Friday, May 18, 2007

DECONSTRUYENDO A MAO

Alguna vez el filósofo Pascal rogó a Dios que nos diera dueños salidos de sus manos. No suele ser así pues quizá el Señor es sordo, a la mejor no le importa o tal vez nada puede hacer. Posiblemente le cedió al Diablo la cuestión política y todos sus nombramientos históricos. Lo cierto es que los grandes dictadores del siglo veinte, Hitler, Stalin y Mao, esa trinidad infame, son inexplicables a fin de cuentas: mientras más se sabe de ellos menos se entiende por qué actuaron como lo hicieron.
Parecen provenir de una reserva desconocida ---correspondiente, acaso, a una metafísica del mal--- antes que de las fuerzas históricas de su tiempo, aunque se monten en las mismas para cumplir sus designios, que se condensan en uno solo: el uso autocrático y despiadado del poder. Siendo una sustancia tan peligrosa y compleja, el poder se entrega solamente a quien lo quiere obtener por encima de todo y más allá de todos. Al sobreviviente que mira morir a los otros a su alrededor, que los traiciona y utiliza, al Macbeth, el tigre que los mata.
Hablemos pues de Mao Zedong, el más romántico de los tres jinetes del dolor histórico, el mejor considerado propagandísticamente entre ellos hasta hoy, cuando luego de sus devastadoras y profusamente documentadas 1030 páginas, el libro de la china Jung Chang: Mao, la historia desconocida (escrito junto con su marido el historiador británico Jon Halliday y publicado por Taurus), revela la perturbadora naturaleza despótica del líder chino relatando, con suma minucia, una amplísima relación de intrigas, manipulaciones, mentiras, chantajes, cálculos, insensibilidades y crímenes cometidos fríamente en su ascenso hacia el poder.
En los años setenta hubo maoístas mexicanos que predicaban aquí la guerra campesina, exaltaban la moral espartana de los ejércitos comunistas chinos al ser perseguidos y hostigados por las tropas del general enemigo Chiang Kai-shek durante la épica Larga Marcha, se llenaban la boca con el genio estratégico y táctico de Mao al engañar a sus rivales, y no blandían como talismán bíblico ante los infieles el Libro rojo del profeta porque la oprobiosa y sangrienta Revolución Cultural china aún estaba por suceder. Vestían traje de dril y varios de ellos, igual que John Lennon en algún concierto neoyorkino, llevaban una gorra de tela con una estrella roja bordada en la frente, además de un morral tejido.
Corrían leyendas como que el Partido Comunista Chino sólo contaba con unos cuantos numerales en sus estatutos para enfatizar lo que se creía entre esa izquierda ingenua: que el minimalismo maoísta significaba un logro ético y humano del espíritu revolucionario. Eran legión aquellos participantes en la operación publicitaria. Nombres ilustres de la cultura resultaban activamente responsables de elaborar el denso telón de ocultamiento. La escritora francesa Simone de Beauvoir, por ejemplo, después de una breve y controlada visita “pontificó” en su libro laudatorio La Larga Marcha que el poder de Mao no era más dictatorial que el de Rooselvet y aseguró tontamente que la nueva constitución china impedía la concentración del poder en manos de un solo hombre.
Patrañas. “La idea de presentar la experiencia de China como modelo cuando millones de chinos estaban muriendo de hambre parecía una empresa difícil, pero a Mao no le inquietaba: contaba con filtros herméticos para que los extranjeros sólo vieran y escucharan lo que él quería”, consigna la biógrafa. Hasta la CIA, tan perspicaz, avaló en 1959 la falsa capacidad productiva alimenticia proclamada por la propaganda maoísta. La gente moría de hambre, la colectivización forzosa había resultado un gigantesco fracaso, y con el objetivo de difundir “el Pensamiento de Mao Zedong” por el mundo y el afán de encabezar a las izquierdas del planeta en su proceso revolucionario, las tres contribuciones habituales de Mao: armas, dinero y comida, eran donadas gratuitamente como ayuda al extranjero. Jung Chang escribe que “esta avalancha de regalos por parte de Mao coincidió con los años de la mayor hambruna de la historia mundial. Sólo en 1960 murieron de hambre más de 22 millones de personas.” China era el país más pobre del mundo y esa ayuda iba frecuentemente a países como Hungría, que tenían un nivel de vida mucho más alto que el de los chinos: “El costo de estas dádivas no se sufragaba ya con el nivel de vida de China, sino con las vidas (subrayado de la autora) de los ciudadanos chinos.”
Ninguno de los genocidios y matanzas de la historia contiene no solamente un número tan demencial de muertes atribuidas a un solo hombre ---setenta millones de seres humanos, según calcula fundadamente Jung Chang, a las espaldas del Gran Timonel que no sobre su conciencia, de la cual diabólicamente carecía---, sino tanto y tan atroz sinsentido, tanta inhumanidad, sufrimiento y dolor. El mal siempre es banal, afirmó Hannah Arendt con razón, pero éste se presenta como la banalidad no de un movimiento o de una ideología sino de una mera ambición personal. Ese cambio de escala hace tan inquietante la reciente historia del estado policial chino perfecto y su único dueño: uno que esclaviza a todos.
La paradoja conduce al principio de estas líneas: es el Demonio quien diseña la historia contemporánea mediante interpósitas personas. ¿Por qué tanto dolor, por qué sucede así? No lo sabría decir ni Mao mismo, no existe explicación discernible, racional. Y la eterna condena de su nombre en la memoria común no aminora el horror, solamente lo congela como una célula durmiente que volverá a despertar.

Fernando Solana Olivares

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