LA MASA CRÍTICA / y II
Para Laura, mi morada
¿Dónde cambiarán las cosas? En lo pequeño, no en lo grande. Es una lección decisiva de la antropología: cuando los grandes órdenes humanos se derrumban sólo pueden restituirse mediante estructuras mínimas, en pequeños formatos. Lo mismo afirma la física cuántica: es en el nivel subatómico de los núcleos donde la realidad se revela extraordinaria, ambigua, contradictoria, complementaria, incomprensible superpuesta, abstracta, insólita, mágica, genial. Y minúscula, aunque sea tan grande como todo lo que hay. ¿Pequeños formatos? El amor de pareja, el interior del individuo, el pensamiento propio, la acción personal.
El dios de las pequeñas cosas, según lo nombra hermosamente la novelista hindú Arundhati Roy, fue quien inspiró a la violinista de concierto Olga Bloom para convertirla en aquel ejemplo de actividad monástica como preservación cultural contado por Morris Berman en uno de sus reveladores libros (El crepúsculo de la cultura americana, editorial Sextopiso). Ya retirada de la escena musical, en 1974 esta mujer hipotecó su departamento para comprar una vieja barcaza que estaba varada desde hacía años en el puerto de Brooklyn.
Cuando los estibadores vieron a una pequeña mujer madura ponerse a raspar y lijar el casco de la embarcación decidieron ayudarla. El resultado fue una sala de conciertos flotante, acústicamente perfecta, cálida e íntima, donde dos veces por semana desde entonces se presentan músicos de gran calidad a precios muy bajos. Olga Bloom no gana dinero con su Bargemusic, como la exitosa y pequeña sala se llama, pero obtiene una gratificación superior: la acción misma de posibilitar la ejecución en tríos o cuartetos, en pequeños formatos auditivos de esa música de cámara que ella considera un logro máximo, un epítome de la civilización, nada menos.
En sentido estricto, a ese tipo de acciones la tradición perenne las llama “no-hacer”: actuar sin esperar el resultado, actuar sin una intención ulterior. Pero en la historia que este texto narra sí hubo una discreta intención pues un cálculo previo estaba en juego, a saber: que si se formaba una masa crítica de meditadores podría afectarse de una manera positiva a la colectividad donde ello ocurriera. Y al decir positiva no se hacía referencia al bombástico concepto New Age de pensamiento positivo: yo estoy bien, tú estás bien y trivialidades así.
Se ofreció a dos grupos universitarios de jóvenes ---siempre más mujeres, siempre--- un taller de atención plena al momento presente, ejercicio psicofisiológico vulgarmente conocido como meditación. Ciudad pequeña, conservadora y recoleta, pero por lo mismo ---la realidad es paradójica--- su gente joven es esencialmente menos ignorante o culturalmente más espontánea que la de otros lugares grandes donde reina la sapiencia de la opinión positivista: sólo hablamos de lo que vemos, de lo que no vemos, no.
Entonces se meditó el lunes y el martes en tres grupos de veinte personas cada ocasión durante cuarenta minutos. Los campos de fuerza existen así los materialistas no logren tocarlos, venderlos o comprarlos. El primer día del ejercicio de yoga, de yugo, de unción del cuerpo y de la mente, hecho en una larga sala rectangular, se demostró que cualquiera puede luchar con cierto éxito contra el mono de la mente, ése que suele fijar su atención entre seis y ocho segundos promedio. La inmovilidad del cuerpo ayuda a lograr la de la mente, como lo confirmaron todas, pues predominaban ellas, las meditadoras debutantes.
Lo que se dijo fue lo usual: haremos un ejercicio de atención y concentración al mismo tiempo. El pensamiento se presenta ante la mente de tres formas sucesivas: contacto, sensación, reacción. Todo lo que se piense, se sienta, se perciba o se imagine durante el ejercicio debe ser etiquetado o nombrado en silencio: “pensando, pensando, pensando”; “oyendo, oyendo, oyendo”, etcétera. El ancla de la atención queda en el flujo respiratorio que debe recibirse y sacarse en la punta de la nariz. Ojos y boca cerrados, media flor de loto, un triángulo o una montaña el cuerpo, la columna recta y los hombros caídos como un espantapájaros. Luego la guerra santa, la yihad interior para concentrarse y desarrollar atención a los pensamientos, a la posición y a las sensaciones durante un tiempo prolongado.
La postura al meditar revela el estado síquico del practicante. Salvo una mujer ya madura y un tanto criminosa, en cuya inclinación casi tocaba el piso con la frente, todos los demás pudieron llevar a cabo con propiedad el ejercicio. Quien lo dirigía, una de las gentes participantes en esa operación de inteligencia espiritual encaminada a desarrollar en otros seres humanos campos mentales más amplios, donde puedan tomarse en cuenta algunos de aquellos millones de bits de información por segundo que el cerebro recibe y la conciencia no procesa, decidió al día siguiente introducir otra prueba adicional.
Confió en la fuerza de su intención y repitió mentalmente que estaba limpiando el espacio y convirtiéndolo en un sitio sagrado. Acaso por ello los tres grupos meditaron poderosamente en la feroz calma que sobrevino en tales momentos. Él quedó agotado pero satisfecho. Y después preparó un reporte para los escasos miembros de su logia insospechada: “Es cierto y tangible que la energía mental existe y es delicia eterna.” Le sonó un tanto críptico y cambió el tono: “Por este medio hago de su conocimiento que el experimento fue exitoso en una primera etapa. Debe considerarse entre la política indispensable de los pequeños formatos.”
Fernando Solana Olivares
¿Dónde cambiarán las cosas? En lo pequeño, no en lo grande. Es una lección decisiva de la antropología: cuando los grandes órdenes humanos se derrumban sólo pueden restituirse mediante estructuras mínimas, en pequeños formatos. Lo mismo afirma la física cuántica: es en el nivel subatómico de los núcleos donde la realidad se revela extraordinaria, ambigua, contradictoria, complementaria, incomprensible superpuesta, abstracta, insólita, mágica, genial. Y minúscula, aunque sea tan grande como todo lo que hay. ¿Pequeños formatos? El amor de pareja, el interior del individuo, el pensamiento propio, la acción personal.
El dios de las pequeñas cosas, según lo nombra hermosamente la novelista hindú Arundhati Roy, fue quien inspiró a la violinista de concierto Olga Bloom para convertirla en aquel ejemplo de actividad monástica como preservación cultural contado por Morris Berman en uno de sus reveladores libros (El crepúsculo de la cultura americana, editorial Sextopiso). Ya retirada de la escena musical, en 1974 esta mujer hipotecó su departamento para comprar una vieja barcaza que estaba varada desde hacía años en el puerto de Brooklyn.
Cuando los estibadores vieron a una pequeña mujer madura ponerse a raspar y lijar el casco de la embarcación decidieron ayudarla. El resultado fue una sala de conciertos flotante, acústicamente perfecta, cálida e íntima, donde dos veces por semana desde entonces se presentan músicos de gran calidad a precios muy bajos. Olga Bloom no gana dinero con su Bargemusic, como la exitosa y pequeña sala se llama, pero obtiene una gratificación superior: la acción misma de posibilitar la ejecución en tríos o cuartetos, en pequeños formatos auditivos de esa música de cámara que ella considera un logro máximo, un epítome de la civilización, nada menos.
En sentido estricto, a ese tipo de acciones la tradición perenne las llama “no-hacer”: actuar sin esperar el resultado, actuar sin una intención ulterior. Pero en la historia que este texto narra sí hubo una discreta intención pues un cálculo previo estaba en juego, a saber: que si se formaba una masa crítica de meditadores podría afectarse de una manera positiva a la colectividad donde ello ocurriera. Y al decir positiva no se hacía referencia al bombástico concepto New Age de pensamiento positivo: yo estoy bien, tú estás bien y trivialidades así.
Se ofreció a dos grupos universitarios de jóvenes ---siempre más mujeres, siempre--- un taller de atención plena al momento presente, ejercicio psicofisiológico vulgarmente conocido como meditación. Ciudad pequeña, conservadora y recoleta, pero por lo mismo ---la realidad es paradójica--- su gente joven es esencialmente menos ignorante o culturalmente más espontánea que la de otros lugares grandes donde reina la sapiencia de la opinión positivista: sólo hablamos de lo que vemos, de lo que no vemos, no.
Entonces se meditó el lunes y el martes en tres grupos de veinte personas cada ocasión durante cuarenta minutos. Los campos de fuerza existen así los materialistas no logren tocarlos, venderlos o comprarlos. El primer día del ejercicio de yoga, de yugo, de unción del cuerpo y de la mente, hecho en una larga sala rectangular, se demostró que cualquiera puede luchar con cierto éxito contra el mono de la mente, ése que suele fijar su atención entre seis y ocho segundos promedio. La inmovilidad del cuerpo ayuda a lograr la de la mente, como lo confirmaron todas, pues predominaban ellas, las meditadoras debutantes.
Lo que se dijo fue lo usual: haremos un ejercicio de atención y concentración al mismo tiempo. El pensamiento se presenta ante la mente de tres formas sucesivas: contacto, sensación, reacción. Todo lo que se piense, se sienta, se perciba o se imagine durante el ejercicio debe ser etiquetado o nombrado en silencio: “pensando, pensando, pensando”; “oyendo, oyendo, oyendo”, etcétera. El ancla de la atención queda en el flujo respiratorio que debe recibirse y sacarse en la punta de la nariz. Ojos y boca cerrados, media flor de loto, un triángulo o una montaña el cuerpo, la columna recta y los hombros caídos como un espantapájaros. Luego la guerra santa, la yihad interior para concentrarse y desarrollar atención a los pensamientos, a la posición y a las sensaciones durante un tiempo prolongado.
La postura al meditar revela el estado síquico del practicante. Salvo una mujer ya madura y un tanto criminosa, en cuya inclinación casi tocaba el piso con la frente, todos los demás pudieron llevar a cabo con propiedad el ejercicio. Quien lo dirigía, una de las gentes participantes en esa operación de inteligencia espiritual encaminada a desarrollar en otros seres humanos campos mentales más amplios, donde puedan tomarse en cuenta algunos de aquellos millones de bits de información por segundo que el cerebro recibe y la conciencia no procesa, decidió al día siguiente introducir otra prueba adicional.
Confió en la fuerza de su intención y repitió mentalmente que estaba limpiando el espacio y convirtiéndolo en un sitio sagrado. Acaso por ello los tres grupos meditaron poderosamente en la feroz calma que sobrevino en tales momentos. Él quedó agotado pero satisfecho. Y después preparó un reporte para los escasos miembros de su logia insospechada: “Es cierto y tangible que la energía mental existe y es delicia eterna.” Le sonó un tanto críptico y cambió el tono: “Por este medio hago de su conocimiento que el experimento fue exitoso en una primera etapa. Debe considerarse entre la política indispensable de los pequeños formatos.”
Fernando Solana Olivares
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