Wednesday, March 31, 2010

LOS SANTOS SIN HUELLA / y II

Lo mismo que aquellos quienes han sabido que el secreto de todo gran logro consiste en el abandono de sí, Simon Weil también creyó que la atención es el agente moral activo en el mundo y al mismo tiempo el instrumento capaz de percibir el sentido de los planos generales de la vida y de sus detalles, escalas donde debe intentarse la tarea de ver plenamente, de mirar con penetración. Por eso indagó en el mundo del trabajo, de la mundanidad de la persona, en los cuales encontraba no sólo el camino de la simplicidad sino el espacio de la vida concreta, lugar indispensable para investigar el mal y el bien así como lo sagrado en lo profano, para experimentar su recolección y recuperar el misterio sobre lo existente que la ciencia-técnica ha desvanecido casi del todo en la modernidad racionalista.
“Aunque pudiéramos ser como Dios ---escribió---, valdría más ser parte del barro que le obedece”. Weil compartía así la certeza de que la condición humana era una vía de conocimiento privilegiado a través del dolor, la necesidad y la desdicha, que ni siquiera los dioses podían recorrer. Para esta mujer olvidada de sí y volcada en los otros, el sufrimiento era la clave de la transformación individual: “Estoy convencida de que la desdicha, por una parte, y la alegría como adhesión total y pura a la perfecta belleza, por otra, implicando ambas la pérdida de la existencia personal, son las dos únicas claves por las que se entra en el país puro, en el país respirable, en el país de lo real”.
Debían amarse la desdicha y la necesidad, afirmaba, porque en ellas reside el secreto para comprender la gracia del amor de Dios ---ese campo semántico inagotable--- y saltar por encima de la irresoluble pregunta que carece de sentido en cuanto tal: ¿por qué las cosas son como son? La belleza del mundo surge cuando se reconoce que la sustancia del universo es la necesidad y que su esencia está depositada en el ser obediente a un amor divino, el cual es sabio aunque parezca incomprensible.
De tal manera Weil disolvió y coaguló las imperfectas etapas reflexivas y somáticas de los intelectuales de su época, e hizo consigo misma, con su pensamiento y con sus hechos, lo que tantos otros sólo vislumbraron pálidamente a través de la reflexión o la literatura: amar a Dios, una denominación que usamos para referirnos al espíritu porque no tenemos otra, y amar sus oscuros designios aun en un tiempo histórico donde parece no estar. Todos los cuerpos caen, pero al percibir compasivamente al mundo no con el cerebro sino con el alma, el cuerpo y la obra de Weil ascendieron al santo logro del país respirable: la poderosa y atenta comprensión.
“He usado la palabra atención, que tomo prestada de Simone Weil ---escribió Iris Murdoch, una más entre los muchos lectores deslumbrados de esta mística del siglo veinte---, para expresar la idea de una justa y amorosa mirada hacia la realidad individual. Creo que ésta es la característica distintiva del agente moral en acción. La atención se ve recompensada. El amor que da la respuesta adecuada es un ejercicio de justicia y realismo y es realmente mirar. La dificultad consiste en mantener la atención fija en la situación real, e impedir que vuelva subrepticiamente hacia el yo con consolaciones auto-lastimeras, resentimientos, fantasías y desesperaciones”. La misma Murdoch afirmaba que “es una tarea llegar a ver el mundo como es”. Teresa de Ávila no pedía a sus discípulas graves o profundas consideraciones conceptuales: “Os pido sólo que miréis”, les decía, lo mismo que el Buda a los suyos: “En lo que se ve, debería estar sólo lo que se ve”.
Dicha palabra mántrica, la atención, un eje determinante de la acción del individuo en el mundo, fue reiterada por Simone Weil al conocer el budismo tibetano a través de los testimonios de otra mujer extraordinaria, contemporánea suya, Alexandra David-Néel. Entonces equiparó lo que designaba como el estado de “no lectura”, un rechazo lúcido de las significaciones que el individuo encuentra en sus sensaciones, un rechazo de aquellas “lecturas” opinativas sobre lo real, con el estado de conciencia superior llamado tharpa por la tradición meditativa tibetana: “El tharpa es la ausencia de toda creencia, de toda imaginación, la cesación de la actividad (mental) que crea espejismos”.
Estudiosos del pensamiento de Weil como Joël Janiaud aceptan que es tan díficil pensar en una purificación así tanto como en una conciencia individual liberada de toda perspectiva. Sin embargo, y aunque esta filósofa de lo trascendente en lo cotidiano alguna vez escribió que “los santos no dejan huella”, los rastros practicables de su obra representan ahora anchas avenidas para transitar hacia la transformación individual.
“La atención es toda la fuerza del espíritu. La única fuerza que es nuestra”, proclamó durante un curso escolar dictado hace años que parecen ocurrir precisamente hoy. Tal virtud es lo mismo una plegaria que un trabajo. Un esfuerzo y un logro. Un sacrificio y una realización. Un desinterés por los frutos del acto, un desprendimiento superior. Si todos los problemas nacen de la falta de atención, según postula el budismo Zen, todas las soluciones están en ella. La Virgen roja lo supo y lo llevó a cabo para sí misma y los otros. Esta es la única respuesta cabal a nuestros tiempos tardomodernos infernales: la heroica atención plena al momento presente. O como Simone Weil lo sintetizaría: una política de la atención social e individual “intensa, pura, sin móvil, gratuita, generosa. Y esta atención es amor”.

Fernando Solana Olivares

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