EL PRESENTE DEL PASADO.
El tiempo se compone de tres tiempos encabalgados: el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro. Tal definición, que proviene de San Agustín, alude a los mecanismos psíquicos de la persona, la cual vive entre el recuerdo nostálgico y la expectativa ansiosa, pero también abarca los procesos temporales que denominamos historia, esa construcción de la memoria común e ideológica ---siempre una versión de los vencedores--- que antes de ir y venir como las olas de la marea o de marchar hacia adelante en su trayectoria imparable, hoy confirma seguir estancada y pudriéndose en una misma condición.
El bicentenario del nacimiento de Charles Dickens, y con él la relectura de sus novelas, demuestra la circunstancia inmóvil o retroactiva de la época moderna y de su monstruosa secuela: la tardomodernidad. “Dickens en el invierno de nuestro descontento”, titula José Emilio Pacheco su insuperable y más reciente Inventario (Proceso 1841). “Dickens sigue diciendo la verdad”, cabecea El País (8/II/12) una larga nota londinense de Benjamín Prado.
Más allá de la imperfección literaria que le achacan los críticos puristas, por encima de su melodramática narrativa y de sus concesiones a un gusto sentimental de clase donde se olvidan los matices propios de lo humano, obviando la febril opulencia de su éxito editorial y la endiablada compulsión por publicar sin pausas y con prisas, la obra narrativa de Dickens es el fresco punzante del fracaso civilizacional contemporáneo, de la injusticia orgánica y de la desigualdad creciente, la vívida historia trágica de la exclusión de las mayorías como sistema social. “Para fortuna suya y desgracia nuestra ---escribe Pacheco con su proverbial agudeza---, Dickens es actualísimo. La vida se ha vuelto el melodrama de los melodramas pero, a diferencia de ellos, en este mundo los malos llevan todas las de ganar”.
¿Cuándo fue que se malogró la historia moderna, aquella que exaltó la libertad, la igualdad y la fraternidad como derechos humanos perentorios establecidos por la razón, la que hizo del progreso una falsa deidad y del desarrollo material un engaño fáustico preñado de dolor, explotación e infelicidad? La historia, como diría Murena, es un criptograma. Quizá exista una interpretación valedera, pero hasta ahora ignoramos esa clave única para su entendimiento cabal. Y antes de elucidarla, la crónica postdickensiana de estos días resulta una pesadilla globalizada donde el caos de la violencia directa o difusa y el nihilismo del sinsentido avanzan por doquier.
Solamente entre autores marginales y corrientes de pensamiento distantes del racionalismo materialista moderno puede encontrarse una formulación de las causas profundas de estos tiempos terminales que la doctrina hindú designa como la “edad de sombra”. Dicha doctrina afirma que la duración de un ciclo de humanidad, un Manvantara, cuya lapso abarca un periodo que se estima en 26,000 años, se divide en cuatro edades, aquellas que la antigüedad occidental llamaba de oro, de plata, de bronce y de hierro o Kali-Yuga, la edad actual.
La razón de que este desarrollo cíclico se cumpla en un sentido descendente, yendo de lo superior a lo inferior ---una negación radical de la idea de “progreso” tal como se entiende en la modernidad---, es porque “el desenvolvimiento de toda manifestación implica necesariamente un alejamiento cada vez mayor del principio del que procede”, según afirma René Guénon en uno de sus libros oraculares, La crisis del mundo moderno.
Esa caída es definida por este maestro espiritual atípico, rey secreto de la filosofía perenne, como una acentuada materialización, un predominio creciente del “reino de la cantidad”, una “densificación” cada vez más equidistante de términos y nociones que nuestra ignorancia racionalista no puede ni quiere comprender: espíritu, metafísica, contemplación, inteligencia pura o intuición intelectual.
“Más nos hundimos en la materia, más se acentúan y amplían los elementos de división y oposición”, afirma Guénon, quien denuncia al mundo actual como la extendida instantaneidad, la agitación incesante, el cambio continuo, la velocidad creciente, todo ello una dispersión en la multiplicidad que ya no está unificada por la conciencia común de ningún principio superior o estable, y en el cual guías ciegos conducen a los demás que también están ciegos.
Satán, en hebreo, significa “adversario”, el que trastorna todas las cosas y las pone al revés. Sin indicarla directamente, Charles Dickens retrató una y otra vez la condición “satánica” de la modernidad, este tiempo invertido donde la riqueza proviene de la miseria, la justicia representa una cámara de los horrores, la infancia significa una intemperie desdichada, la codicia resulta un mérito darwiniano y el gobierno y sus burocracias son, como lo ilustraría en Tiempos difíciles, aquellos cuya tarea es “hacer lo que sea necesario para que nada se pueda hacer”.
Y si acaso, Dickens solamente erró al postular una cierta confianza en lo peor de lo humano, haciendo que el avaro Scrooge se arrepintiera del helado egoísmo de su ambición. Hoy los malos ---que en la inversión de valores predominante son culturalmente admirados--- no solamente ganan siempre, sino que no se arrepienten jamás. Son sordos ante la advertencia del autor de David Copperfield: cuando los pobres se multipliquen en la sociedad y se haya arrancado de ellos todo idealismo y esperanza, “cuando se encuentren a solas con su vida desnuda, la realidad se convertirá en un lobo y os devorará”.
Fernando Solana Olivares.
El bicentenario del nacimiento de Charles Dickens, y con él la relectura de sus novelas, demuestra la circunstancia inmóvil o retroactiva de la época moderna y de su monstruosa secuela: la tardomodernidad. “Dickens en el invierno de nuestro descontento”, titula José Emilio Pacheco su insuperable y más reciente Inventario (Proceso 1841). “Dickens sigue diciendo la verdad”, cabecea El País (8/II/12) una larga nota londinense de Benjamín Prado.
Más allá de la imperfección literaria que le achacan los críticos puristas, por encima de su melodramática narrativa y de sus concesiones a un gusto sentimental de clase donde se olvidan los matices propios de lo humano, obviando la febril opulencia de su éxito editorial y la endiablada compulsión por publicar sin pausas y con prisas, la obra narrativa de Dickens es el fresco punzante del fracaso civilizacional contemporáneo, de la injusticia orgánica y de la desigualdad creciente, la vívida historia trágica de la exclusión de las mayorías como sistema social. “Para fortuna suya y desgracia nuestra ---escribe Pacheco con su proverbial agudeza---, Dickens es actualísimo. La vida se ha vuelto el melodrama de los melodramas pero, a diferencia de ellos, en este mundo los malos llevan todas las de ganar”.
¿Cuándo fue que se malogró la historia moderna, aquella que exaltó la libertad, la igualdad y la fraternidad como derechos humanos perentorios establecidos por la razón, la que hizo del progreso una falsa deidad y del desarrollo material un engaño fáustico preñado de dolor, explotación e infelicidad? La historia, como diría Murena, es un criptograma. Quizá exista una interpretación valedera, pero hasta ahora ignoramos esa clave única para su entendimiento cabal. Y antes de elucidarla, la crónica postdickensiana de estos días resulta una pesadilla globalizada donde el caos de la violencia directa o difusa y el nihilismo del sinsentido avanzan por doquier.
Solamente entre autores marginales y corrientes de pensamiento distantes del racionalismo materialista moderno puede encontrarse una formulación de las causas profundas de estos tiempos terminales que la doctrina hindú designa como la “edad de sombra”. Dicha doctrina afirma que la duración de un ciclo de humanidad, un Manvantara, cuya lapso abarca un periodo que se estima en 26,000 años, se divide en cuatro edades, aquellas que la antigüedad occidental llamaba de oro, de plata, de bronce y de hierro o Kali-Yuga, la edad actual.
La razón de que este desarrollo cíclico se cumpla en un sentido descendente, yendo de lo superior a lo inferior ---una negación radical de la idea de “progreso” tal como se entiende en la modernidad---, es porque “el desenvolvimiento de toda manifestación implica necesariamente un alejamiento cada vez mayor del principio del que procede”, según afirma René Guénon en uno de sus libros oraculares, La crisis del mundo moderno.
Esa caída es definida por este maestro espiritual atípico, rey secreto de la filosofía perenne, como una acentuada materialización, un predominio creciente del “reino de la cantidad”, una “densificación” cada vez más equidistante de términos y nociones que nuestra ignorancia racionalista no puede ni quiere comprender: espíritu, metafísica, contemplación, inteligencia pura o intuición intelectual.
“Más nos hundimos en la materia, más se acentúan y amplían los elementos de división y oposición”, afirma Guénon, quien denuncia al mundo actual como la extendida instantaneidad, la agitación incesante, el cambio continuo, la velocidad creciente, todo ello una dispersión en la multiplicidad que ya no está unificada por la conciencia común de ningún principio superior o estable, y en el cual guías ciegos conducen a los demás que también están ciegos.
Satán, en hebreo, significa “adversario”, el que trastorna todas las cosas y las pone al revés. Sin indicarla directamente, Charles Dickens retrató una y otra vez la condición “satánica” de la modernidad, este tiempo invertido donde la riqueza proviene de la miseria, la justicia representa una cámara de los horrores, la infancia significa una intemperie desdichada, la codicia resulta un mérito darwiniano y el gobierno y sus burocracias son, como lo ilustraría en Tiempos difíciles, aquellos cuya tarea es “hacer lo que sea necesario para que nada se pueda hacer”.
Y si acaso, Dickens solamente erró al postular una cierta confianza en lo peor de lo humano, haciendo que el avaro Scrooge se arrepintiera del helado egoísmo de su ambición. Hoy los malos ---que en la inversión de valores predominante son culturalmente admirados--- no solamente ganan siempre, sino que no se arrepienten jamás. Son sordos ante la advertencia del autor de David Copperfield: cuando los pobres se multipliquen en la sociedad y se haya arrancado de ellos todo idealismo y esperanza, “cuando se encuentren a solas con su vida desnuda, la realidad se convertirá en un lobo y os devorará”.
Fernando Solana Olivares.
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