LA REVUELTA EN EL SALÓN
Para Carlos Marín, con un fuerte abrazo
Transito por la vida como si ésta me fuera prestada. Sigo a ciertos autores que son mis guías y a menudo intento enorgullecerme, como aconseja el maestro ciego, ese rápsoda homérico vigente entre nosotros, de aquello que leo y no de lo que escribo. Soy un hombre lleno de citas, pues encuentro casi siempre lo que yo mismo podría decir o pensar mucho mejor dicho o pensado por tantos otros que estuvieron aquí antes, en este lapso mensurable que llamamos existencia. Mis sueños no me obedecen, mis expectativas tampoco. No me gusta mi época y la comprendo apenas. Para consolarme de tal extrañeza histórica, de tanta desigualdad lacerante, de tantos engaños masivos como percibo en ella, suelo frecuentar filósofos tradicionalistas que la declaran terminal y al borde cíclico del abismo. Reparo en la consecuencia intelectual de esa costumbre que a la letra dice que sólo en las catástrofes cambian las culturas, y practico en mi mente la tranquilización de lo relativo: no pasa nada, no somos de aquí, nos marchamos mañana. O tal vez un poco más tarde, pero desde luego nos vamos. Declaro así buscar un sentido a la tesis: ¿para qué llegar a esta condición pues de ella nos iremos? Me contesto entonces, acaso mentando a quien habrá dicho algo parecido: porque nuestra naturaleza no es fija sino cambiante, mutable, evanescente. No tengo tiempo para apresurarme.
Por tal razón el curso literario de este año fue consecuente con la duración de un momento que al evaporarse tan pronto es como si siempre estuviera. Y en la sesión final abordamos a H. A. Murena, el malogrado escritor argentino, con su librito sapiencial y casi clandestino La metáfora y lo sagrado. Todo iba bien en la exposición hasta que tocó su turno al capítulo nombrado “La pérdida del centro”. Incluso aquí, en el apacible pueblo de Lagos ---“tierra de godos: parientes todos, enemigos todos”---, la modernidad es un blasón irrenunciable.
Estaba dicho ya que el ser humano, desde la perspectiva de la tradición perenne, tiene como única función determinante ser el mediador entre la tierra y el cielo, hacer pasar de la potencia al acto todo lo manifestado, que la esencia del hombre es así la mediación y tal mediación debe ser su existencia. Habíase ubicado el problema psicológico y social de la posmodernidad a partir de la apertura de las esclusas inferiores de la conciencia en el siglo pasado, y de la clausura racional y materialista de los vínculos humanos con el cielo, es decir, con lo metafísico. Íbamos apenas en la deificación del hombre como idea general de vida formulada en el Renacimiento, cuando al mencionarse la Revolución Francesa a manera de manifestación desviada de esa idea, productiva al principio y espantosa después dado que dio lugar al fenómeno histórico del Terror sistemático ---“la tortura, la matanza inicua e interminable de unos hombres por otros descubre que la verdad oculta en el ideal de la deificación humana sólo consiste en la aniquilación”---, el sector de izquierda dentro del curso manifestó inmediatamente su rechazo a tal y tan reaccionaria afirmación, por boca de uno de sus jóvenes y apasionados miembros:
---No, maestro, ahora sí se equivoca. La libertad, la igualdad y la fraternidad son bienes humanos irrenunciables. ¿Y sabe qué? Es un honor estar con Obrador.
Lo último no venía al caso, pues para nada se había mencionado la geometría política mexicana. Antes de poder responder y decir que mil signos indicaban esa desviación fatídica, esa ruptura de la mediación, desde la arquitectura hasta la música, desde las artes plásticas hasta el horror económico globalizado, desde la idiotización mediática hasta el canibalismo promovido en internet, desde la paidofilia contemporánea hasta los feminicidios y la misoginia inacabables, terció una representante del grupo de peluche, conocido así por su afán sentimental para adornar decorativamente cualquier cuestión por más grave que ésta sea, usuarios todos sus integrantes de esa droga tranquilizadora definible como kitsch:
---¡Ay, maestro! Yo siento que...
Imaginé ser un necio refutado por unos sabios o bien un sabio incapaz de convencer a un puñado de necios. No puse en práctica ningún magisterial resentimiento, ya que una de las primeras sesiones del curso había versado sobre la necesidad, según Nietzsche, de derrotar ese irritante moral con prefijo: “liberar el alma de él ---primer paso para curarse”, repetí entonces. Aunque cuando ella sintió lo que fuera alrededor de lo discutido, di por terminada la sesión. Ya vendrá el mes de enero y podremos debatir de nuevo si Murena y los pensadores anacrónicos de los que forma parte tienen o no razón en su demérito de la época, en su menosprecio de lo humano, demasiado humano, que a todos nos determina ideológicamente.
A veces me asalta una constatación irrevocable: todo lo humano me es ajeno, incluido yo. Por eso, quizá, al día siguiente de lo relatado, en la fraterna y alegre comida celebratoria del fin de cursos, después de cinco años de no beber una gota de alcohol dejé salir a mi sombra embriagándome con mezcal. Reí, ironicé y juré amor eterno y respeto intelectual a todos los sectores que puntualmente estuvieron a la mesa. Luego de la fiesta, al quedarme solo, lloré amargamente. Sin duda fue por Oaxaca y no por el mezcal, conforme el dicho de Malcom Lowry, sagrado ebrio oaxaqueño, por lo que apenas ayer ahí se perdió. Como transito por mi vida sabiéndola tan frágil, hoy me digo a mí mismo que si nada se crea, si nada se destruye y todo se transforma, yo también.
Fernando Solana Olivares
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