DON ÉSTE, METEOROLÓGO
El lunes mandó su reporte a la oficina central declarando que el tiempo había sido bueno pero el clima no. El martes señaló lo contrario. El miércoles dejó registro de que los dos, tiempo y clima, apenas si se sintieron. El jueves tomó el día y no consignó nada. El viernes afirmó que el tiempo resultó a gusto y el clima templado. El sábado no tuvo oportunidad de asistir a su trabajo y evitó enviar noticia alguna. El domingo descansó.
Ese día salió muy temprano de su casa cargando la bolsa de fieltro gris donde iban sus delicados instrumentos. El jueves anterior había visitado a un conocido para concertar la cita que en breve tendría a las faldas de la Mesa Redonda. El sábado volvió con él para reconfirmarla y por eso en su reporte meteorológico semanal faltaban dos lecturas. Científicamente no le preocupaba ya que le era posible prorratear los reportes de los otros días y bajo su criterio dividirlos entre los ausentes cuando llenara el reporte mensual, como varias veces ya lo hiciera. Burocráticamente sí, pues su jefe, el ingeniero a cargo de toda la región, no estaba satisfecho con el trabajo que desempeñaba al frente del pequeño observatorio estacional del pueblo y del cual era el único empleado.
Don Éste no solía hacerse desdichado antes de tiempo. Así que se caló el sombrero para que no lo tumbara el zumbón vientecillo y libró a su mente de toda preocupación. Luego el camión rural lo llevó bamboleándose hasta las estribaciones del alto monte plano donde ya lo esperaba, resignado y taciturno, su camarada. Al verse no se mostraron efusivos, los dos eran hombres cabales y el saludo entre ambos no se fuera a malinterpretar.
---¿Trajo aquello? ---preguntó con indiferencia el invitado.
---Mírelo usted ---contestó don Éste. Puso en el suelo la bolsa, la mostró con orgullosa sonrisa y procedió a desatarla con estudiado afán. El rutilante sol alteño iluminó los tubos del aparato y abrillantó unos resortes que parecían tentáculos en reposo. Dentro del envoltorio venía una bolsita de gamuza con los elementos probatorios, como los llamó el experto dueño: un diente por si se quería encontrar hueso, una moneda de plata para descubrir lo mismo y una cadenita de oro cuando se ocupaba encontrar ese metal.
---Póngale de lo mero bueno, hoy venimos a hacernos ricos, ¿qué no? ---comentó con displicencia el invitado a la excursión. Y aunque en su sueño más reciente había contemplado un cofre rebosante de oro, don Éste fingió ignorar la sugerencia pues no le gustaba que nadie le dijera qué hacer. Tales sueños lo perseguían de noche pero también de día: montones de tesoros esperando a ser descubiertos aquí y allá, sobre todo en la Mesa Redonda, esa cima mistérica y artificialmente plana, aeropuerto de naves extraterrestres u osario de gigantes a la que en breve subirían para excavar.
Al fin armó su detector de tesoros procurando que el otro no observara con detalle la operación. Se jactaba de que su aparato era muy caro, modernísimo y eficaz, elaborado sobre pedido gracias a su amistad con un científico chino. Todo era mentira menos el precio: algunos miles de pesos que don Éste había pagado trabajosamente a quien se lo vendiera, un vivales harto satisfecho con las inmensas riquezas que esos ensambles de tubería galvanizada y viejos resortes de ordeñadora le permitieron, según juraba con desenfado, varias veces desenterrar.
---No cualquiera puede utilizarlo, amigo. Manda tenerle confianza y dedicación. Y luego la humedad lo descompone. Mírese usted las manos, le sudan bien mucho ---repuso don Éste cuando el acompañante solicitó pulsar por su cuenta la máquina maravillosa.
Por fin treparon al monte legendario que había sido último bastión cristero. Don Éste iba al frente con su sensible vara metálica y detrás caminaba el invitado llevando un pico y una pala. Dieron vueltas y vueltas hasta que el detector empezó a vibrar sin control.
Excavaron y excavaron durante horas hasta que la piedra del agujero se volvió irreductible y la tarde sin remedio se oscureció.
---Usted mismo lo zangolotea, ¿qué no? ---comentó el otro, criminoso y cabrón, cuando bajaron de regreso con las manos vacías. Don Éste no le contestó de puro coraje, ¿cómo explicarle a alguien tan desconfiado la existencia de energías sutiles, sus tantos sueños premonitorios o su destino manifiesto para enriquecerse así? Se despidieron en la noche estrellada con la misma hosca sequedad del saludo matutino, no se fuera a malinterpretar.
Al lunes siguiente, atrincherado desde temprano en su pequeña estación meteorológica, don Éste dejó sonar el teléfono sin contestarlo. Cuando lo hizo aparentó que no escuchaba la voz de la secretaria del ingeniero en jefe, que urgentemente quería comunicarse con él. Bueno, malo, regular. Templado, sabroso, agobiador. Iba salteando esos términos para el clima y el tiempo, llenando así los huecos de su labor. Caviló un poco cuando llegó en el reporte mensual al rubro “Calentamiento global”. Miró con aburrimiento la larga línea en blanco de la respuesta, hasta que se animó. “Aquí en el pueblo no hay”, escribió sin detenerse, pues la vida es de los fuertes y la fortuna pertenece a los audaces.
Con el trabajo ya en orden y sus reportes puestos al día pudo por fin reflexionar en lo mero principal: sus inminentes tesoros prometidos, la paradoja de su proximidad. Dice un autor que la gente no sabe hasta dónde puede osar sin peligro, que si lo supiera se volvería loca de pesar por no haber osado más. Don Éste sí sabe, por eso le gusta adelantar.
Fernando Solana Olivares
Ese día salió muy temprano de su casa cargando la bolsa de fieltro gris donde iban sus delicados instrumentos. El jueves anterior había visitado a un conocido para concertar la cita que en breve tendría a las faldas de la Mesa Redonda. El sábado volvió con él para reconfirmarla y por eso en su reporte meteorológico semanal faltaban dos lecturas. Científicamente no le preocupaba ya que le era posible prorratear los reportes de los otros días y bajo su criterio dividirlos entre los ausentes cuando llenara el reporte mensual, como varias veces ya lo hiciera. Burocráticamente sí, pues su jefe, el ingeniero a cargo de toda la región, no estaba satisfecho con el trabajo que desempeñaba al frente del pequeño observatorio estacional del pueblo y del cual era el único empleado.
Don Éste no solía hacerse desdichado antes de tiempo. Así que se caló el sombrero para que no lo tumbara el zumbón vientecillo y libró a su mente de toda preocupación. Luego el camión rural lo llevó bamboleándose hasta las estribaciones del alto monte plano donde ya lo esperaba, resignado y taciturno, su camarada. Al verse no se mostraron efusivos, los dos eran hombres cabales y el saludo entre ambos no se fuera a malinterpretar.
---¿Trajo aquello? ---preguntó con indiferencia el invitado.
---Mírelo usted ---contestó don Éste. Puso en el suelo la bolsa, la mostró con orgullosa sonrisa y procedió a desatarla con estudiado afán. El rutilante sol alteño iluminó los tubos del aparato y abrillantó unos resortes que parecían tentáculos en reposo. Dentro del envoltorio venía una bolsita de gamuza con los elementos probatorios, como los llamó el experto dueño: un diente por si se quería encontrar hueso, una moneda de plata para descubrir lo mismo y una cadenita de oro cuando se ocupaba encontrar ese metal.
---Póngale de lo mero bueno, hoy venimos a hacernos ricos, ¿qué no? ---comentó con displicencia el invitado a la excursión. Y aunque en su sueño más reciente había contemplado un cofre rebosante de oro, don Éste fingió ignorar la sugerencia pues no le gustaba que nadie le dijera qué hacer. Tales sueños lo perseguían de noche pero también de día: montones de tesoros esperando a ser descubiertos aquí y allá, sobre todo en la Mesa Redonda, esa cima mistérica y artificialmente plana, aeropuerto de naves extraterrestres u osario de gigantes a la que en breve subirían para excavar.
Al fin armó su detector de tesoros procurando que el otro no observara con detalle la operación. Se jactaba de que su aparato era muy caro, modernísimo y eficaz, elaborado sobre pedido gracias a su amistad con un científico chino. Todo era mentira menos el precio: algunos miles de pesos que don Éste había pagado trabajosamente a quien se lo vendiera, un vivales harto satisfecho con las inmensas riquezas que esos ensambles de tubería galvanizada y viejos resortes de ordeñadora le permitieron, según juraba con desenfado, varias veces desenterrar.
---No cualquiera puede utilizarlo, amigo. Manda tenerle confianza y dedicación. Y luego la humedad lo descompone. Mírese usted las manos, le sudan bien mucho ---repuso don Éste cuando el acompañante solicitó pulsar por su cuenta la máquina maravillosa.
Por fin treparon al monte legendario que había sido último bastión cristero. Don Éste iba al frente con su sensible vara metálica y detrás caminaba el invitado llevando un pico y una pala. Dieron vueltas y vueltas hasta que el detector empezó a vibrar sin control.
Excavaron y excavaron durante horas hasta que la piedra del agujero se volvió irreductible y la tarde sin remedio se oscureció.
---Usted mismo lo zangolotea, ¿qué no? ---comentó el otro, criminoso y cabrón, cuando bajaron de regreso con las manos vacías. Don Éste no le contestó de puro coraje, ¿cómo explicarle a alguien tan desconfiado la existencia de energías sutiles, sus tantos sueños premonitorios o su destino manifiesto para enriquecerse así? Se despidieron en la noche estrellada con la misma hosca sequedad del saludo matutino, no se fuera a malinterpretar.
Al lunes siguiente, atrincherado desde temprano en su pequeña estación meteorológica, don Éste dejó sonar el teléfono sin contestarlo. Cuando lo hizo aparentó que no escuchaba la voz de la secretaria del ingeniero en jefe, que urgentemente quería comunicarse con él. Bueno, malo, regular. Templado, sabroso, agobiador. Iba salteando esos términos para el clima y el tiempo, llenando así los huecos de su labor. Caviló un poco cuando llegó en el reporte mensual al rubro “Calentamiento global”. Miró con aburrimiento la larga línea en blanco de la respuesta, hasta que se animó. “Aquí en el pueblo no hay”, escribió sin detenerse, pues la vida es de los fuertes y la fortuna pertenece a los audaces.
Con el trabajo ya en orden y sus reportes puestos al día pudo por fin reflexionar en lo mero principal: sus inminentes tesoros prometidos, la paradoja de su proximidad. Dice un autor que la gente no sabe hasta dónde puede osar sin peligro, que si lo supiera se volvería loca de pesar por no haber osado más. Don Éste sí sabe, por eso le gusta adelantar.
Fernando Solana Olivares
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