LA MISOGINIA PERENNE / y III
“La realidad no sólo es más fantástica de lo que pensamos, sino también mucho más fantástica de lo que podamos imaginar”, escribió hace años el biólogo Haldane. Sugería así la existencia de los muchos mundos que están en éste y reiteraba, a la vez, que la versión aceptada sobre la supuesta naturaleza de las cosas no es más que una convención ideológica, un entorno invisible aunque no por eso menos determinante de lo que debe y puede pensarse sobre la realidad: hacemos culpable a la naturaleza de decisiones y costumbres promovidas por la cultura.
De tal manera se fundamenta el mito misógino y patriarcal de la conciencia masculina que durante miles de años ha diseñado un mundo social donde la mujer y lo femenino han sido las víctimas seculares, los chivos expiatorios del menosprecio y la exclusión. Y aunque no sea una narración sancionada “científicamente” por la historiografía conocida ---mera versión masculina de los vencedores---, eruditos como el filósofo Bachofen o el poeta Graves han encontrado múltiples registros de la batalla prehistórica entre las sociedades matriarcales y el patriarcado invasor que llegó a Europa procedente del Asia Central, substituyó las ancestrales instituciones matrilineales por formas patrilineales, destruyó el culto a la Gran Diosa y reelaboró los mitos del origen para justificar los cambios sociales introducidos, cuya síntesis descansa en el monoteísmo patológico vigente aún hoy donde Dios es macho antes que varón.
A estos términos equidistantes: “matriarcado” y “patriarcado”, algunos autores contemporáneos (Riane Eisler, Terence McKenna) oponen otros más completos e integrales para reconsiderar la historia del género humano, modelos de sociedad o estilos culturales a los que denominan “fraternales” y “dominantes”. El primero de ellos, según formulan, estaba determinado por una psicología colectiva liberada, horizontal y flexible, por una “conciencia de participación” con lo circundante donde los valores individuales no contradecían los del grupo y en la cual el poder político se distribuía entre hombres y mujeres de todas las edades. “En esta clase de sociedades ---escribe McKenna---, el poder definitivo era el poder de crear y sustentar la vida, y ello se consideraba, de un modo natural, que era de índole femenina: el poder de la Gran Diosa”.
En cambio, el modelo cultural dominante establecido por los invasores patriarcales reprimió lo femenino, lo extraño y lo exótico, las experiencias trascendentales derivadas de la investigación chamánica de la naturaleza (de ahí nuestra histérica e hipócrita herencia de odio a las drogas), y construyó su visión misógina del mundo a partir del dogma, el sacerdocio, la guerra, los valores “científicos y racionales” provenientes del ego y sus obsesivas estructuras de control. Entonces se impusieron brutalmente culturas jerárquicas, paternales y materialistas que fabricaron nuevos textos supuestamente ancestrales donde la mujer quedaba descrita como inferior al hombre y culpable del pecado original.
Entre las organizaciones fraternales y las sociedades dominantes existió una tensión histórica que todavía sigue presente en cualquier ámbito público o privado, en cualquier pareja o relación de género. A partir de ese conflicto, originado en el triunfo a escala planetaria de un modelo ideológico excluyente, se desprenden tanto la alienación humana hacia la naturaleza como la alienación de la gente respecto a sí misma y a los demás. Ahí nace, para decirlo freudianamente, el profundo malestar que genera una cultura intoxicada por la interpretación egocéntrica de lo real, un producto infeliz de la actitud autoritaria propia del chauvinismo masculino, de su misoginia estructural.
No importan los miles de años que haya durado, tampoco su condición generalizada y multicultural. Lo que se está disolviendo ante nosotros (o pudriendo, para ser precisos) es esa civilización masculina fundada en una conciencia paterna monoteísta y unilateral. Pero si bien el ego cartesiano, patrístico, dominador, racionalista y tecnológico que le es característico parece haber alcanzado un punto de inflexión, no es posible anticipar cuánto tiempo más va a durar vigente antes de llegar al colapso que deberá transformar el modelo cultural, integrando en él de nueva cuenta a los dos géneros humanos en una condición de equilibrio y paridad.
Por eso la misoginia perenne ---un término proveniente del llamativo libro que dio origen a estas reflexiones, Virtuosas y patriotas, de Roberto Castelán---, a pesar de constituir una cuenta históricamente larga y duradera, evidente en todas las estructuras mitológicas y en todos los libros sagrados que se conocen, palpable en toda organización social y en toda cultura pasada y presente, no es una fatalidad irreparable y mucho menos una verdad natural. Sólo se trata de una ideología, de una interpretación del mundo, así sea espantosa y atroz, que alguna vez terminará. Quizá entonces la áspera batalla de los sexos habrá remitido, la deidad emergente será andrógina y la brutal robotización masculina se recordará como una tara anterior. Mientras tanto sólo queda ejercer la cura íntima, recuperar la parte femenina proscrita así en los hombres como en las mujeres. Recetas hay varias: conocer la misoginia propia para superarla e ingerir grandes dosis de luna a cucharadas, según diría el poeta Sabines, ese tónico emocional indispensable para lo que viene pues el mundo será distinto o no será.
Fernando Solana Olivares
De tal manera se fundamenta el mito misógino y patriarcal de la conciencia masculina que durante miles de años ha diseñado un mundo social donde la mujer y lo femenino han sido las víctimas seculares, los chivos expiatorios del menosprecio y la exclusión. Y aunque no sea una narración sancionada “científicamente” por la historiografía conocida ---mera versión masculina de los vencedores---, eruditos como el filósofo Bachofen o el poeta Graves han encontrado múltiples registros de la batalla prehistórica entre las sociedades matriarcales y el patriarcado invasor que llegó a Europa procedente del Asia Central, substituyó las ancestrales instituciones matrilineales por formas patrilineales, destruyó el culto a la Gran Diosa y reelaboró los mitos del origen para justificar los cambios sociales introducidos, cuya síntesis descansa en el monoteísmo patológico vigente aún hoy donde Dios es macho antes que varón.
A estos términos equidistantes: “matriarcado” y “patriarcado”, algunos autores contemporáneos (Riane Eisler, Terence McKenna) oponen otros más completos e integrales para reconsiderar la historia del género humano, modelos de sociedad o estilos culturales a los que denominan “fraternales” y “dominantes”. El primero de ellos, según formulan, estaba determinado por una psicología colectiva liberada, horizontal y flexible, por una “conciencia de participación” con lo circundante donde los valores individuales no contradecían los del grupo y en la cual el poder político se distribuía entre hombres y mujeres de todas las edades. “En esta clase de sociedades ---escribe McKenna---, el poder definitivo era el poder de crear y sustentar la vida, y ello se consideraba, de un modo natural, que era de índole femenina: el poder de la Gran Diosa”.
En cambio, el modelo cultural dominante establecido por los invasores patriarcales reprimió lo femenino, lo extraño y lo exótico, las experiencias trascendentales derivadas de la investigación chamánica de la naturaleza (de ahí nuestra histérica e hipócrita herencia de odio a las drogas), y construyó su visión misógina del mundo a partir del dogma, el sacerdocio, la guerra, los valores “científicos y racionales” provenientes del ego y sus obsesivas estructuras de control. Entonces se impusieron brutalmente culturas jerárquicas, paternales y materialistas que fabricaron nuevos textos supuestamente ancestrales donde la mujer quedaba descrita como inferior al hombre y culpable del pecado original.
Entre las organizaciones fraternales y las sociedades dominantes existió una tensión histórica que todavía sigue presente en cualquier ámbito público o privado, en cualquier pareja o relación de género. A partir de ese conflicto, originado en el triunfo a escala planetaria de un modelo ideológico excluyente, se desprenden tanto la alienación humana hacia la naturaleza como la alienación de la gente respecto a sí misma y a los demás. Ahí nace, para decirlo freudianamente, el profundo malestar que genera una cultura intoxicada por la interpretación egocéntrica de lo real, un producto infeliz de la actitud autoritaria propia del chauvinismo masculino, de su misoginia estructural.
No importan los miles de años que haya durado, tampoco su condición generalizada y multicultural. Lo que se está disolviendo ante nosotros (o pudriendo, para ser precisos) es esa civilización masculina fundada en una conciencia paterna monoteísta y unilateral. Pero si bien el ego cartesiano, patrístico, dominador, racionalista y tecnológico que le es característico parece haber alcanzado un punto de inflexión, no es posible anticipar cuánto tiempo más va a durar vigente antes de llegar al colapso que deberá transformar el modelo cultural, integrando en él de nueva cuenta a los dos géneros humanos en una condición de equilibrio y paridad.
Por eso la misoginia perenne ---un término proveniente del llamativo libro que dio origen a estas reflexiones, Virtuosas y patriotas, de Roberto Castelán---, a pesar de constituir una cuenta históricamente larga y duradera, evidente en todas las estructuras mitológicas y en todos los libros sagrados que se conocen, palpable en toda organización social y en toda cultura pasada y presente, no es una fatalidad irreparable y mucho menos una verdad natural. Sólo se trata de una ideología, de una interpretación del mundo, así sea espantosa y atroz, que alguna vez terminará. Quizá entonces la áspera batalla de los sexos habrá remitido, la deidad emergente será andrógina y la brutal robotización masculina se recordará como una tara anterior. Mientras tanto sólo queda ejercer la cura íntima, recuperar la parte femenina proscrita así en los hombres como en las mujeres. Recetas hay varias: conocer la misoginia propia para superarla e ingerir grandes dosis de luna a cucharadas, según diría el poeta Sabines, ese tónico emocional indispensable para lo que viene pues el mundo será distinto o no será.
Fernando Solana Olivares
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