cada individuo por sí mismo, con libre albedrío, cuidar. Una sociedad abierta radica en el ejercicio de ese derecho.
Dado que Dios está en la defensa del aborto, en su condena, en la mujer que aborta, en el embrión abortado, en la mustia clerecía romana, o no está en ninguna parte, es que puede decirse que Dios queda fuera de la cuestión. Por desgracia, por fortuna, no hay otra cosa que una guerra de poder sublimada entre los defensores de la vida y los justificadores de la interrupción del embarazo, pues el cuerpo es el territorio oculto de la historia y el país está claramente dirigido hacia un enfrentamiento entre conservadores y liberales, si se quiere abreviar, donde tal territorio ha salido de nuevo a relucir.
Fernando Solana Olivares
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