LA METÁFORA Y LA FE
Leo a un autor excepcional (hay tantos, gracias a lo mejor de lo humano, y aunque son pocos resultan más que suficientes para quienes buscamos el sentido de lo existente, ya que somos tardomodernos, es decir, seres condenados a la revelación, sea lo que ella sea y si es que la obtenemos, mediante el encuentro con el libro de algún autor tan profundo y legible como éste), Raimon Panikkar, filósofo y teólogo catalán, especialista en tradiciones orientales y en religiones comparadas, un erudito escritor de más de cuatro decenas de libros que hasta hoy vive retirado en una zona rural al pie de los Pirineos. Lo leo pues necesito preguntarme de nuevo dónde es que Dios se encuentra, y este texto suyo (Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Península, Barcelona, 2001) puede ayudarme a tal empeño insoluble, que en sí mismo resulta una completa aberración.
La teología medieval asevera que cuando un hombre del pueblo llano pregunta dónde está Dios debe contestársele que muy arriba, en el cielo; cuando la indagación la hace un hombre de inteligencia media ha de decírsele que Dios está en todas partes; cuando la cuestión proviene de un sabio la única respuesta posible es que Dios no se encuentra en ninguna parte. De niño creí que la divinidad estaba, como reza la oración, muy encima de nosotros. Años después acepté que moraba en todo lugar. Ahora, cuando antes que volverme sabio comienzo a estar viejo ---y ya se sabe: mientras más viejo, más pendejo---, no encuentro a Dios donde antes creí que solía estar: ni arriba ni a mi alrededor, como si en efecto ya no pudiera saberse nada sobre él. ¿Dios ausente o Dios inexistente?
Cada vez que evoco la terrible sentencia moderna: “Dios ha muerto: Nietzsche”, recuerdo también aquellas camisetas parisinas de los años setenta impresas con la contestación: “Nietzsche ha muerto: Dios”. Y me consuelo, no con el filósofo de Sils-Maria, tampoco con el camisetero ingenioso, sino diciéndome que la muerte anunciada no se refería a la divinidad misma sino a la forma cultural de expresarla. A la teodicea hecha por los hombres, pues. Así que me concentro, con y sin comillas, en Panikkar y su deslumbrante libro para lo que sigue, no vaya a ser que Dios ahí esté y no esté.
Escribe este hombre sabio que la experiencia de Dios no es experiencia de nada, pues no hay un tal objeto para ello: “es aquella experiencia en la que se experimenta que la propia experiencia no agota el fondo de ninguna realidad”. Dicha vivencia no es especial ni mucho menos especializada. Por eso no está en los templos ni tampoco entre sus supuestos intermediarios, sean como Bush, que dice hablar con Dios, o como Bin Laden, que dice actuar por Dios, o como Onésimo Cepeda, que dice oficiar gracias a Dios, o como Marcial Maciel, que dice pecar bajo la mirada de Dios.
Sin los lazos que nos unen a la realidad no podría vivirse tal encuentro: en lo cotidiano, sublime o intrascendente, ahí está la experiencia de Dios, que coincide con la certeza personal de la contingencia humana, palabra que significa rozar la tangente, tocar los propios límites. En ese contexto es donde encuentra su sentido la plegaria, término etimológicamente emparentado con precariedad, pues la plegaria surge de la conciencia de la precariedad. Y cualquier oración puede servir para ese reconocimiento, dado que rezar no es pronunciar algo específico, una petición expresa o una frase de adoración, sino simplemente prestar atención a esa ocasión mediante la cual “nos damos cuenta de que estamos dentro de algo que lo abarca todo y somos conscientes de una doble dimensión de ausencia y presencia, conscientes de que participamos en un más en el que, de una manera u otra, podemos confiar”.
Como la experiencia de Dios no es una experiencia del “yo”, pues al tenerla uno no es sujeto de ella sino al contrario, resulta su objeto, su parte integral, la misma confiere humildad por un lado y libertad por el otro. “Dios es aquello que rompe nuestro aislamiento respetando nuestra soledad”. Y su experimentación quiebra los esquemas racionales, pues la revelación de Dios no está en ella misma y en lo que dice, sino en quien recibe la revelación. Ya afirmaban los filósofos escolásticos que todo lo que se recibe, se recibe según el modo del recipiente: “el problema está en el receptor”. Nueve tesis son enunciadas por Panikkar al respecto de tan grande misterio: 1. Sin el silencio del intelecto, de la voluntad y los sentidos no es posible acercarse al ámbito donde la palabra Dios pueda tener sentido. 2. La palabra Dios es un campo semántico radicalmente distinto a cualquier otro, es un discurso irreductible a cualquier otro. 3. Dios no es localizable con ningún instrumento. Pretender situarlo a nuestro lado, en contra de los otros, es una blasfemia. 4. Dios no es extramundano sino absolutamente intramundano. 5. Dios es un discurso mediatizado por cualquier creencia. 6. La palabra Dios es un símbolo que se revela y vela en el mismo símbolo del que se habla. 7. Hay muchos conceptos de Dios, pero ninguno lo reduce. 8. La misma palabra Dios no es necesaria. 9. El misterio divino es inefable y ningún decir lo describe.
Gracias a Panikkar (un modo de decir: gracias a Dios) dejo de preguntarle a la divinidad dónde se encuentra y concluyo dicha búsqueda escribiendo la metáfora homérica “Aquiles es un león”, para aceptar que sólo mediante la fe, una seguridad de lo que esperamos y una convicción de lo que no vemos, es posible creer tanto en lo que propone la imaginación literaria como en aquello trascendente que llamamos Dios.
Fernando Solana Olivares
La teología medieval asevera que cuando un hombre del pueblo llano pregunta dónde está Dios debe contestársele que muy arriba, en el cielo; cuando la indagación la hace un hombre de inteligencia media ha de decírsele que Dios está en todas partes; cuando la cuestión proviene de un sabio la única respuesta posible es que Dios no se encuentra en ninguna parte. De niño creí que la divinidad estaba, como reza la oración, muy encima de nosotros. Años después acepté que moraba en todo lugar. Ahora, cuando antes que volverme sabio comienzo a estar viejo ---y ya se sabe: mientras más viejo, más pendejo---, no encuentro a Dios donde antes creí que solía estar: ni arriba ni a mi alrededor, como si en efecto ya no pudiera saberse nada sobre él. ¿Dios ausente o Dios inexistente?
Cada vez que evoco la terrible sentencia moderna: “Dios ha muerto: Nietzsche”, recuerdo también aquellas camisetas parisinas de los años setenta impresas con la contestación: “Nietzsche ha muerto: Dios”. Y me consuelo, no con el filósofo de Sils-Maria, tampoco con el camisetero ingenioso, sino diciéndome que la muerte anunciada no se refería a la divinidad misma sino a la forma cultural de expresarla. A la teodicea hecha por los hombres, pues. Así que me concentro, con y sin comillas, en Panikkar y su deslumbrante libro para lo que sigue, no vaya a ser que Dios ahí esté y no esté.
Escribe este hombre sabio que la experiencia de Dios no es experiencia de nada, pues no hay un tal objeto para ello: “es aquella experiencia en la que se experimenta que la propia experiencia no agota el fondo de ninguna realidad”. Dicha vivencia no es especial ni mucho menos especializada. Por eso no está en los templos ni tampoco entre sus supuestos intermediarios, sean como Bush, que dice hablar con Dios, o como Bin Laden, que dice actuar por Dios, o como Onésimo Cepeda, que dice oficiar gracias a Dios, o como Marcial Maciel, que dice pecar bajo la mirada de Dios.
Sin los lazos que nos unen a la realidad no podría vivirse tal encuentro: en lo cotidiano, sublime o intrascendente, ahí está la experiencia de Dios, que coincide con la certeza personal de la contingencia humana, palabra que significa rozar la tangente, tocar los propios límites. En ese contexto es donde encuentra su sentido la plegaria, término etimológicamente emparentado con precariedad, pues la plegaria surge de la conciencia de la precariedad. Y cualquier oración puede servir para ese reconocimiento, dado que rezar no es pronunciar algo específico, una petición expresa o una frase de adoración, sino simplemente prestar atención a esa ocasión mediante la cual “nos damos cuenta de que estamos dentro de algo que lo abarca todo y somos conscientes de una doble dimensión de ausencia y presencia, conscientes de que participamos en un más en el que, de una manera u otra, podemos confiar”.
Como la experiencia de Dios no es una experiencia del “yo”, pues al tenerla uno no es sujeto de ella sino al contrario, resulta su objeto, su parte integral, la misma confiere humildad por un lado y libertad por el otro. “Dios es aquello que rompe nuestro aislamiento respetando nuestra soledad”. Y su experimentación quiebra los esquemas racionales, pues la revelación de Dios no está en ella misma y en lo que dice, sino en quien recibe la revelación. Ya afirmaban los filósofos escolásticos que todo lo que se recibe, se recibe según el modo del recipiente: “el problema está en el receptor”. Nueve tesis son enunciadas por Panikkar al respecto de tan grande misterio: 1. Sin el silencio del intelecto, de la voluntad y los sentidos no es posible acercarse al ámbito donde la palabra Dios pueda tener sentido. 2. La palabra Dios es un campo semántico radicalmente distinto a cualquier otro, es un discurso irreductible a cualquier otro. 3. Dios no es localizable con ningún instrumento. Pretender situarlo a nuestro lado, en contra de los otros, es una blasfemia. 4. Dios no es extramundano sino absolutamente intramundano. 5. Dios es un discurso mediatizado por cualquier creencia. 6. La palabra Dios es un símbolo que se revela y vela en el mismo símbolo del que se habla. 7. Hay muchos conceptos de Dios, pero ninguno lo reduce. 8. La misma palabra Dios no es necesaria. 9. El misterio divino es inefable y ningún decir lo describe.
Gracias a Panikkar (un modo de decir: gracias a Dios) dejo de preguntarle a la divinidad dónde se encuentra y concluyo dicha búsqueda escribiendo la metáfora homérica “Aquiles es un león”, para aceptar que sólo mediante la fe, una seguridad de lo que esperamos y una convicción de lo que no vemos, es posible creer tanto en lo que propone la imaginación literaria como en aquello trascendente que llamamos Dios.
Fernando Solana Olivares
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