EL SIGNO EN LA NIEBLA.
---María Sabina es una profunda conocedora de su profesión y usted debe tener presente que cada ceremonia es una obra de arte individual ---le dijo a Fernando Benítez el legendario etnomicólogo neoyorkino Gordon Wasson, una tarde del verano de 1961 en Huautla, la capital de la Sierra Mazateca.
Era el primer viaje de Benítez a ese lugar de águilas para experimentar los hongos sagrados, cuando su ignorancia al respecto, como él mismo consignaría en uno de sus libros más personales y conmovedores, más líricos y expresivos también (Los hongos alucinantes, Ediciones Era, 1964), resultaba “inconmensurable”. Había trepado en auto a esas alturas casi verticales durante horas, reviviendo mentalmente el sueño atroz de Víctor Hugo, aquel donde las cordilleras y el horizonte se ponen en marcha para trastornar el espacio y las nociones convencionales que sostienen al pensamiento humano.
Mal aconsejado por Carlos Incháustegui, un antropólogo que entonces dirigía el Centro Indigenista del lugar y quien a pesar de ello desconocía todo lo que tuviera que ver con el nanacatl y sus prodigiosos efectos, Benítez había contratado a un brujo local gordo y ladino para comer hongos esa misma noche. La providencial aparición de Wasson llevó a Benítez a cancelar la ceremonia convenida con el dudoso nigromante y a pactar una velada con María Sabina al día siguiente. Lo que vendría después así comenzaba.
“Siempre el hada de las distancias ejerciendo su magia en escenarios cósmicos”. La noche del domingo Benítez y sus acompañantes, entre quienes iba Beatriz Brancfort, una amiga suya que acaso lo guiaría en los círculos celestoinfernales que iban a hollar, subieron caminando por el sendero del bosque hasta la modesta cabaña de María Sabina, rodeados de nubes y niebla, de árboles inmensos y barrancos peligrosos. Rodeados de misterio, sustancia que escapa al escrutinio de la razón. Benítez escribiría después que a Tolstoi le habría gustado conocer a la chamana mazateca, a esa “pequeña vieja que habla con Dios cara a cara y vive en estado de pureza”.
La crónica de tal incursión eléusica en los meandros de la mente debe entenderse como un rito de pasaje, como una iniciación delirante y extática que para Benítez significaría el encuentro con la totalidad, no sólo de sí mismo sino de “aquello” trascendente e impostulable, el encuentro maravillado con el campo semántico sin fin que llamamos divinidad. O demonio, también, pues el brujo desairado horas atrás ---según explicaría la misma María Sabina--- colaboraría con sus malas artes en hacer de esta primera experiencia una ordalía para quien la experimentaba sin poder racionalizarla aún, mirando lo desconocido que se aproximaba, mirando su metamorfosis singular (“Quería hablar, registrar esas imágenes ---¿por qué ese estúpido afán de registrarlo todo?--- mostrarlas a la posteridad, cederle ese legado incomparable y sólo podía decir una palabra, una palabra tonta, que me hacía reír tontamente”).
Quien haya tenido el alto privilegio de conocer íntimamente a Fernando Benítez sabrá que en esos cuadernos donde inscribió su ceremonia iniciática está todo aquello que antes y después caracterizó su generosa existencia y su carismática personalidad: la curiosidad intelectual inagotable, la capacidad epistemológica del asombro, la indagación ontológica por la diferencia aparente y el amor como razón prioritaria del ser. Y además el impagable espanto de saberse vivo, el horror favorecido de la conciencia que se percibe escudriñante y escudriñada al conocer.
En aquella noche oscura que vivió su alma y sufrió su cuerpo, Benítez invocó a dos de sus musas históricas: a María tendida en una playa (“tu vello empapado de sal, tu sexo caliente empapado de sal, tus dientes de cal empapados de sal, tu pelo húmedo de sal…”), y a Carmen, de quien no contaba mucho porque su recuerdo laceraba la memoria de un amor muerto a destiempo (“esa muchacha orgullosa… a quien yo los domingos sacaba de la tina chorreando agua tibia para amarla sobre las sábanas mojadas, mientras abajo sonaban las campanas del rosario”). Abierto en canal, purgado mediante una catarsis que le exprimía el corazón para hacerlo vomitar todos los venenos mentales ingeridos, vivió un descenso a los infiernos que este explorador de la conciencia y sus atributos velados definió, igual que Henri Michaux, como un “conocimiento por los abismos”.
Su segundo viaje en hongos, realizado un año después, sería por completo diferente: lo habitaría entonces el signo de una poderosa presencia espiritual: “había descubierto en mí ---no hay otra forma de conocimiento--- el éxtasis mantenido secreto por espacio de siglos”. Pensar, decían los alquimistas, es experimentar. “La clave de ese lenguaje que es la vida, el Signo de la Eternidad y de la Sabiduría”, serían las líneas concluyentes de esa odisea alrededor de sí mismo, y tales revelaciones acompañarían en adelante, con una dulzura que se iría acendrando, con una comprensión irrenunciable pues era somática antes que intelectual, los afanes propios de su biografía.
“Yo conozco México y lo que sostiene al hombre en la tierra y lo que le impide caer hecho pedazos y degradarse. Su razón y su dignidad”. Los indios le entregaron a este criollo refinado y principesco su conocimiento, no su paraíso. Y en aquel lugar donde las cuentas de las acciones existenciales acreditan el valor y el sentido de haber vivido, las obras de Fernando Benítez persistirán como hallazgos ejemplares, atrevimientos heroicos, adquisiciones canónicas y tutelares.
Fernando Solana Olivares.
Era el primer viaje de Benítez a ese lugar de águilas para experimentar los hongos sagrados, cuando su ignorancia al respecto, como él mismo consignaría en uno de sus libros más personales y conmovedores, más líricos y expresivos también (Los hongos alucinantes, Ediciones Era, 1964), resultaba “inconmensurable”. Había trepado en auto a esas alturas casi verticales durante horas, reviviendo mentalmente el sueño atroz de Víctor Hugo, aquel donde las cordilleras y el horizonte se ponen en marcha para trastornar el espacio y las nociones convencionales que sostienen al pensamiento humano.
Mal aconsejado por Carlos Incháustegui, un antropólogo que entonces dirigía el Centro Indigenista del lugar y quien a pesar de ello desconocía todo lo que tuviera que ver con el nanacatl y sus prodigiosos efectos, Benítez había contratado a un brujo local gordo y ladino para comer hongos esa misma noche. La providencial aparición de Wasson llevó a Benítez a cancelar la ceremonia convenida con el dudoso nigromante y a pactar una velada con María Sabina al día siguiente. Lo que vendría después así comenzaba.
“Siempre el hada de las distancias ejerciendo su magia en escenarios cósmicos”. La noche del domingo Benítez y sus acompañantes, entre quienes iba Beatriz Brancfort, una amiga suya que acaso lo guiaría en los círculos celestoinfernales que iban a hollar, subieron caminando por el sendero del bosque hasta la modesta cabaña de María Sabina, rodeados de nubes y niebla, de árboles inmensos y barrancos peligrosos. Rodeados de misterio, sustancia que escapa al escrutinio de la razón. Benítez escribiría después que a Tolstoi le habría gustado conocer a la chamana mazateca, a esa “pequeña vieja que habla con Dios cara a cara y vive en estado de pureza”.
La crónica de tal incursión eléusica en los meandros de la mente debe entenderse como un rito de pasaje, como una iniciación delirante y extática que para Benítez significaría el encuentro con la totalidad, no sólo de sí mismo sino de “aquello” trascendente e impostulable, el encuentro maravillado con el campo semántico sin fin que llamamos divinidad. O demonio, también, pues el brujo desairado horas atrás ---según explicaría la misma María Sabina--- colaboraría con sus malas artes en hacer de esta primera experiencia una ordalía para quien la experimentaba sin poder racionalizarla aún, mirando lo desconocido que se aproximaba, mirando su metamorfosis singular (“Quería hablar, registrar esas imágenes ---¿por qué ese estúpido afán de registrarlo todo?--- mostrarlas a la posteridad, cederle ese legado incomparable y sólo podía decir una palabra, una palabra tonta, que me hacía reír tontamente”).
Quien haya tenido el alto privilegio de conocer íntimamente a Fernando Benítez sabrá que en esos cuadernos donde inscribió su ceremonia iniciática está todo aquello que antes y después caracterizó su generosa existencia y su carismática personalidad: la curiosidad intelectual inagotable, la capacidad epistemológica del asombro, la indagación ontológica por la diferencia aparente y el amor como razón prioritaria del ser. Y además el impagable espanto de saberse vivo, el horror favorecido de la conciencia que se percibe escudriñante y escudriñada al conocer.
En aquella noche oscura que vivió su alma y sufrió su cuerpo, Benítez invocó a dos de sus musas históricas: a María tendida en una playa (“tu vello empapado de sal, tu sexo caliente empapado de sal, tus dientes de cal empapados de sal, tu pelo húmedo de sal…”), y a Carmen, de quien no contaba mucho porque su recuerdo laceraba la memoria de un amor muerto a destiempo (“esa muchacha orgullosa… a quien yo los domingos sacaba de la tina chorreando agua tibia para amarla sobre las sábanas mojadas, mientras abajo sonaban las campanas del rosario”). Abierto en canal, purgado mediante una catarsis que le exprimía el corazón para hacerlo vomitar todos los venenos mentales ingeridos, vivió un descenso a los infiernos que este explorador de la conciencia y sus atributos velados definió, igual que Henri Michaux, como un “conocimiento por los abismos”.
Su segundo viaje en hongos, realizado un año después, sería por completo diferente: lo habitaría entonces el signo de una poderosa presencia espiritual: “había descubierto en mí ---no hay otra forma de conocimiento--- el éxtasis mantenido secreto por espacio de siglos”. Pensar, decían los alquimistas, es experimentar. “La clave de ese lenguaje que es la vida, el Signo de la Eternidad y de la Sabiduría”, serían las líneas concluyentes de esa odisea alrededor de sí mismo, y tales revelaciones acompañarían en adelante, con una dulzura que se iría acendrando, con una comprensión irrenunciable pues era somática antes que intelectual, los afanes propios de su biografía.
“Yo conozco México y lo que sostiene al hombre en la tierra y lo que le impide caer hecho pedazos y degradarse. Su razón y su dignidad”. Los indios le entregaron a este criollo refinado y principesco su conocimiento, no su paraíso. Y en aquel lugar donde las cuentas de las acciones existenciales acreditan el valor y el sentido de haber vivido, las obras de Fernando Benítez persistirán como hallazgos ejemplares, atrevimientos heroicos, adquisiciones canónicas y tutelares.
Fernando Solana Olivares.
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