Sunday, December 30, 2007

DÍA DE LOCOS / y II

El taxista que me lleva a mi destino es poco comunicativo. Las ciudades pueden clasificarse según la abundancia o la parquedad de la charla de sus choferes de taxi. Lo que de ello se derive sociológicamente es tan arbitrario como este periplo donde pasa a toda velocidad el desarrollo inmobiliario, las grandes factorías, los hoteles gabachos, los malls, sus modernas vías de acceso: aquella arquitectura posmoderna del decorado vacío y la sociedad del espectáculo. De pronto, la visión de un multifamiliar ruinoso y lleno de gente empobrecida introduce la verdad del “progreso” capitalista regiomontano: harto desigual y bien descombinado.
Me persigue una sensación de ocaso exacerbada ahora, pues también es una tendencia recurrente de mis pensamientos, por la lectura del maestro Steiner y una de sus corrosivas imágenes: la época es como aquel restaurante donde un mesero sorpresivamente anuncia a los comensales: “Señoras, señores, estamos cerrando.” Pero aquí me abren la puerta, aunque el guardia del recinto al cual voy no se muestre ni amable ni amistoso. Quizá calibra con sospecha mi bolsita de lona verde y teme elaborar la hipótesis de lo que contiene.
En cambio mis agradables y educadas anfitrionas, la directora y la coordinadora de exposiciones del Museo de Historia Mexicana, me reciben cortesmente y después me guían por el edificio vacío empleando el discreto encanto de su género, imprescindible en estos sitios, hasta llevarme a las puertas de la muestra que vengo a ver: Buda Guanyin. Tesoros de la compasión. Me dejan en ella solo y a mis anchas. Durante dos horas deambulo entre la estatuaria budista china, observo sus figuras, me sumerjo entre sus formas, escucho los sonidos ambientales que la exposición incluye, veo las interesantes imágenes de posiciones de manos (mudras) y posturas (asanas), miro en el piso de las salas impresiones lumínicas de signos y atributos budistas, ingreso a una sala multimedia en forma de estupa y descubro una exacta instalación que alude a la leyenda de las cuatrocientas sombrillas que el Buda recibió de tal número de deidades, y que para agradecerlas debidamente se multiplicó un igual número de veces. Me fascina lo que veo.
Debo trabajar, sin embargo. Percibo un subtexto que luego consignaré en mi reporte. La extraña potencia emergente china, dominadora de un mundo que no le importa depredar para su monstruoso crecimiento (600 millones de vehículos a vender próximamente en el planeta: entonces estará concluida su industrialización), hace diplomacia cultural y propone un subtexto publicitario a través de este exquisito arte sagrado: el vínculo histórico entre China y Tíbet se enfatiza, lo mismo que la sugerida normalidad budista en ese país. Los chinos recién persiguieron ferozmente a un culto meditativo y durante el maoísmo toda práctica religiosa estuvo prohibida. Hace más de cincuenta años invadieron el Tíbet, expulsaron a su autoridad legítima, el Dalai Lama, y masacraron el budismo tibetano y a sus miembros, destruyeron monasterios y escrituras milenarias, apresaron y mataron monjes, instalaron bares y zonas rojas alrededor del Potala, llevaron colonos chinos, contaminaron las cumbres del País de las Nieves, etcétera. Y de pronto todo parece estar terso y resultar habitual. Hay más por discurrir: la condición china de diosa en una ciencia del espíritu como el budismo que postula un ateísmo religioso. En fin.
El Buda de la compasión supera, desde luego, estas dramáticas, unas, y otras sólo conceptuales, aunque todas relativas cuestiones. Pienso otras cosas: en Alexandra David-Néel, quien contaba que muy joven y estando en el Museo Guimet de París miró la sonrisa de un Buda y se convirtió. No deja de ser operativa la doctrina de la aparición simultánea. Escribiré en mi reporte que esta exposición será un acontecimiento cultural, estético y tal vez espiritual para muchos de sus visitantes. Exhibida en el Castillo de Chapultepec, como lo será, promete significar una ocasión visual y cognitiva extraordinaria.
Luego salgo al mundanal ruido regiomontano. El Cerro de la Silla oculta entre nubes su cima de media luna y otro taxista me lleva al aeródromo, como le pido, nada más por mamón. Este es más elemental que el anterior, pero logro averiguar que nació veracruzano y cuenta con dos hijos muchachotes y excursionistas que lo han llevado hasta arriba de la media luna que en el nublado día no se deja ver.
Ordeno mis ideas en la terminal aérea, escribo algunas líneas y saludo a un hombre poderoso que llevaba tiempo de no encontrar. Nos tratamos como siempre, aparentando que nos conocemos más. Luego el tiempo me envuelve, comprimido a las 18:00 horas en el avión que se demora en salir de Monterrey, en llegar al Benito Juárez y en bajar al pasaje. Salto al primer camioncito que al fin va por nosotros hasta la posición sumamente remota donde estamos a las 20:15, cinco minutos antes de la salida de mi último avión a Aguascalientes, destino urgente y final del día de locos: todos estamos locos, pero hay quienes lo saben, son escasos, y hay muchos que no.
Mi tranquilidad búdica comienza a resquebrajarse. Sólo confío en que la diosa Guanyin suspenda el inclemente gotear de los instantes en esta estación atiborrada, que parece operar con alfileres, y detenga mi avión hasta que yo suba a él. Encuentro por puro instinto un atajo providencial, el guardia me deja pasar y en una esforzada carrera sorteo el mostrador y subo al aparato. Vuelo por la noche y entonces llego: mi mujer está ahí.

Fernnado Solana Olivares

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