Friday, July 27, 2007

HACE UN AÑO / y II

Como tantos otros millones de mexicanos ---con encuestas o sin ellas, pues ante las mismas siempre surge una razonable y escéptica duda: ¿quién encuesta a los que encuestan?, ¿quienes, salvo los mismos encuestadores y el aparato mediático que los emplea, garantizan la probidad objetiva de sus resultados?--- sigo convencido de que López Obrador, junto con aquello que en términos discursivos y quizá concretos significa, debió llegar a la Presidencia del país cuando menos para atemperar, pues no hubiera podido transformarlos todavía, el horror económico, la desigualdad creciente, el gobierno de los poderes fácticos y la corrupta impunidad sistémica que componen nuestra realidad nacional.
“El poder es esencialmente estúpido”, solía decir Flaubert. Habita en un universo autista, solamente interesado en sí mismo, en su propia conservación. ¿Quién puede creer, salvo un ingenuo o un fanático, que el poder sirva al interés mayoritario? La historia enseña una y mil veces lo contrario: el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente, diría lord Acton, pero además hace abstracción de todos los otros, los vuelve peones de su acción.
Y hoy existe casi sin tapujos, para complicar las cosas, un segundo Estado mexicano ---aquella sustitución secreta de los recursos, derechos y deberes de un Estado hecha por una corporación informal y paralela dominante, según la definición sociológica---, cuya composición pasa por los grandes capitales, los grupos confesionales secretos de ultraderecha, el duopolio televisivo, los interes extranjeros, las mafias criminales, la clase política, las policías, el aparato judicial y aquella oligarquía mexicana denunciada por economistas estadounidenses como una “casta de maharajás”, podrida descomunalmente en dinero público, en bienes y lujos asiáticos a costa de la pobreza general.
¿López Obrador y su propuesta política habrían cambiado esta injusta, inmoral y tan antigua historia? No parece razonable afirmarlo, pues integra una parte estructural del estado de cosas predominante, del libre mercado que ha sido vuelto en nuestros días un absoluto categórico, del pensamiento único que lo sostiene. Pero lo que sí hubiera ocurrido ---y ello, siendo poco, sería suficiente--- es que ese segundo Estado, el poder real, habría visto afectados sus intereses, aunque fuera nada más por la convocatoria popular (eso que en la construcción histérica del consenso es llamado “populismo”) a la que el político tabasqueño hubiera acudido, pues como se sabe es afecto a los despliegues escénicos de las masas, un espacio donde encuentra la fuerza política que le han otorgado su carisma, un poco menos su discurso y sobre todo los errores de sus enemigos al perseguirlo.
Aunque se contradiga la tesis, debe anotarse que el partido de López Obrador, el PRD, es horroroso. Pero no lo es menos que el PRI ---mafiosos, pederastas, ladrones---, o que el PAN ---corruptos, ineptos, hipócritas---, o que esa increíble franquicia familiar del Verde “ecologista”, y cierta sensibilidad social que todavía conserva distingue parcialmente al PRD de los otros lamentables institutos. Así que la alternancia debió hacerse, pues si este país resistió setenta años de PRI y ahora sufrirá doce del PAN, bien podría haber vivido sin incendiarse un gobierno de izquierda discursiva que atemperara esa desigualdad económica, educativa y cultural creciente a pesar de todos los programas estatales, esa fenomenología colectiva que va descomponiéndose aquí y allá contra todas las proclamas de la mercadotecnia política y las encuestas sesgadas que produce la optimística república formal.
Los mismos instrumentos de opinión que unánimamente consignan la caída de López Obrador en el ánimo mayoritario del público conocedor. Y entonces afirman destacados analistas que su gran capital político ha quedado evaporado ante las equivocaciones cometidas en la estrategia posterior a la elección, desde el plantón en Reforma hasta la autoproclamada presidencia legítima y su gabinete paralelo. Algunos de ellos auguran que su reciente instrucción de no negociar la reforma fiscal presentada por el gobierno calderonista lo conducirá a la autodestrucción.
Es cierto que López Obrador es un político, es decir, un iniciado en el reino de la traición, un consumado actor que representa un papel, pero hay lo que hay y no otra cosa, así que para este columnista continúa siendo el menos dudoso de los políticos posibles. Quizá porque de verdad no se le conoce, como argumentó la sucísima campaña en su contra. Sin embargo el país ha llegado a tal punto que más valdría conocer algo inesperado a repetir lo que viene sucediendo desde hace tanto tiempo y hoy se ha recrudecido: unos cuantos se quedan con la mayor parte de la riqueza y otros muchos reciben migajas. Justifíquese como se quiera: karma nacional, destino histórico, subdesarrollo atávico, inevitabilidad idiosincrática, genoma mexicano o falta de competitividad.
Dos líderes inesperados, Marcos y López Obrador, han surgido en los últimos años para capturar la fatigada imaginación política de la izquierda. Uno fue mucho más simbólico que el siguiente, más escénico, pero los dos comparten una disolución aparente, un quedarse fuera de juego. Puede ser. Pero si hoy fueran las elecciones de hace un año yo volvería a votar por López Obrador. No es el personaje sino el significado, no es el significado sino la intención. Y a la mejor una terca perseverancia ---herencia de Franz Kafka--- en la pureza y la belleza del error.

Fernando Solana Olivares

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