Saturday, June 11, 2011

LA VICTORIA DEL FRACASO.

En alguna parte de El Danubio, ese libro inagotable de Claudio Magris escrito entre las márgenes del río histórico, deidad heracliteana fluyente donde sucede la crónica, la oscura desbandada de la existencia, el autor triestino se encuentra con una antigua condiscípula, quien le cuenta cómo ha sido su vida hasta entonces. La mujer se confiesa cansada ya de significar para los otros un apoyo constante, una proveeduría permanente, un invariable dar. No le agobia la tarea misma, la cual acepta con discreta nobleza y asume como un destino que estoicamente cumplirá hasta el último de sus días, sino lo que a cambio de hacerla ha venido recibiendo: el egoísmo indiferente de tantos de sus beneficiarios, quienes nunca reparan en las necesidades de ella misma, nunca le preguntan sobre sus circunstancias, nunca se interesan en su situación.
Dicho encuentro ilustra el drama humano de la no reciprocidad, la paradoja de aquellos sujetos que son fuertes y por tal razón, sin ellos quererlo, hacen creer a los otros que nada necesitan. Si el esquema ideal de las relaciones humanas es una dialéctica entre el servir al prójimo y ser servido por él, los seres fuertes y dadivosos como la antigua condiscípula de Magris han venido al mundo principalmente para obrar al servicio de los demás. Extraña pasión de una fortaleza mental y anímica cuyo camino se transita sin vía de regreso: la generosidad.
La mujer danubiana no se queja de tal circunstancia delante del amigo de juventud, simplemente reconoce el desaliento moral que le produce su invariable repetición. ¿Cómo explicar ese fenómeno tan humano: dar a manos llenas y no recibir proporcionalmente, hacer mucho y obtener tan poco, demostrar tanto y no convencer a nadie? Un modo, acaso, sea volver a hurgar en una entrada del Diario de Giovanni Papini, cuando el viejo escritor, casi ciego y al fin convertido en sabio por los infortunios de su biografía, el 17 de diciembre de 1946 escribió: “Uno de los motivos principales de la desdicha de los mejores es la espera en los demás: esperan siempre ---afecto e inteligencia--- más de lo que pueden darles los demás. Algunos no dan por avaricia espiritual, o dan menos de lo que podrían dar. La mayor parte son tan pobres que tratan de recibir, pero no pueden dar porque no poseen sentimientos, ni inteligencia. Quien mucho tiene y mucho da se imagina fácilmente que los demás están hechos como él, y se engaña, porque no advierte, o lo advierte demasiado tarde, que es una excepción. Quien de joven se ilusionó menos, menos desilusionado estará de viejo”.
Meses después, el 7 de abril del año siguiente, el soberbio hacedor verbal que advirtió a tiempo la derrota moderna de los titanes y el hediondo triunfo de los pigmeos actuales, consignaría: “Ahora tengo el derecho a sacar la conclusión, tras repetidas experiencias, de que sufrí los más graves e injustos dolores precisamente de aquellos a quienes traté de dar con afecto y beneficios las mayores alegrías. ¿Acaso debemos pagar con el propio pesar la dicha que pretendemos dar a los demás? ¿O es un error proporcionar alegría?” La ayuda, el amparo, la enseñanza, la provisión, el interés, el cuidado: sinónimos todos de esa alegría.
Estos son anales del desencanto de los más dotados, registros de la pureza y belleza de su fracaso, como diría Walter Benjamin, cuyas acciones, gratuitas por generosas y erróneas en consecuencia, deben corresponder a una secuela posterior, trascendente, escatológica, y de tal modo cobrar sentido. Quizá la conciencia humana inventa las religiones para consolar las desigualdades conductuales, atemperar las parcialidades que sin cesar se suceden en este mundo y ofrecerle al justo una comprensión futura de su desdicha presente. Aunque para Jean Jacques Rousseau, por ejemplo, citado en el diario del escritor florentino a la manera de un par de sus tribulaciones, ningún dolor vivido ahora será mañana un gozo beatífico: “Yo ya nada soy entre los hombres, y esto es todo lo que yo puedo ser, no teniendo con ellos relaciones reales, de sociedad verdadera. No pudiendo ya hacer ningún bien que no se vuelva en mal, no pudiendo actuar sin dañar a otro o a mí mismo, abstenerme ha llegado a ser mi único deber”.
Esa abstención, una desesperanza sólo declarada pero no cumplida porque ni paraliza el impulso ni impide la acción del hacer algo por los otros, sobreviene cuando el orden de la fuerza generosa no proporciona a quienes lo ejercen aquello mismo que a los otros dan, cuando no se tienen certezas metafísicas sobre un más allá verdadero, cuando no se cree en la justicia retributiva del karma para asumir la acción presente como si fuera una reciprocidad por venir. A partir de ahí solamente queda hacer las cosas, el intento de las mismas, y no la búsqueda de algún resultado. El cínico dice: cuídate de aquellos a quienes haces favores; el justo bondadoso dice: cuídate de no favorecer.
Las hojas caen, el viento pasa, la vida continúa. Y hasta hoy los fuertes se mantienen de pie. Son quienes integran la cuenta larga de las historias humanas, quienes alimentan la memoria común, y no los cortos registros utilitarios del éxito inmediato, la más falsa y volátil ideología en circulación. La vida, en suma, es un misterio, algo que escapa al escrutinio pragmático de la convenenciera razón. Si vencer es avanzar, los fuertes bondadosos persisten en sus empeños, así a veces desfallezcan ante la respuesta general. Ellos se quedan con el fruto sustantivo del haber vivido, y dejan las flores del provecho inmediato para el adorno de los demás.

Fernando Solana Olivares.

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