Sunday, December 30, 2007

DÍA DE LOCOS / I

El despertador suena a las cuatro de la inclemente mañana. Es la misma hora en la que el monje budista U Nandisena comienza la primera meditación de su jornada, concentrado e inmóvil en un silencioso monasterio cobijado por los bosques de niebla veracruzanos, muy lejos de donde yo estoy. Desde niño detesto levantarme en la madrugada: una de las imágenes mentales más tempranas de mi autoconmiseración consiste en verme a los cinco años esperando el camión de la escuela rodeado por la noche todavía obscura. Da lo mismo, pues tantas cosas que hacemos no nos gustan.
Lo que empieza bien así acaba, propone la regla analógica. Entonces la teoría del principio funciona adecuadamente, los suyos son pequeños signos a tomar en cuenta, nanoacontecimientos que podrán ser determinantes. El viaje que emprenderé es casi de relojería, de tal modo que lo que ocurra en este instante marcará lo que venga después: llega el taxi a las 5:30 puntuales, acción mínima ante la costosa tarifa que cobra; me despido de mi mujer, esa princesa que todos estos años me ha dado algo al partir y quien ahora me entrega dos galletas energéticas y dos mandarinas para la travesía, junto con su amorosa bendición.
Salimos del camino rural hasta la carretera secundaria y más adelante entroncamos con la super, otro fraude carretero neoliberal pero que nos llevará más rápido al aeropuerto de Aguascalientes, desde el cual a las 07:15 volaré al de la Ciudad de México para de ahí salir a las 10:00 horas hacia Monterrey. El chofer del taxi, uno de los únicos tres que dan servicio en el pueblito alteño vecino a mi casa, no para de conversar acerca de trocas, migrantes, narcos u otras dejadas que recién ha tenido: la aldea y su runrún.
La terminal de Aguascalientes luce llena de pasajeros desmañanados y es al verlos cuando resuelvo un dilema que tuve ayer mientras cavilaba sobre este viaje: qué elegir para las cosas que suelo cargar a modo de objetos transicionales: un libro, una libreta, una pluma de repuesto, unos lentes y su estuche, una agenda, dos mandarinas, dos galletas energéticas, etc. Me doy cuenta que la bolsa verde escogida para ello no viene al caso. Parece ser la de un joyero con piedras valiosas en su interior, o mejor, la del mensajero de uno de ellos. Decido entonces que así seré considerado. La experiencia enseña que uno siempre es otro para los otros, no importa el autoconcepto que se tenga porque tal cuestión no existe para los demás.
Aunque aquí están aguardando unos sujetos cuyo autoconcepto calza muy bien con la imagen pública que ofrecen. Todos llevan traje negro, portafolio negro y cabello lustroso y negro. La diferencia entre sus corbatas no es más que una variante de la uniformidad. Son ejecutivos metrosexuales viajeros, desde jóvenes hasta maduros, cuya prótesis para moverse en estos nuevos espacios resulta ser un teléfono celular. Lo ven, lo acarician, lo contemplan y constantemente lo utilizan. Mi bolsita de lona verde, que con dificultad puedo colgarme del hombro, resalta como una anacronía en la que los hombres de negro reparan apenas con indiferente extrañeza.
Ya me he zambullido en este mundo del que entro y salgo, pues yo vivo o en la retaguardia de la época o en la vanguardia que será pasado mañana, porque aún no lo es. Podría decirse, sin que fuera exacto, que significa un dilema clásico entre el santo oculto y el héroe público, entre quien vive apartado, una microminoría, y quien vive en generalizada sociedad. Pero cuento con una ventaja equivalente a la invisibilidad: ninguno de estos ejecutivos posmodernos concibe que exista otra opción existencial distinta a la suya. Así que aunque me vean distinto piensan que debo ser pariente lejano pero pariente al fin de su propia clasificación operativa. Acaso les sobrevenga una duda al observar que no cuento con celular. Debo de traerlo guardado, concluirán.
Cada vez que subo a un avión por la escalerilla como ahora recuerdo algún antiguo filme en blanco y negro. La uña del sol quemante asoma a la distancia y todos volamos apeñuscados en los microasientos del avión, máquina capitalista que busca extrema plusvalía y ofrece un mezquino refrigerio de dos microgalletas y una microbebida antes de hacernos bajar en una posición remota del atestado y lento aeropuerto capitalino. Me voy, me voy, se me hace tarde hoy. Miles de conejos de Alicia febriles se apresuran por los corredores y llenan las salas multiraciales y cosmopolitas.
El mensaje tácito de prácticamente todos los viajeros solitarios es déjenme en paz. Se respira aquello que los freudianos y sus continuadores llaman alteridad: el hecho inquietante de estar entre los otros desconocidos, pues si los otros que son conocidos la producen, los otros-otros que nunca se han visto la producen más. A tiempo se anuncia en la pantalla la sala de abordaje de mi vuelo, cubro los trámites y surco un cielo lleno de aborregadas nubes, sentado encima de unos cuantos centímetros de espacio y leyendo un par de páginas de George Steiner, hasta llegar a las 11:00 horas a Monterrey.
Me desvío por un largo corredor del puerto aéreo que lleva a la salida internacional. Un guardia aduanero me cierra el paso y acepta dejarme pasar si meto mi bolsa por su máquina detectora. Es un rápido acuerdo a la mexicana, inclusive en esta ciudad que escasamente parece ser México. El milagro económico regiomontano ya presenta cuarteaduras que se muestran mientras circulo en un taxi hacia el lugar donde voy a cumplir el encargo que me dieron: analizar una exposición.

Fernando Solana Olivares

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