CONTROL DE DAÑOS
Lo encontré hace unos meses deambulando por alguna calle citadina. Era un sujeto al que había perdido de vista pues la vida se compone de ausencias, por eso la melancolía conduce a la poesía y a revisar de cuando en cuando las viejas agendas personales para recordar apenas a quienes se ha dejado de ver.
Mi propia existencia me ha demorado en otros menesteres que este sujeto no frecuentaba, y yo había abandonado aquéllos donde nos conocimos: alguna redacción ahora inexistente, algún periódico hoy desaparecido. Recordaba su ansiedad patente, marca del gremio, su rapidez de reflejos mentales que lo llevaban a acumular mucha información pero escasos conocimientos, signo también de sus empeños profesionales.
Recordaba su incipiente mala fama, que dividía en dos bandos irreconciliables a los que trataban con él: el amplio grupo de sus malquerientes y la escasa facción de sus amigos. Sin duda, por un mero efecto de acumulación contenida en ese dicho fatal: cría fama y échate a dormir, la suya rebasaba ya el equilibrio opinativo tolerable para situarse casi del todo en el polo oscuro de la valoración colectiva. Sus amigos faltaban y sus detractores eran una legión tan poderosa y bien situada que había logrado hacer trizas su desde entonces precaria reputación.
Uno cambia, o eso cree, pero la tragedia de la gente es que no cambia nunca, nunca, nunca. Esta palabra determinante repetida tres veces es un manierismo enfático que debía evitarse: ahora concibo mi relación con los fenómenos desde una perspectiva clásica y no romántica, es decir, el romántico (aquí copio a Borges), en general con pobre fortuna, quiere incesantemente expresar, y el clásico prescinde contadas veces de una petición de principio. Luego entonces, si este encuentro hubiera ocurrido tiempo antes, la inercia de mi balbuceante prosa se encargaría de abundar en sensaciones emocionales y detalles pintorescos, según yo, desde luego, pues la gente no cambia nunca, dejémoslo así.
Pero Sujeto era otro aunque pareciera ser el mismo, más viejo, más moderado y más sereno. Al toparnos de golpe en una bocacalle intercambiamos ese cortejo verbal propio de quienes por muchos años no se han visto: estás igualito, tú también, te ves muy bien, lo mismo digo, qué te has hecho, pues fíjate que... Acaso mentía en cuanto a mí por cortesía fraterna, pero él se notaba mejorado por la edad, tan bien parecido como antes, en camino hacia una noble vejez. La prestancia de la que hacía gala, motivo central de la envidia automática que concitaba en muchos, para mi vergüenza hasta en mí mismo, no era parte de lo que antaño se percibía como arrogancia sino solamente una cuestión trivial y fortuita que parecía para él no contar más.
Esbozó su historia en unos cuantos minutos: cómo subió por la resbaladiza pirámide del prestigio periodístico y descendió por ella; cómo publicó libros ignorados por sus mismos editores y escribió artículos y notas tan buenos como los de cualquiera pero su nombre no mereció ocupar los directorios de la primera plana ni él ser convocado a las reuniones festivas donde trabajó. El uso conjugativo del tiempo pasado en su relación de tropiezos me llevó a preguntarle si esas tareas habían concluido. ¿Adiós a todo ello? Alguna gente sí cambia a veces, celebremos tan ameritada posibilidad.
---No, sigo publicando esporádicamente en una revista donde gracias a dios, al editor y a la providencia todavía me toleran. Pero me considero muerto públicamente desde que comencé ---dijo Sujeto, sin sombra alguna de victimización. Añadió que su gratitud también se dirigía a sus lectores, no sabía cuántos tendría, y al decirlo sonrió con vera mansedumbre, con auténtica humildad.
Lo descubrí sabio y no engreído, sereno antes que amargado, comprensivo, no discutidor. Era como si su propia vida fuera un espectáculo intrigante y ameno que lo convocaba al modo de un simple y hasta desapegado espectador de sí mismo, de esa rueda de la suerte personal que nunca se está quieta sino hasta que deja de girar. Uno no suele encontrar inesperadamente tanto contentamiento existencial en quienes ha dejado de ver durante años.
---Sufrir la injusticia, adaptarse a las condiciones, no esperar nada, seguir el camino.
De tal manera compendió Sujeto, parado a la orilla de la febril acera urbana, el método de su transformación. Confieso haber reemplazado la palabra que él empleó en lugar de “camino”. Dijo “dharma”, que en sánscrito significa “doctrina”, pero su uso podría prestarse a engaño, hacer pensar que Sujeto era miembro de alguna secta propia de esta edad final. Lo negó con suavidad divertida al preguntárselo. Sólo era miembro de sí mismo, aclaró, así conociera sin falta técnicas orientales para hacerse de tranquilidad, de aceptación, de vulnerabilidad. Su mente era de principiante, no de especialista, y ese logro lo llenaba de evidente plenitud.
---No hacer, hermano, ahí está el secreto de toda felicidad.
Sus últimas palabras al despedirse todavía resuenan en mis oídos, como si las dijera ahora mismo precisamente aquí. Acaso sus argumentos no merecieron la menor réplica y acaso ese día no provocaron mi entusiasmo. La gente sí cambia de vez en cuando y yo con ella. Sostengo ser un observador clásico, ya lo dije. Evito cualquier pauta sentimental. Desde lo que el vulgo llamaría un fracaso, Sujeto alcanzó una victoria individual. No le importa ser bien apreciado por nadie: es obvio que él se otorga a sí mismo la absolución.
Fernando Solana Olivares
Mi propia existencia me ha demorado en otros menesteres que este sujeto no frecuentaba, y yo había abandonado aquéllos donde nos conocimos: alguna redacción ahora inexistente, algún periódico hoy desaparecido. Recordaba su ansiedad patente, marca del gremio, su rapidez de reflejos mentales que lo llevaban a acumular mucha información pero escasos conocimientos, signo también de sus empeños profesionales.
Recordaba su incipiente mala fama, que dividía en dos bandos irreconciliables a los que trataban con él: el amplio grupo de sus malquerientes y la escasa facción de sus amigos. Sin duda, por un mero efecto de acumulación contenida en ese dicho fatal: cría fama y échate a dormir, la suya rebasaba ya el equilibrio opinativo tolerable para situarse casi del todo en el polo oscuro de la valoración colectiva. Sus amigos faltaban y sus detractores eran una legión tan poderosa y bien situada que había logrado hacer trizas su desde entonces precaria reputación.
Uno cambia, o eso cree, pero la tragedia de la gente es que no cambia nunca, nunca, nunca. Esta palabra determinante repetida tres veces es un manierismo enfático que debía evitarse: ahora concibo mi relación con los fenómenos desde una perspectiva clásica y no romántica, es decir, el romántico (aquí copio a Borges), en general con pobre fortuna, quiere incesantemente expresar, y el clásico prescinde contadas veces de una petición de principio. Luego entonces, si este encuentro hubiera ocurrido tiempo antes, la inercia de mi balbuceante prosa se encargaría de abundar en sensaciones emocionales y detalles pintorescos, según yo, desde luego, pues la gente no cambia nunca, dejémoslo así.
Pero Sujeto era otro aunque pareciera ser el mismo, más viejo, más moderado y más sereno. Al toparnos de golpe en una bocacalle intercambiamos ese cortejo verbal propio de quienes por muchos años no se han visto: estás igualito, tú también, te ves muy bien, lo mismo digo, qué te has hecho, pues fíjate que... Acaso mentía en cuanto a mí por cortesía fraterna, pero él se notaba mejorado por la edad, tan bien parecido como antes, en camino hacia una noble vejez. La prestancia de la que hacía gala, motivo central de la envidia automática que concitaba en muchos, para mi vergüenza hasta en mí mismo, no era parte de lo que antaño se percibía como arrogancia sino solamente una cuestión trivial y fortuita que parecía para él no contar más.
Esbozó su historia en unos cuantos minutos: cómo subió por la resbaladiza pirámide del prestigio periodístico y descendió por ella; cómo publicó libros ignorados por sus mismos editores y escribió artículos y notas tan buenos como los de cualquiera pero su nombre no mereció ocupar los directorios de la primera plana ni él ser convocado a las reuniones festivas donde trabajó. El uso conjugativo del tiempo pasado en su relación de tropiezos me llevó a preguntarle si esas tareas habían concluido. ¿Adiós a todo ello? Alguna gente sí cambia a veces, celebremos tan ameritada posibilidad.
---No, sigo publicando esporádicamente en una revista donde gracias a dios, al editor y a la providencia todavía me toleran. Pero me considero muerto públicamente desde que comencé ---dijo Sujeto, sin sombra alguna de victimización. Añadió que su gratitud también se dirigía a sus lectores, no sabía cuántos tendría, y al decirlo sonrió con vera mansedumbre, con auténtica humildad.
Lo descubrí sabio y no engreído, sereno antes que amargado, comprensivo, no discutidor. Era como si su propia vida fuera un espectáculo intrigante y ameno que lo convocaba al modo de un simple y hasta desapegado espectador de sí mismo, de esa rueda de la suerte personal que nunca se está quieta sino hasta que deja de girar. Uno no suele encontrar inesperadamente tanto contentamiento existencial en quienes ha dejado de ver durante años.
---Sufrir la injusticia, adaptarse a las condiciones, no esperar nada, seguir el camino.
De tal manera compendió Sujeto, parado a la orilla de la febril acera urbana, el método de su transformación. Confieso haber reemplazado la palabra que él empleó en lugar de “camino”. Dijo “dharma”, que en sánscrito significa “doctrina”, pero su uso podría prestarse a engaño, hacer pensar que Sujeto era miembro de alguna secta propia de esta edad final. Lo negó con suavidad divertida al preguntárselo. Sólo era miembro de sí mismo, aclaró, así conociera sin falta técnicas orientales para hacerse de tranquilidad, de aceptación, de vulnerabilidad. Su mente era de principiante, no de especialista, y ese logro lo llenaba de evidente plenitud.
---No hacer, hermano, ahí está el secreto de toda felicidad.
Sus últimas palabras al despedirse todavía resuenan en mis oídos, como si las dijera ahora mismo precisamente aquí. Acaso sus argumentos no merecieron la menor réplica y acaso ese día no provocaron mi entusiasmo. La gente sí cambia de vez en cuando y yo con ella. Sostengo ser un observador clásico, ya lo dije. Evito cualquier pauta sentimental. Desde lo que el vulgo llamaría un fracaso, Sujeto alcanzó una victoria individual. No le importa ser bien apreciado por nadie: es obvio que él se otorga a sí mismo la absolución.
Fernando Solana Olivares
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