ELIADE Y LOS DEMÁS.
En noviembre de 1952 Mircea Eliade comentó en su diario una nota leída en un periódico parisino: la insólita solicitud hecha por un desconocido al recién creado Centre d’informations para obtener una fotografía de Atila, y la burlona actitud que tal petición provocó en el reportero que la consignaba. “¿Por qué ---escribió Eliade--- la ignorancia de los acontecimientos históricos o de la cronología nos parece tan grave? Es un signo, un síntoma de nuestra época: ya no podemos ignorar la Historia porque pretendemos ser exclusivamente su obra”.
A partir de ese incidente pintoresco, Eliade vuelve a desarrollar una reflexión en la que contrasta el sentido del tiempo y la cronología de otras culturas antiguas, indiferentes a las fechas y a las épocas pero inmersas en un sentido existencial mucho más profundo que según él deriva en una educación de dos vías accesible para todos los integrantes de ellas: la metafísica (es decir, las vías de la liberación), y el conocimiento de la tradición propia (los fundamentos cósmicos de las costumbres, rituales y comportamientos que constituyen la vida civil y personal).
De tal manera, la obra de Eliade ---vastos y determinantes estudios sobre historia de las religiones, folclor, simbología y mitos, novelas y cuentos incandescentes y un diario asombroso--- está determinada por la refutación (o la superación) de las concepciones temporales del Occidente, por un rechazo ante la amenaza ideológica sufrida por los hombres y mujeres contemporáneos de quedar desprovistos de destino y ser arrojados al basurero de la historia cuando a ésta ---o a su versión generalizada--- se le da la espalda, y también por la búsqueda de un tiempo cuyos ciclos no se ciñan a la inmediatez del momento coyuntural sino a horizontes abiertos que escapan a la experiencia de lo cotidiano: un tiempo atemporal, trascendente, oculto entre los mitos y los ritmos ancestrales, entre los símbolos y las religiones.
La percepción de Eliade, su inactualidad, su arcaico historicismo, no surge de una matriz intelectual diferente a la que produjo, en la Europa de la posguerra y del exilio de los países del Este, la deificación laica del “compromiso histórico”. Tampoco se origina en el desconocimiento de la filosofía occidental y los fenómenos de la modernidad, de sus consabidos lugares comunes de masas y utopías. Lector de Hegel y de Marx, observador de Freud, amigo de Jung, compatriota y compañero de Cioran, la elección atemporal de Eliade es una resistencia contra el ruido de la fragmentación y la provinciana pobreza del etnocentrismo, contra el mundo de las apariencias y el consumo demencial, el enajenante engaño de la moda y la novedad.
“Y sin embargo ---consigna en ese mismo diario publicado por Taurus como Memoria en dos tomos, y por Kairós como Diario---, hay que resistir. Si se quiere hacer algo, hay que resistir a las llamadas sublimes, a la tentación de donarse a sí mismo, de inmolarse (como un verdadero narodnik o revolucionario). Para un ‘creador’, el camino que lleva hacia los demás se parece al camino seguido por los profetas, los santos, los maestros espirituales como Sócrates o Milarepa”. Hay una cierta desmesura en esta sentencia, pero no por sí misma sino por los términos y los lugares últimos que propone, términos y lugares que parecerían no tener sentido alguno en el mundo de nuestros días. ¿Quién, que quiera ser bien visto por los otros, se atrevería a insistir en santidad, espiritualidad o caminos socráticos como medios de transformación, fuera de ambientes místicos o religiosos?
Quizá por esa materialización que niega, con las difundidas armas de la razón, la necesidad de un regreso a la espiritualidad, el pensamiento de Eliade ha sido confinado y vulgarizado en algunos enclaves exóticos de la contracultura y la psicodelia, o ha sido entendido como un ejercicio admirable de especialización erudita, pero no más. Él, en cambio, insistió siempre en que el estudio orgánico de las religiones era una hermenéutica del espíritu humano a lo largo del tiempo, tanto o más necesaria que los conocimientos científicos del mundo material. “Tengo la sensación ---escribió pocos años antes de su muerte en 1986--- de haber descubierto en la doctrina y los rituales iniciáticos la única posibilidad de defenderme contra el terror de la historia y el desamparo colectivo. Si conseguimos experimentar, asumir y valorar el terror, el desánimo, la ausencia aparente de pruebas iniciáticas, entonces todas esas crisis y torturas cobrarán un sentido, adquirirán un valor y nos libraremos de la desesperación de un universo parecido a un campo de concentración. Encontraremos una salida y trascenderemos así la historia viviendo de la forma más auténtica ---asumiendo, pues, todas las obligaciones del momento histórico”.
Cuestionada alguna vez por su inactualidad deliberada, Marguerite Yourcenar recordó una constante cultural repetida en cada época histórica: las retaguardias de hoy serán las vanguardias de mañana. Con Mircea Eliade sucederá lo mismo, mañana habrá sido un visionario. Entretanto, este sereno adversario del capitalismo salvaje reciclado una vez más por la tecnología, enemigo del nihilismo cultural y de la muerte como extinción definitiva de la conciencia humana, nunca creyó que todo ello arrancara nada a la jurisdicción de la matriz universal: el espíritu.
Acaso por ello propuso responder a la época como lo hicieron los maestros de la filosofía perenne: superando sus momentos históricos, creando otros nuevos, o preparándolos. “Nosotros no tenemos teología, nosotros danzamos”.
Fernando Solana Olivares.
A partir de ese incidente pintoresco, Eliade vuelve a desarrollar una reflexión en la que contrasta el sentido del tiempo y la cronología de otras culturas antiguas, indiferentes a las fechas y a las épocas pero inmersas en un sentido existencial mucho más profundo que según él deriva en una educación de dos vías accesible para todos los integrantes de ellas: la metafísica (es decir, las vías de la liberación), y el conocimiento de la tradición propia (los fundamentos cósmicos de las costumbres, rituales y comportamientos que constituyen la vida civil y personal).
De tal manera, la obra de Eliade ---vastos y determinantes estudios sobre historia de las religiones, folclor, simbología y mitos, novelas y cuentos incandescentes y un diario asombroso--- está determinada por la refutación (o la superación) de las concepciones temporales del Occidente, por un rechazo ante la amenaza ideológica sufrida por los hombres y mujeres contemporáneos de quedar desprovistos de destino y ser arrojados al basurero de la historia cuando a ésta ---o a su versión generalizada--- se le da la espalda, y también por la búsqueda de un tiempo cuyos ciclos no se ciñan a la inmediatez del momento coyuntural sino a horizontes abiertos que escapan a la experiencia de lo cotidiano: un tiempo atemporal, trascendente, oculto entre los mitos y los ritmos ancestrales, entre los símbolos y las religiones.
La percepción de Eliade, su inactualidad, su arcaico historicismo, no surge de una matriz intelectual diferente a la que produjo, en la Europa de la posguerra y del exilio de los países del Este, la deificación laica del “compromiso histórico”. Tampoco se origina en el desconocimiento de la filosofía occidental y los fenómenos de la modernidad, de sus consabidos lugares comunes de masas y utopías. Lector de Hegel y de Marx, observador de Freud, amigo de Jung, compatriota y compañero de Cioran, la elección atemporal de Eliade es una resistencia contra el ruido de la fragmentación y la provinciana pobreza del etnocentrismo, contra el mundo de las apariencias y el consumo demencial, el enajenante engaño de la moda y la novedad.
“Y sin embargo ---consigna en ese mismo diario publicado por Taurus como Memoria en dos tomos, y por Kairós como Diario---, hay que resistir. Si se quiere hacer algo, hay que resistir a las llamadas sublimes, a la tentación de donarse a sí mismo, de inmolarse (como un verdadero narodnik o revolucionario). Para un ‘creador’, el camino que lleva hacia los demás se parece al camino seguido por los profetas, los santos, los maestros espirituales como Sócrates o Milarepa”. Hay una cierta desmesura en esta sentencia, pero no por sí misma sino por los términos y los lugares últimos que propone, términos y lugares que parecerían no tener sentido alguno en el mundo de nuestros días. ¿Quién, que quiera ser bien visto por los otros, se atrevería a insistir en santidad, espiritualidad o caminos socráticos como medios de transformación, fuera de ambientes místicos o religiosos?
Quizá por esa materialización que niega, con las difundidas armas de la razón, la necesidad de un regreso a la espiritualidad, el pensamiento de Eliade ha sido confinado y vulgarizado en algunos enclaves exóticos de la contracultura y la psicodelia, o ha sido entendido como un ejercicio admirable de especialización erudita, pero no más. Él, en cambio, insistió siempre en que el estudio orgánico de las religiones era una hermenéutica del espíritu humano a lo largo del tiempo, tanto o más necesaria que los conocimientos científicos del mundo material. “Tengo la sensación ---escribió pocos años antes de su muerte en 1986--- de haber descubierto en la doctrina y los rituales iniciáticos la única posibilidad de defenderme contra el terror de la historia y el desamparo colectivo. Si conseguimos experimentar, asumir y valorar el terror, el desánimo, la ausencia aparente de pruebas iniciáticas, entonces todas esas crisis y torturas cobrarán un sentido, adquirirán un valor y nos libraremos de la desesperación de un universo parecido a un campo de concentración. Encontraremos una salida y trascenderemos así la historia viviendo de la forma más auténtica ---asumiendo, pues, todas las obligaciones del momento histórico”.
Cuestionada alguna vez por su inactualidad deliberada, Marguerite Yourcenar recordó una constante cultural repetida en cada época histórica: las retaguardias de hoy serán las vanguardias de mañana. Con Mircea Eliade sucederá lo mismo, mañana habrá sido un visionario. Entretanto, este sereno adversario del capitalismo salvaje reciclado una vez más por la tecnología, enemigo del nihilismo cultural y de la muerte como extinción definitiva de la conciencia humana, nunca creyó que todo ello arrancara nada a la jurisdicción de la matriz universal: el espíritu.
Acaso por ello propuso responder a la época como lo hicieron los maestros de la filosofía perenne: superando sus momentos históricos, creando otros nuevos, o preparándolos. “Nosotros no tenemos teología, nosotros danzamos”.
Fernando Solana Olivares.
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