LA MISOGINIA PERENNE / I
Un libro del historiador Roberto Castelán, Virtuosas y patriotas: la mujer en la modernidad política en la primera mitad del siglo XIX mexicano (editorial U. de G., campus Lagos de Moreno, Jalisco), reseña la alucinante e increíble historia nacional de cómo las mayorías compuestas por los indios, los pobres y las mujeres, fueron súbitamente convertidas en minorías por una élite masculina, criolla e ilustrada, que amparándose en los aires liberales de la modernidad sancionó una desigualdad tan antigua como el tiempo histórico mismo.
Utilizando dos campos complementarios: la historia de la mujer y la historia de la construcción de su imagen, de las instancias clasificatorias aceptadas por todos para asignarle un papel social en el cual, conforme señala Guy Betchel, escritor francés citado por nuestro autor para ilustrar su tesis, sólo existen cuatro roles: la puta, la bruja, la santa y la tonta, Castelán se pregunta por aquellos elementos que han permitido a esa “misoginia perenne” (exacta definición) imponerse culturalmente a través de las edades y sobresalir como una caracterología común de larga duración.
Este pequeño libro cuyo alcance temático es grande se compone también de lo que no dice pero sugiere pensar, de lo que no explora sino indica, de lo que no resuelve sino pregunta. Abre una puerta para avanzar en la solución de grandes misterios: ¿de dónde viene y por qué la inmemorial cultura de persuasión misógina sobre la supuesta inferioridad y el sensual peligro de la mujer?, ¿cuál es el origen de esa perseverante mutilación humana de la mitad del mundo?, ¿por qué hay tanta violencia íntima y social vinculada a ello, tanta y tan atmosférica “despectividad”?
Tal vez, para encontrar respuestas, deba volverse al viejo momento cuando el Logos presocrático olvidó su origen dual, aquella parte necesaria para la completud del espíritu humano, la realidad intuitiva representada por la Pitia, la Sibila, la diosa, lo femenino. Debe saberse cómo Apolo engañó a las ninfas ---última presencia de lo divino en el mundo antiguo--- y robó sus artes adivinatorias. Reconsiderar los atributos de Palas Atenea, virgen guerrera que presidía los saberes, la técnica, la estrategia militar, la justicia y la doma de caballos, evidenciando lo femenino como el principio civilizador primario de la memoria humana. Reiterar que el lenguaje ---la casa del ser--- es una aportación femenina, no masculina, a la construcción de la conciencia, de ahí que aprendamos a hablar en la lengua de nuestras madres. Mirar los errores epistemológicos de la deidad abrahámica heredada ---Yahvé, macho cabrío autoritario y colérico que guía al rebaño---, para que la nueva representación de la deidad, cuando surja su teofanía, contenga los dos sexos que la mórbida cultura patriarcal ha considerado como opuestos. Proponer que no hay cumplimiento de la persona si no aprende a fundir en sí misma, siendo hombre su ánima, la parte femenina, y siendo mujer su ánimus, la parte masculina. Considerar a la madre nacional, la Malinche, no como la traidora envilecida, chingada por el conquistador, según intérpretes de la idiosincracia mexicana al modo de Octavio Paz, sino como la mujer que sabiamente preservó su genealogía dándole hijos, nosotros los mestizos, a un invasor que de otro modo hubiera destruido la estirpe aborigen.
El espíritu sopla donde quiere, enseña el evangelista. Es alentador entonces, a la manera de un signo inesperado, que en una tierra masculinizada y machista (hoy todos los lugares son así y las mujeres mismas participan de esa reproducción ideológica, labran la neurosis de destino), surja un pequeño volumen que lleva a hacerse reflexiones civilizatorias. El ser es lo que conoce, enseña el filósofo, y las cosas están tan cerca en el tiempo actual que queman, de tal manera que resulta mucho más confiable el género femenino para tolerar, entender y tramitar la realidad de estos días. Hasta cursi es decir: género esencial que nos dio la vida, pero las cosas cambian al recordar que junto con las artes civilizatorias nos dio el lenguaje (por eso se dice: la página). Son más confiables que los varones, que se han dedicado a intentar destruirlo ---ahí están los demenciales feminicidios de Ciudad Juárez, esa “fratria” de la que hablan Marta Lamas y Rita Laura Segato (Proceso 1573), a la que habrá que referirse en la siguiente entrega de este texo, o la acostumbrada violencia intrafamiliar para confirmarlo---, aunque gracias al cielo no lo ha conseguido.
John Lennon escribió que la mujer era la esclava del universo. Digamos que lo femenino es lo esclavizado, y que en ello se basa esta tara cultural determinante. Se explica entonces cómo el patriarcado ---la conciencia masculina--- se hizo del mundo desde la edad adánica hasta precisamente hoy. Es revelador observar a un nieto pequeño que en la cena de año nuevo está parodiando los espasmos autoritarios del abuelo: viéndolo se entiende por qué esa masculinidad llegó al final de su construcción. O sea, ideología en estado terminal.
La cuestión es si hay otra masculinidad para reemplazar aquella que nos llevó hasta donde estamos. No es multiculturalismo al estilo empoderado, quizá una manifestación de la misma enfermedad que se pretende curar. Es lo femenino, la luna, lo lunático. Acaso por ahí anda la cuestión. El poeta puede escribir: siempre que pienso en mi mujer digo “mi morada”. Si la casa del ser es el lenguaje, el sustantivo casa es femenino. Las niñas aprenden a hablar antes que los niños (Flaubert, hasta los siete).
Fernando Solana Olivares
Utilizando dos campos complementarios: la historia de la mujer y la historia de la construcción de su imagen, de las instancias clasificatorias aceptadas por todos para asignarle un papel social en el cual, conforme señala Guy Betchel, escritor francés citado por nuestro autor para ilustrar su tesis, sólo existen cuatro roles: la puta, la bruja, la santa y la tonta, Castelán se pregunta por aquellos elementos que han permitido a esa “misoginia perenne” (exacta definición) imponerse culturalmente a través de las edades y sobresalir como una caracterología común de larga duración.
Este pequeño libro cuyo alcance temático es grande se compone también de lo que no dice pero sugiere pensar, de lo que no explora sino indica, de lo que no resuelve sino pregunta. Abre una puerta para avanzar en la solución de grandes misterios: ¿de dónde viene y por qué la inmemorial cultura de persuasión misógina sobre la supuesta inferioridad y el sensual peligro de la mujer?, ¿cuál es el origen de esa perseverante mutilación humana de la mitad del mundo?, ¿por qué hay tanta violencia íntima y social vinculada a ello, tanta y tan atmosférica “despectividad”?
Tal vez, para encontrar respuestas, deba volverse al viejo momento cuando el Logos presocrático olvidó su origen dual, aquella parte necesaria para la completud del espíritu humano, la realidad intuitiva representada por la Pitia, la Sibila, la diosa, lo femenino. Debe saberse cómo Apolo engañó a las ninfas ---última presencia de lo divino en el mundo antiguo--- y robó sus artes adivinatorias. Reconsiderar los atributos de Palas Atenea, virgen guerrera que presidía los saberes, la técnica, la estrategia militar, la justicia y la doma de caballos, evidenciando lo femenino como el principio civilizador primario de la memoria humana. Reiterar que el lenguaje ---la casa del ser--- es una aportación femenina, no masculina, a la construcción de la conciencia, de ahí que aprendamos a hablar en la lengua de nuestras madres. Mirar los errores epistemológicos de la deidad abrahámica heredada ---Yahvé, macho cabrío autoritario y colérico que guía al rebaño---, para que la nueva representación de la deidad, cuando surja su teofanía, contenga los dos sexos que la mórbida cultura patriarcal ha considerado como opuestos. Proponer que no hay cumplimiento de la persona si no aprende a fundir en sí misma, siendo hombre su ánima, la parte femenina, y siendo mujer su ánimus, la parte masculina. Considerar a la madre nacional, la Malinche, no como la traidora envilecida, chingada por el conquistador, según intérpretes de la idiosincracia mexicana al modo de Octavio Paz, sino como la mujer que sabiamente preservó su genealogía dándole hijos, nosotros los mestizos, a un invasor que de otro modo hubiera destruido la estirpe aborigen.
El espíritu sopla donde quiere, enseña el evangelista. Es alentador entonces, a la manera de un signo inesperado, que en una tierra masculinizada y machista (hoy todos los lugares son así y las mujeres mismas participan de esa reproducción ideológica, labran la neurosis de destino), surja un pequeño volumen que lleva a hacerse reflexiones civilizatorias. El ser es lo que conoce, enseña el filósofo, y las cosas están tan cerca en el tiempo actual que queman, de tal manera que resulta mucho más confiable el género femenino para tolerar, entender y tramitar la realidad de estos días. Hasta cursi es decir: género esencial que nos dio la vida, pero las cosas cambian al recordar que junto con las artes civilizatorias nos dio el lenguaje (por eso se dice: la página). Son más confiables que los varones, que se han dedicado a intentar destruirlo ---ahí están los demenciales feminicidios de Ciudad Juárez, esa “fratria” de la que hablan Marta Lamas y Rita Laura Segato (Proceso 1573), a la que habrá que referirse en la siguiente entrega de este texo, o la acostumbrada violencia intrafamiliar para confirmarlo---, aunque gracias al cielo no lo ha conseguido.
John Lennon escribió que la mujer era la esclava del universo. Digamos que lo femenino es lo esclavizado, y que en ello se basa esta tara cultural determinante. Se explica entonces cómo el patriarcado ---la conciencia masculina--- se hizo del mundo desde la edad adánica hasta precisamente hoy. Es revelador observar a un nieto pequeño que en la cena de año nuevo está parodiando los espasmos autoritarios del abuelo: viéndolo se entiende por qué esa masculinidad llegó al final de su construcción. O sea, ideología en estado terminal.
La cuestión es si hay otra masculinidad para reemplazar aquella que nos llevó hasta donde estamos. No es multiculturalismo al estilo empoderado, quizá una manifestación de la misma enfermedad que se pretende curar. Es lo femenino, la luna, lo lunático. Acaso por ahí anda la cuestión. El poeta puede escribir: siempre que pienso en mi mujer digo “mi morada”. Si la casa del ser es el lenguaje, el sustantivo casa es femenino. Las niñas aprenden a hablar antes que los niños (Flaubert, hasta los siete).
Fernando Solana Olivares
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