Sunday, April 08, 2007

AMISTADES

Todo ocurrió en una esquina barriobajera, nauseabunda, de tufos y charcos de grasa: carne sensual que ensucia la ciudad. Escenario para ese encuentro ---las cosas ocurren donde deben ocurrir. Lo demás ayudaba al sentido mísero de tal puesto de lámina: edificios cerrados unos sobre otros, paródicos, chagalles hiperrealistas, hoteles de amores secos y mojados, furtivos, de usuras corporales. Y papel: rollos y rollos que cierran la calle en días de contraluz: sólo entran lanzas, nunca un baño entero.
Él venía balanceando a la distancia su cuerpo grande, contrahecho. Era un hombre avejentado y hosco a quien la gente daba el paso, lo que ahora era difícil porque el puesto de lámina reducía el espacio hasta volverlo un pasadizo. Él cabía completo y los demás se quitaban para dejarle sitio. Mejor así, pensaban, ante la disyuntiva de encontrarse a la mitad del puesto pegajoso. O encontrarse en otro lugar, donde fuera, donde un sobresalto lo asaltaba a uno cuando lo veía venir. Me ocurrió también. Siempre era igual.
---Mi golem ---dije con dulzura. Poca, no demasiada.
Resopló despacio, muy lento, gruñó. ---Mi hermano, hace tiempo que vivo por aquí.
Quise zafarme, simulé prisa y abrí las manos para decirle que el día caminaba detrás de mí.
---Hermano ---repitió con una mueca aceitosa. Sus ojillos grises se movieron---. Aquí no nos quieren ---continuó, utilizando un plural que nunca le pedí establecer---. Estamos perdiendo poder y respeto.
Su aliento era sofocante y me había arrinconado con su balanceo, un péndulo que capturaba la atención de mi cuerpo, indiferente a las razones de la razón. Miré su frente: trazos, no sombras, de una marca que los años habían oscurecido. “Como vamos siendo así va siendo nuestra vida: Benavente”, mascullé. No lo oyó. Sus ojos me inquirieron.
---¿Puedo hacer algo por ustedes? ---pregunté, deseoso de que se me dijera que no, que el poder se pierde porque nunca se consigue, que el respeto también, como la simpatía, sin merecerlo.
El golem y una mueca. ---Siempre he frecuentado el sol de la mañana. Pero somos pocos los atrevidos, los demás esperan la sombra para salir.
Quise irme ya, la calle rendía su tráfico a la perfección del movimiento involuntario, las lancetas diurnas se clavaban encendidas sobre los cristales y tendían alambres de lado a lado. Debí haberle dicho algo como que “el amor vuelve tonta a la gente, el odio la vuelve bestial, la amargura la vuelve loca”. No lo hice. El golem se puso en movimiento, desvió su aliento, recogió su cuerpo y salió del callejón. ---Debemos hablarnos ---y movió sus piernas como un compás oxidado.
El día transcurrió tan rápido como si no contuviera nada más que una obsesión y el poder extraordinario de anular cualquier cosa que no fuera esa obsesión. Recorrí la ciudad con mi muestrario variopinto. Logré algunas ventas, anoté algunas promesas y perdí algunos prospectos. Comí a la hora acostumbrada, mis ausencias mentales poco pudieron en esas horas de relojería y por la tarde regresé a donde en la mañana me había detenido. La calle del golem hervía en aceite negro.
El humo de las fritangas se arrastraba, la cantina de media cuadra daba de gritos y los hoteluchos permitían entrever siluetas deformes detrás de sus puertas rotas. Evité el puesto nómada y no recorrí su callejón. Preferí caminar por el arroyo entre cantos soeces, albures de carretoneros y medias voces.
Ni golem ni vírgenes prudentísimas. Si acaso la basura acumulada, un perro atontado por el hastío y las banderas de papel sobre el asfalto.
Desiertos o laderas desequilibradas, nubes cuya arquitectura era un caprichoso mensaje, rostros congelados, milagros dudosos. Abrí la puerta de mi cuarto con las sombras pisándome los talones y consulté al espejo sobre la cómoda estragada. Era el que era, el que había sido. El golem aguardaba por ahí: mañana o pasado. Alguna vez regresaría a cobrar el óbolo fraterno.
Todas las partes de mi confianza quedaban expuestas ante dicha amenaza. Continué observando mi cara en el espejo y por un instante contemplé el tropel de rostros que ahí se habían mirado. La única permanencia visible en ese hotel de paso. Doblé mi ropa con cuidado y me acosté. La bombilla desnuda laceraba mis ojos insomnes.
Pensé entonces en quien había encontrado horas atrás.
Tal vez en ese instante el golem iba por la calle al lado de sus pares. Temí que llegara hasta mi puerta para indagar por qué los había dejado. No lo sabría decir. Acaso la razón de ello solamente estuviera arrinconada entre mis confesiones. Acaso su aliento nauseabundo fuera causante de mi desapego. Acaso el tiempo estuviera desvanecido sin remedio y el presente del pasado no contara más entre la precaria suma de mi escueta biografía.
Después junté para mí mismo las ventajas de aquella vida solitaria, sin convenciones ni urgencias, sin peleas sobre la propiedad de alguna cosa ni preocupaciones acerca de la pertinencia de lo que fuera, sin disputas sobre el bien o el mal, sin amigos ni enemigos. Una punzada de nostalgia contrajo mi corazón pues supe que si antes temía todo porque no podía olvidar nada, ahora temía todo porque no podía recordar nada. Salvo que el golem, quizá, en alguna esquina me aguardaba.
“La amistad, esta sombra de una sombra.” Así fue como recordé al indiferente Esquilo.

Fernando Solana Olivares

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