EL PRESENTE DEL FUTURO
Escribió alguna vez Gustave Flaubert, nuestro señor de la escritura, que “el futuro es lo peor que hay en el presente”. Cuando lo advirtió, en pleno siglo diecinueve, Flaubert avistaba el porvenir como algo germinal y aún no desenvuelto del todo. Ahora está aquí entre nosotros aquello pronosticado: el catastrófico futuro que nos alcanzó. Tal vez el señor Emma Bovary ni siquiera aludía al sufrimiento de la necesidad que con el pretexto de eliminar tal sufrimiento iba a engendrar la sociedad industrial todavía incipiente. Quizá tampoco pensaba, al expresar su dramática sentencia, en términos de alguna ciencia-ficción pendiente de ocurrir. Era suficiente la legendaria intuición de un maestro del espíritu y un artista de la realidad para saber que si las cosas iban mal entonces, el día de mañana serían mucho peor. Hoy ya es mañana y la cuenta regresiva hace tiempo que comenzó su curso nefasto.
En 1970, Iván Illich ---una de las mentes críticas más lúcidas y profundas sobre los horrores y los errores de la época--- recopiló una lista de asuntos ambientales vigentes aunque deliberadamente ignorados por los intereses económicos predominantes: modificaciones genéticas en niños nacidos después de las precipitaciones radiactivas debidas a experimentos atómicos, residuos de pesticidas en hígados humanos y de DDT en la leche materna. Las buenas conciencias políticamente correctas, aquellos científicos, intelectuales, periodistas y administradores dispuestos siempre a justificar el estado de las cosas, lo criticaron con violencia afirmando que su actitud era “rijosamente apocalíptica”. La tesis central de Illich postulaba que gran parte de la miseria padecida por los seres humanos ---“desde el sufrimiento de los enfermos de cáncer, la ignorancia de los pobres, el hacinamiento urbano, la escasez de vivieda y hasta la contaminación del aire”--- provenían de la misma sociedad industrial y de sus instituciones, diseñadas en su origen para protegerlos del medio ambiente, mejorar sus condiciones materiales y acrecentar su libertad.
Desde entonces, casi cuarenta años atrás, Illich recordaba la advertencia del poeta Homero sobre Némesis, diosa griega de la venganza, la cual castigó la transgresión del titán Prometeo, aquel que robó el fuego sagrado de los dioses y lo dio a los hombres para iniciar la civilización. Según Homero, no había heroísmo en la hazaña prometeica sino pleonexia, una avaricia radical que pretendía ir más allá de las fronteras de la condición humana y trastornaba así los límites establecidos del equilibrio cósmico. Tales límites de la acción humana en el planeta fueron una idea común a todas las éticas preindustriales, hasta que nuestra cultura moderna racionalista y mecánica los menospreció como fantasía mitológica y se empeñó desmedidamente en transformar la condición humana a través de la industrialización. Hoy todos sufrimos la envidia de los dioses, cada uno de nosotros es un Prometeo y Némesis nos castiga, sus escarmientos se han vuelto endémicos dado que representan, en palabras de Illich, el contragolpe del progreso, una circunstancia interdependiente donde “somos rehenes de un estilo de vida que nos predestina a la destrucción”.
Quien crea que todo lo anterior son abstracciones, negatividades, pesimismos o pura retórica, debiera ver un testimonio apabullante para aceptar que no es más que realismo, atroz, si se quiere, pero realismo al fin: por desgracia el desastre ya está aquí entre nosotros y hoy o mañana podría manifestarse dramáticamente en la pequeña vida cotidiana de cada cual. Una verdad inconveniente (An inconvenient truth), el estremecedor documental sobre el calentamiento planetario y su consiguiente cambio climático grabado por Al Gore, ex candidato presidencial estadounidense, confirma que vivimos un rompimiento catastrófico con aquellas imágenes que el hombre industrial tuvo de sí mismo, y que lo que sigue, si algo sigue, es la administración del agotamiento de los bienes comunes y no la restauración del medio ambiente común, pues se antoja paradójico que sean los mismos seres humanos, agentes del desequilibrio ecológico, quienes pretendan restablecerlo desde una cultura cuya esencia es precisamente el menosprecio de la naturaleza y la brutal ignorancia al respecto. Ya lo anticipaba Illich en el siglo pasado: “Las formas externas se están desmoronando pero los fundamentos conceptuales del ‘desarrollo’ siguen siendo vigorosos”. O sea, que continuamos igual.
Los gringos, responsables de cerca del 30 % de las emisiones de dióxido de carbono que han producido el calentamiento global, cuando menos elaboran documentales como el de Gore para generar conciencia y proponer medidas atemperantes ante la debacle generada por su propia cultura materialista: firmar el Protocolo de Kyoto, cambiar las lámparas domésticas, manejar menos, reciclar más, usar menos energía, generar menos basura, plantar árboles, to be a part of the solution, como les gusta decir. Pero en México no se hace nada puesto que nuestros diputados están ausentes cuando se apagan las luces de la Cámara para sumarse a la alerta mundial sobre el peligro climático, Calderón se ocupa en regresar las mentadas que recibe del público dada su irremontable ilegitimidad, López Obrador continúa obsesionado con el cargo perdido antes que con la oposición política a desempeñar, los especuladores encarecen el maíz, la destrucción de los bosques sigue, el desperdicio de agua también.
Vaya entonces. Que la realidad nos agarre confesados, pues el futuro de nuestra civilización ya comenzó.
Fernando Solana Olivares
En 1970, Iván Illich ---una de las mentes críticas más lúcidas y profundas sobre los horrores y los errores de la época--- recopiló una lista de asuntos ambientales vigentes aunque deliberadamente ignorados por los intereses económicos predominantes: modificaciones genéticas en niños nacidos después de las precipitaciones radiactivas debidas a experimentos atómicos, residuos de pesticidas en hígados humanos y de DDT en la leche materna. Las buenas conciencias políticamente correctas, aquellos científicos, intelectuales, periodistas y administradores dispuestos siempre a justificar el estado de las cosas, lo criticaron con violencia afirmando que su actitud era “rijosamente apocalíptica”. La tesis central de Illich postulaba que gran parte de la miseria padecida por los seres humanos ---“desde el sufrimiento de los enfermos de cáncer, la ignorancia de los pobres, el hacinamiento urbano, la escasez de vivieda y hasta la contaminación del aire”--- provenían de la misma sociedad industrial y de sus instituciones, diseñadas en su origen para protegerlos del medio ambiente, mejorar sus condiciones materiales y acrecentar su libertad.
Desde entonces, casi cuarenta años atrás, Illich recordaba la advertencia del poeta Homero sobre Némesis, diosa griega de la venganza, la cual castigó la transgresión del titán Prometeo, aquel que robó el fuego sagrado de los dioses y lo dio a los hombres para iniciar la civilización. Según Homero, no había heroísmo en la hazaña prometeica sino pleonexia, una avaricia radical que pretendía ir más allá de las fronteras de la condición humana y trastornaba así los límites establecidos del equilibrio cósmico. Tales límites de la acción humana en el planeta fueron una idea común a todas las éticas preindustriales, hasta que nuestra cultura moderna racionalista y mecánica los menospreció como fantasía mitológica y se empeñó desmedidamente en transformar la condición humana a través de la industrialización. Hoy todos sufrimos la envidia de los dioses, cada uno de nosotros es un Prometeo y Némesis nos castiga, sus escarmientos se han vuelto endémicos dado que representan, en palabras de Illich, el contragolpe del progreso, una circunstancia interdependiente donde “somos rehenes de un estilo de vida que nos predestina a la destrucción”.
Quien crea que todo lo anterior son abstracciones, negatividades, pesimismos o pura retórica, debiera ver un testimonio apabullante para aceptar que no es más que realismo, atroz, si se quiere, pero realismo al fin: por desgracia el desastre ya está aquí entre nosotros y hoy o mañana podría manifestarse dramáticamente en la pequeña vida cotidiana de cada cual. Una verdad inconveniente (An inconvenient truth), el estremecedor documental sobre el calentamiento planetario y su consiguiente cambio climático grabado por Al Gore, ex candidato presidencial estadounidense, confirma que vivimos un rompimiento catastrófico con aquellas imágenes que el hombre industrial tuvo de sí mismo, y que lo que sigue, si algo sigue, es la administración del agotamiento de los bienes comunes y no la restauración del medio ambiente común, pues se antoja paradójico que sean los mismos seres humanos, agentes del desequilibrio ecológico, quienes pretendan restablecerlo desde una cultura cuya esencia es precisamente el menosprecio de la naturaleza y la brutal ignorancia al respecto. Ya lo anticipaba Illich en el siglo pasado: “Las formas externas se están desmoronando pero los fundamentos conceptuales del ‘desarrollo’ siguen siendo vigorosos”. O sea, que continuamos igual.
Los gringos, responsables de cerca del 30 % de las emisiones de dióxido de carbono que han producido el calentamiento global, cuando menos elaboran documentales como el de Gore para generar conciencia y proponer medidas atemperantes ante la debacle generada por su propia cultura materialista: firmar el Protocolo de Kyoto, cambiar las lámparas domésticas, manejar menos, reciclar más, usar menos energía, generar menos basura, plantar árboles, to be a part of the solution, como les gusta decir. Pero en México no se hace nada puesto que nuestros diputados están ausentes cuando se apagan las luces de la Cámara para sumarse a la alerta mundial sobre el peligro climático, Calderón se ocupa en regresar las mentadas que recibe del público dada su irremontable ilegitimidad, López Obrador continúa obsesionado con el cargo perdido antes que con la oposición política a desempeñar, los especuladores encarecen el maíz, la destrucción de los bosques sigue, el desperdicio de agua también.
Vaya entonces. Que la realidad nos agarre confesados, pues el futuro de nuestra civilización ya comenzó.
Fernando Solana Olivares
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