Friday, January 26, 2007

EL ENVIADO DE DIOS

Acaba usted de morir, querido Ryzsard Kapuscinski. No me parece mal, pero sí inoportuno, pues cuando escuché la noticia, hace tres días, aún no estaba listo para aceptar tal sorpresa. No es que no crea en la muerte, tampoco que no la quiera para mí, mucho menos que me rebele ante su inapelable recurrencia. A los 75 años cualquiera fallece, incluso antes de esa cifra, incluso usted mismo llegando a ella. Pero su honorable persona nunca me dijo que alguna vez moriría y yo jamás consideré que esa circunstancia ocurriera apenas. A menudo olvido que para ser dueño de mí debo estar desprevenido, pues lo inesperado me asalta sin tregua y tanto me perturba. Entonces, querido K (déjeme abreviar así su legendario patronímico, para el cual mi teclado no acepta los acentos eslavos que ortográficamente lleva), su cuerpo físico expiró en Varsovia el cuarto lunes de enero cuando el año recién empieza, la Luna está en creciente y Urano, caprichoso planeta de lo revolucionario, asomará durante meses a la sombría y mortuoria noche plena.
“Llega a tiempo cuando llega”, escribió usted alguna vez, aludiendo de ese modo al tiempo como una medida entre acontecimientos, a un cálculo por completo distinto al tiempo aritmético de los relojes que suele emplear la cultura occidental. De tal modo que aquel sueño, simplemente por haber llegado, se presentó a tiempo. Tal vez quiera escucharlo de nuevo, mientras todo lo que fue su vida vaya desvaneciéndose y sólo quede en pie lo que haya dicho, lo que haya hecho y lo que haya escrito, es decir, nuestro recuerdo. No incurriré en el sentimentalismo trivial de pedirle que consigne lo que usted, querido K, sin pisar más la dudosa claridad del día, vuelto pura conciencia descarnada y libre del peso de lo terrestre, está viviendo en estos momentos. Y digo que acaso quiera escuchar ese sueño de nuevo, pues quien es soñado asiste a la arbitraria convocatoria del soñante. Lo habré tenido hace meses, después de leer por tercera o cuarta ocasión alguno de sus maravillosos libros, quizá El Emperador, aquella versión, según propuso la crítica, de un ácido y genial Lewis Carroll contemporáneo sobre el delirante y surrealista Señor de Etiopía.
Siendo un sueño todo comenzó de pronto, en mitad del asunto y sin ningún aviso. Usted estaba sentado conmigo a una mesa bajo los portales de un onírico zócalo oaxaqueño. Yo lo escuchaba hablar de las culturas poliédricas y tercermundistas que tanto le atraían, de la desorganización dinámica que las caracterizaba, de las actitudes despreocupadas que observaba entre sus gentes, de su lento ritmo de vida, de sus otras mediciones temporales, de sus relaciones familiares horizontales, cuando lo interrumpí para pedirle que me explicara aquel epígrafe sobre el patinaje transcrito en un capítulo del libro de Haile Selassie, el Rey de Reyes. Usted hablaba en polaco, yo en español, y así nos entendíamos.
---Se trata de un método de vida que podría llamarse “Lo importante que es caer sin hacerse daño”. Toda caída indolora consiste en una caída dirigida. Al ver que se pierde el equilibrio debe dirigirse el cuerpo hacia el lado en que la caída será menos perjudicial. Los músculos se aflojan y uno se encoge al tiempo que proteje su cabeza. Una caída así programada no es peligrosa. Pero intentar evitarla a todo trance puede significar lo contrario: un riesgo mucho mayor. Es todo un arte caer como se debe.
Al escuchar tal instrucción en su voz, espejo de una alma suave y melodiosa, quise corresponderle contándole una historia leída en Herodoto, un autor que sin duda frecuentaba mucho más que yo. De inmediato supe que conocía bien ese pasaje, pero usted en su invariable cortesía me dejó continuar hasta el final. Le conté aquella parte de la prostitución sagrada en Babilonia, una costumbre que el historiador griego moralmente reprobaba, y según la cual todas las mujeres nativas del país, pobres o ricas, debían ir al templo de Mylitta una vez en la vida para ahí ofrecerse a un desconocido por una humilde moneda de plata. Insistí en la parte literaria de la historia que por entonces, arbitrariedad del sueño, me ocupaba: la prolongada espera de una mujer poco agraciada a la que durante meses ningún cliente requería. Usted sonrió, sólo sonrió, y los dos nos evaporamos. No tengo constancia de haberle ofrecido entonces escribir esa historia, pero me quedé con la sensación de que usted no me malquería.
Hace poco, querido K, un joven escritor envió para mi consideración las primeras páginas de su novela. Mi respuesta fue perentoria: le propuse olvidar todo lo escrito y que antes de recomenzar lo leyera a usted, sólo a usted, antes que a Flaubert inclusive. Mi opinión fue que cualquiera de sus libros, todos ellos obras maestras, bien leído podría enseñarle a describir y no a relatar, a consignar y no a expresar, a alejarse del baboso sentimiento para procurar el logro de un lenguaje cargado de sentido a su máxima posibilidad. No sé si me hará caso, allá él. Acaso sólo me queda repetirle, querido K, las palabras que tiempo atrás le dirigió aquella anciana polaca en el Hotel Zanzíbar. Las escribió el poeta Staff, su compatriota, y vuelven a ser para usted: “Y todo es tan dulce, silencioso, desvaído, / y hoy es tan extraño el mundo circundante, / como si pasases por aquí hace un instante, / rozando la hierba con el borde de tu vestido.”
Muy feliz muerte, generoso maestro múltiple, enviado de Dios, pues apuesto confiado a que en mis sueños y entre sus canónicos libros inagotables mientras yo viva nos volveremos a ver.

Fernando Solana Olivares

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