HIPERLEYENDO DESPACIO
Me leo un cuento a mí mismo. O tal vez lo sueño. Pero no, pues es de Antuñano, un autor argentino del siglo pasado. Se llama “Polemistas”: “Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra ‘trara’ (un trípode de hierro para la pava del mate) no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito. ‘Pago la copa para todos’, le dice el santiagueño, ‘si escribe trara’. ‘Se la juego’, contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra. De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia: ‘Clarito, trara’.”
Comprendo entonces que Albarracín cometió un error táctico: involucró a los demás en el destino de la jugada. El viejo Álvarez estaba prejuiciado de antemano y muy claritamente iba a leer en cualquier garabato la palabra trara con tal de obtener la copa gratis. Puedo recordar a un tío paterno para ilustrar la fuerza de tales impulsos. Le llamaban La Perra porque era seguido por una cauda de gorrones a las varias cantinas en las que diariamente entraba. No había ninguna apuesta gramatical mediante dichas visitas, ninguna polémica tampoco, sólo el imperativo de gastar apresuradamente y entre ajenos la fortuna familiar.
Hubo tragos para todos los parroquianos, en un caso a cargo del derrotado santiagueño, en el otro a la cuenta de mi ebrio tío. Más bien era a la nuestra, ya que mi abuela adoraba a su hijo menor y complació siempre sus caprichos, aunque el futuro pecuniario de los descendientes quedara clausurado como quedó. Varios de mis parientes todavía lamentan esa dilapidación inútil y le atribuyen la causa de sus males. No entienden que comprender la pobreza es comprenderlo todo.
Volviendo al punto, la cantina se animó luego de que el perdedor de la apuesta ordenara la ronda de tragos para los presentes. Crisanto Cabrera se sintió a sus anchas y punzó al santiagueño: “¿Ya vio, amigo? Sí se puede escribir cualquier cosa.” El otro quedó sin ganas de seguir en el debate. Hizo un gesto seco y pretendió irse. Cabrera le cerró el paso y con buenas razones lo forzó a estar. Total se animó. “¿Sabe qué no puede escribirse?”, preguntó con el aplomo de antes. Alrededor de la barra varios oyeron la historia que a continuación contó.
“Un dios del Indostán, afligido por el celibato, solicitó a otro dios que le prestara una de sus 14,516 mujeres. Éste aceptó diciéndole que tomara aquella que estuviera desocupada. El dios célibe visitó 14,516 palacios y en ellos vio yacer el mismo número de veces al señor con la señora, cada una de las cuales creía ser la única en estar gozando de sus favores.”
El corro de bebedores se rió por mero compromiso masculino. La palabra yacer los perturbaba. Cabrera entró al quite: “¿Y luego, amigo? Si lo está hablando, es que puede escribirlo.” Su autoridad erudita en la escritura y la fonética, según el consenso parroquial al respecto, no dejaba lugar a confusión. Pero el otro porfió en sus argumentos. Explicó que las pocas palabras que había dicho contenían muchas cosas guardadas, desde los nombres de los dioses y de las 14,516 esposas, los modos de yacer con cada una, los términos de los miles de palacios, hasta la forma de las beldades, sus gracias respectivas, sus vestidos y joyas.
El viejo Álvarez, también analfabeto, se sentía culpable de favorecer en la apuesta a Cabrera, quien en secreto le antipatizaba, por causa de un miserable trago. Así que sentenció, con la misma voz de trueno de un rato atrás: “Está clarito, hay cosas que sin decirse se dicen, sí hay palabras que no se escriben.” El poder del consenso puede lo mismo cambiar de manos. Crisanto Cabrera sintió una punzada aristotélica: el drama trágico de perder lo que apenas hace un instante tuviera, la autoridad incuestionable en su materia.
Fue cuando cambió de táctica. “Entiendo, amigo, pero déjeme participar”, dijo a Albarracín y no a Álvarez, pues percibía que ese hombre no era confiable. Y contó la historia de un rey de Babilonia que mandó a sus grandes sabios y poderosos magos construir un laberinto donde cualquiera se extraviara. Invitó a su reino al rey de Arabia y mediante engaños lo hizo pasar al espanto que había urdido. Después de horas o acaso días terribles la intervención de Alá lo liberó. El rey ofendido marchó a su tierra, juntó sus ejércitos y regresó. Cuando hizo preso al babilonio lo llevó a sus desiertos y le dijo: tú me perdiste en un fatigoso laberinto de bronce, puertas y escaleras; yo te muestro ahora el mío, donde no hay puertas que abrir, escaleras que subir o muros que saltar. Ordenó abandonarlo en el desierto donde murió de hambre y sed.
El santiagueño creyó que ahora él llevaba la iniciativa en la polémica. Miró a Cabrera con cierta burla en los ojos y le pidió que se rindiera. Estoy seguro que ni mi tío ni mi abuela se rindieron en su afán de tirar el dinero de todos, Cabrera tampoco lo iba a hacer. “Se la juego a lo que quiera”, dijo Albarracín, viéndolo entercado, “que en lo que dijo faltan cuestiones: no está dicho cómo es un desierto, entonces hay palabras que no se escriben.” “Clarito está hablando”, dijo Álvarez, contento por haber cambiado de bando a tiempo.
Lo leí o lo soñé, no lo sé. Pero supongo que Cabrera no contestó el reto. Mi tío La Perra sí, en cambio. Aquél salió de la cantina y éste se metió a todas.
Fernando Solana Olivares
Comprendo entonces que Albarracín cometió un error táctico: involucró a los demás en el destino de la jugada. El viejo Álvarez estaba prejuiciado de antemano y muy claritamente iba a leer en cualquier garabato la palabra trara con tal de obtener la copa gratis. Puedo recordar a un tío paterno para ilustrar la fuerza de tales impulsos. Le llamaban La Perra porque era seguido por una cauda de gorrones a las varias cantinas en las que diariamente entraba. No había ninguna apuesta gramatical mediante dichas visitas, ninguna polémica tampoco, sólo el imperativo de gastar apresuradamente y entre ajenos la fortuna familiar.
Hubo tragos para todos los parroquianos, en un caso a cargo del derrotado santiagueño, en el otro a la cuenta de mi ebrio tío. Más bien era a la nuestra, ya que mi abuela adoraba a su hijo menor y complació siempre sus caprichos, aunque el futuro pecuniario de los descendientes quedara clausurado como quedó. Varios de mis parientes todavía lamentan esa dilapidación inútil y le atribuyen la causa de sus males. No entienden que comprender la pobreza es comprenderlo todo.
Volviendo al punto, la cantina se animó luego de que el perdedor de la apuesta ordenara la ronda de tragos para los presentes. Crisanto Cabrera se sintió a sus anchas y punzó al santiagueño: “¿Ya vio, amigo? Sí se puede escribir cualquier cosa.” El otro quedó sin ganas de seguir en el debate. Hizo un gesto seco y pretendió irse. Cabrera le cerró el paso y con buenas razones lo forzó a estar. Total se animó. “¿Sabe qué no puede escribirse?”, preguntó con el aplomo de antes. Alrededor de la barra varios oyeron la historia que a continuación contó.
“Un dios del Indostán, afligido por el celibato, solicitó a otro dios que le prestara una de sus 14,516 mujeres. Éste aceptó diciéndole que tomara aquella que estuviera desocupada. El dios célibe visitó 14,516 palacios y en ellos vio yacer el mismo número de veces al señor con la señora, cada una de las cuales creía ser la única en estar gozando de sus favores.”
El corro de bebedores se rió por mero compromiso masculino. La palabra yacer los perturbaba. Cabrera entró al quite: “¿Y luego, amigo? Si lo está hablando, es que puede escribirlo.” Su autoridad erudita en la escritura y la fonética, según el consenso parroquial al respecto, no dejaba lugar a confusión. Pero el otro porfió en sus argumentos. Explicó que las pocas palabras que había dicho contenían muchas cosas guardadas, desde los nombres de los dioses y de las 14,516 esposas, los modos de yacer con cada una, los términos de los miles de palacios, hasta la forma de las beldades, sus gracias respectivas, sus vestidos y joyas.
El viejo Álvarez, también analfabeto, se sentía culpable de favorecer en la apuesta a Cabrera, quien en secreto le antipatizaba, por causa de un miserable trago. Así que sentenció, con la misma voz de trueno de un rato atrás: “Está clarito, hay cosas que sin decirse se dicen, sí hay palabras que no se escriben.” El poder del consenso puede lo mismo cambiar de manos. Crisanto Cabrera sintió una punzada aristotélica: el drama trágico de perder lo que apenas hace un instante tuviera, la autoridad incuestionable en su materia.
Fue cuando cambió de táctica. “Entiendo, amigo, pero déjeme participar”, dijo a Albarracín y no a Álvarez, pues percibía que ese hombre no era confiable. Y contó la historia de un rey de Babilonia que mandó a sus grandes sabios y poderosos magos construir un laberinto donde cualquiera se extraviara. Invitó a su reino al rey de Arabia y mediante engaños lo hizo pasar al espanto que había urdido. Después de horas o acaso días terribles la intervención de Alá lo liberó. El rey ofendido marchó a su tierra, juntó sus ejércitos y regresó. Cuando hizo preso al babilonio lo llevó a sus desiertos y le dijo: tú me perdiste en un fatigoso laberinto de bronce, puertas y escaleras; yo te muestro ahora el mío, donde no hay puertas que abrir, escaleras que subir o muros que saltar. Ordenó abandonarlo en el desierto donde murió de hambre y sed.
El santiagueño creyó que ahora él llevaba la iniciativa en la polémica. Miró a Cabrera con cierta burla en los ojos y le pidió que se rindiera. Estoy seguro que ni mi tío ni mi abuela se rindieron en su afán de tirar el dinero de todos, Cabrera tampoco lo iba a hacer. “Se la juego a lo que quiera”, dijo Albarracín, viéndolo entercado, “que en lo que dijo faltan cuestiones: no está dicho cómo es un desierto, entonces hay palabras que no se escriben.” “Clarito está hablando”, dijo Álvarez, contento por haber cambiado de bando a tiempo.
Lo leí o lo soñé, no lo sé. Pero supongo que Cabrera no contestó el reto. Mi tío La Perra sí, en cambio. Aquél salió de la cantina y éste se metió a todas.
Fernando Solana Olivares
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