HABLANDO DEL ESPÍRITU /Y II.
Muchas otras generaciones en la modernidad anteriores a la nuestra han debido encarar una disyuntiva: reconciliarse con su tiempo histórico o bien repudiarlo. Hegel le llamó a tal dilema la “unificación viril con el tiempo”, es decir, con la historia, y al resolverlo aceptando superar la escisión entre la existencia interior subjetiva y la objetividad de la realidad exterior —según anota Mircea Eliade en su Diario— señaló que no sentir al mundo como la propia casa es más que una desdicha personal: es una “no verdad”, pues el destino más terrible consiste en no tener destino.
Albert Camus lo formuló a su manera hace más de setenta años: el problema de nuestra generación no es reconstruir el mundo sino impedir que se deshaga. El mundo de estos días está deshecho y la generación de Camus no logró su cometido: nos toca entonces a nosotros reconstruirlo, volverlo a hacer, o bien presenciar su destrucción completa y destruirnos junto con él. El origen de todo esto, un mundo donde el infierno se movió de lugar para surgir precisamente aquí y ahora, hay quienes lo ubican en la “deificación” del hombre iniciada en el Renacimiento occidental hace quinientos años y la exaltación de la ciencia-técnica como única verdad absoluta, visiones ideológicas que derivarían en el feroz y reductivo materialismo hegemónico de los días aciagos que hoy corren (“No existe nada ajeno a la naturaleza y a los seres humanos”, escribiría Engels celebrándolo).
Giordano Bruno, el filósofo italiano quemado vivo por la Inquisición en 1600 acusado de herejía, sobre todo por haber aceptado y reconocido la autenticidad religiosa del paganismo, intuyó desde entonces el misterio de la retirada de Dios del mundo y su transformación (Mircea Eliade, Diario) en un dios ausente, un deus otiosus, desinteresado del mundo y lejano a la historia de los pueblos —aunque no lejano al Cosmos mismo, a cada ser en cuanto tal y en su unidad con los otros, a la historia general de todos ellos y a sus fenómenos biológicos—. Este eclipse del Espíritu —imposible de postularse para la racionalidad humana, la cual cree que lo único verdadero y existente es aquello que puede ser comprendido en los términos de esa misma racionalidad, al modo de una tautología elemental— es mucho más antiguo aún, pues se cree propio de todas las culturas que construyen una “civilización”.
He aquí entonces la paradoja: ¿cómo construir una nueva civilización donde haya cabida para ese campo semántico inagotable del Espíritu que por no tener otra palabra para denominarlo se ha llamado “Dios”, y que ha sido caricaturizado (o materializado) históricamente en religiones antropocéntricas dominadas por supuestos intermediarios morales de lo divino que afirman representarlo y hablar en su nombre, así lo que prediquen y sancionen como bueno o malo ya no sirva para resolver, mejorar o meramente tolerar la atroz realidad contemporánea?
Ciertos autores y corrientes de pensamiento pueden conducirnos hacia un nuevo modelo cultural y mental. Por ejemplo, aquellos científicos que refutan la estrecha concepción materialista donde se considera a la realidad como una suma de objetos y cosas inertes, meramente externas y perceptibles solamente a través de los sentidos. Algunos de sus postulados son tan asombrosos como antiguos, y se empalman con una perspectiva teológica que está más allá de lo religioso y con una visión espiritual que supera las burdas reducciones devocionales. El Espíritu es entonces la Conciencia cósmica, y por conciencia se entiende todo aquello que puede percibirse a sí mismo en su unidad y en sus detalles —“que puede decir con propiedad ‘yo’ puesto que se halla presente en sí mismo”, explica Raymond Ruyer, quien glosa estos postulados.
Lo que constituye al Universo son formas conscientes de ellas mismas y la interacción de estas formas entre sí por medio de la mutua información. “El Universo es, pues, en su conjunto y en su unidad, consciente de sí mismo”, afirma Ruyer, para señalar que el mundo ha sido hecho por el Espíritu, el cual crea la materia, la constituye, está en la misma, pues la materia es, sustancialmente, una apariencia, un subproducto de la multiplicidad. De ahí puede hablarse, entonces, de la persona humana episódica y aceptar, como diversas tradiciones espirituales lo proponen, que lo único permanente es lo impermanente, que lo único estable es la mutación incesante, que la única verdad humana y física es la transitoriedad.
Es cierto que todo lo anterior puede ser una mera abstracción insuficiente todavía para resolver las urgencias tangibles de un mundo cultural, político, económico y social inmediato que se desploma sin ofrecer sentido alguno a quienes existen en él. Pero si el juego humano consiste en vivir como si la vida tuviera sentido, acaso estas tan inéditas como arcaicas certezas contengan, a la manera de una doctrina de la aparición simultánea, el germen de otra sociedad. La filosofía perenne asegura que el fin de un mundo sólo es el fin de una ilusión. Y el poeta escribe que en el mal extremo también puede hallarse la salvación. No se trata de un nuevo humanismo: para encontrarnos con el Espíritu requerimos de otro teocentrismo, de otra teología donde se busque (y se encuentre) a Dios tanto en el interior como en el exterior del sujeto, al mismo tiempo y a la vez.
En esas partes histórica y racionalmente selladas de la psique humana que hoy algunos vuelven a descubrir. El Espíritu sigue aguardando su manifestación desde ellas, durante siglos estuvo escondido pero nunca se fue.
Fernando Solana Olivares.
Albert Camus lo formuló a su manera hace más de setenta años: el problema de nuestra generación no es reconstruir el mundo sino impedir que se deshaga. El mundo de estos días está deshecho y la generación de Camus no logró su cometido: nos toca entonces a nosotros reconstruirlo, volverlo a hacer, o bien presenciar su destrucción completa y destruirnos junto con él. El origen de todo esto, un mundo donde el infierno se movió de lugar para surgir precisamente aquí y ahora, hay quienes lo ubican en la “deificación” del hombre iniciada en el Renacimiento occidental hace quinientos años y la exaltación de la ciencia-técnica como única verdad absoluta, visiones ideológicas que derivarían en el feroz y reductivo materialismo hegemónico de los días aciagos que hoy corren (“No existe nada ajeno a la naturaleza y a los seres humanos”, escribiría Engels celebrándolo).
Giordano Bruno, el filósofo italiano quemado vivo por la Inquisición en 1600 acusado de herejía, sobre todo por haber aceptado y reconocido la autenticidad religiosa del paganismo, intuyó desde entonces el misterio de la retirada de Dios del mundo y su transformación (Mircea Eliade, Diario) en un dios ausente, un deus otiosus, desinteresado del mundo y lejano a la historia de los pueblos —aunque no lejano al Cosmos mismo, a cada ser en cuanto tal y en su unidad con los otros, a la historia general de todos ellos y a sus fenómenos biológicos—. Este eclipse del Espíritu —imposible de postularse para la racionalidad humana, la cual cree que lo único verdadero y existente es aquello que puede ser comprendido en los términos de esa misma racionalidad, al modo de una tautología elemental— es mucho más antiguo aún, pues se cree propio de todas las culturas que construyen una “civilización”.
He aquí entonces la paradoja: ¿cómo construir una nueva civilización donde haya cabida para ese campo semántico inagotable del Espíritu que por no tener otra palabra para denominarlo se ha llamado “Dios”, y que ha sido caricaturizado (o materializado) históricamente en religiones antropocéntricas dominadas por supuestos intermediarios morales de lo divino que afirman representarlo y hablar en su nombre, así lo que prediquen y sancionen como bueno o malo ya no sirva para resolver, mejorar o meramente tolerar la atroz realidad contemporánea?
Ciertos autores y corrientes de pensamiento pueden conducirnos hacia un nuevo modelo cultural y mental. Por ejemplo, aquellos científicos que refutan la estrecha concepción materialista donde se considera a la realidad como una suma de objetos y cosas inertes, meramente externas y perceptibles solamente a través de los sentidos. Algunos de sus postulados son tan asombrosos como antiguos, y se empalman con una perspectiva teológica que está más allá de lo religioso y con una visión espiritual que supera las burdas reducciones devocionales. El Espíritu es entonces la Conciencia cósmica, y por conciencia se entiende todo aquello que puede percibirse a sí mismo en su unidad y en sus detalles —“que puede decir con propiedad ‘yo’ puesto que se halla presente en sí mismo”, explica Raymond Ruyer, quien glosa estos postulados.
Lo que constituye al Universo son formas conscientes de ellas mismas y la interacción de estas formas entre sí por medio de la mutua información. “El Universo es, pues, en su conjunto y en su unidad, consciente de sí mismo”, afirma Ruyer, para señalar que el mundo ha sido hecho por el Espíritu, el cual crea la materia, la constituye, está en la misma, pues la materia es, sustancialmente, una apariencia, un subproducto de la multiplicidad. De ahí puede hablarse, entonces, de la persona humana episódica y aceptar, como diversas tradiciones espirituales lo proponen, que lo único permanente es lo impermanente, que lo único estable es la mutación incesante, que la única verdad humana y física es la transitoriedad.
Es cierto que todo lo anterior puede ser una mera abstracción insuficiente todavía para resolver las urgencias tangibles de un mundo cultural, político, económico y social inmediato que se desploma sin ofrecer sentido alguno a quienes existen en él. Pero si el juego humano consiste en vivir como si la vida tuviera sentido, acaso estas tan inéditas como arcaicas certezas contengan, a la manera de una doctrina de la aparición simultánea, el germen de otra sociedad. La filosofía perenne asegura que el fin de un mundo sólo es el fin de una ilusión. Y el poeta escribe que en el mal extremo también puede hallarse la salvación. No se trata de un nuevo humanismo: para encontrarnos con el Espíritu requerimos de otro teocentrismo, de otra teología donde se busque (y se encuentre) a Dios tanto en el interior como en el exterior del sujeto, al mismo tiempo y a la vez.
En esas partes histórica y racionalmente selladas de la psique humana que hoy algunos vuelven a descubrir. El Espíritu sigue aguardando su manifestación desde ellas, durante siglos estuvo escondido pero nunca se fue.
Fernando Solana Olivares.
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