DEL MUNDO DESINTEGRADO .
“Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración era posible ofrecer de él una imagen verosímil”. De esta manera explicó Elías Canetti la naturaleza de uno de los libros más inquietantes en lengua alemana escritos durante el siglo veinte: su novela Auto de fe.
Parte de un proyecto irrealizado ---la “Comédie Humaine de la locura”, como lo bautizó su autor---, Auto de fe sería una de las ocho novelas dedicadas a personajes extremos, “individuos-límite dentro de su disparidad” y al borde de la enfermedad mental, entre los cuales había un fanático religioso, un obseso de la técnica que elaboraba planes cósmicos, un coleccionista enajenado, un poseído por la verdad, un despilfarrador nihilista, un enemigo irracional de la muerte y, también, un “hombre-libro”.
Este último, el profesor Peter Kien (en el primer esbozo llamado Kant), erudito especializado en sinología, libresco tanto en sus sueños como en su vigilia, es el protagonista de esa atmósfera disgregada que la novela (escrita entre 1930 y 1931 en la Viena de Sigmund Freud y Karl Kraus que vivía el ascenso del nacional-socialismo) construye con estímulos en apariencia tan aleatoriamente desintegrados como ella misma: el convulso Berlín de Grosz, de Brecht y de Babel, “personalidades extremas y obsesionadas”, según Canetti; el compromiso total con la literatura de La metamorfosis de Kafka, que le parecía “un grado de perfección sumo”; la transparencia prosística de Stendhal, a cuyo Rojo y Negro acudía diariamente en búsqueda de un antídoto contra la escritura de la desintegración; el elegante rigor de la química, materia que por entonces estudiaba; los elementos que desde la ventana de su habitación se le ofrecían: un bosque, los edificios del manicomio de Steinhof y un campo de futbol del cual sólo escuchaba la vociferación dominical de la muchedumbre, fenómeno al que Canetti se dedicaría durante de más de treinta años hasta concluir su obra mayor, Masa y poder.
Muchas de las metáforas esenciales (mostrar lo otro de lo mismo) de Auto de fe pueden ser asignadas a la Viena de principios del siglo pasado, aquella ciudad llamada Kakania por Robert Musil donde se anunciaron los signos postreros del laboratorio cultural de la tardomodernidad occidental. Pero también deben ser leídas como una descripción tan puntual como vigente del mundo de nuestros días. La desintegración, para Canetti, es sobre todo la desintegración del lenguaje, de sus significados y usos, de su sentido ontológico y esencial; es decir, el lenguaje de la alienación, por el cual cada quien vive el mundo en un compartimento estanco y lo verbaliza sin ser entendido ni entender a los otros, sin esforzarse para lograrlo, sin lamentarlo también.
Un mundo donde no hay evidencias que merezcan compartirse colectivamente, la sociedad de Auto de fe y los personajes que la integran han perdido la noción de los acuerdos básicos entre ellos. Todos viven en el límite de lo personal, de lo subjetivo, así fabrican realidades endógenas e intransmisibles, sólo circunscritas a las desoladas fantasías de cada cual. Y la ausencia de lo concreto, ese gozne que sostiene los vínculos de las personas, resulta agobiante y abrumador por todos los irremediables equívocos existenciales a los que da lugar.
Sin embargo, Auto de fe, contra lo que pudiera pensarse, no es una novela de atmósferas tristes y en ella el sufrimiento y sus secuelas no desempeñan un papel principal. En la introspección
de los personajes, que por desmesura alcanzan un tono de parodia, la imaginación los lleva a trascender la tragedia de su auténtica condición: la obra concluye con el profesor Kien prendiéndose fuego en medio de su gran biblioteca y riendo a carcajadas como jamás había reído. La risa de los locos, sí. No el inexpresivo abatimiento de los normales. Y quizá por ello sea más inquietante aún. El principio de realidad exigiría que lo patético se celebre como tal, que no se entrecrucen gestos de otras circunstancias. Pero en el mundo desintegrado todas las cosas se trastocan y los sacrificios son saludados a carcajadas.
La desintegración del mundo significa un desorden y un desorden es un orden que (todavía) no se puede ver. Por eso anotaría Canetti, hablando de sí mismo: “Domador por desasosiego”. O igual: “Direcciones para después”.
Fernando Solana Olivares.
Parte de un proyecto irrealizado ---la “Comédie Humaine de la locura”, como lo bautizó su autor---, Auto de fe sería una de las ocho novelas dedicadas a personajes extremos, “individuos-límite dentro de su disparidad” y al borde de la enfermedad mental, entre los cuales había un fanático religioso, un obseso de la técnica que elaboraba planes cósmicos, un coleccionista enajenado, un poseído por la verdad, un despilfarrador nihilista, un enemigo irracional de la muerte y, también, un “hombre-libro”.
Este último, el profesor Peter Kien (en el primer esbozo llamado Kant), erudito especializado en sinología, libresco tanto en sus sueños como en su vigilia, es el protagonista de esa atmósfera disgregada que la novela (escrita entre 1930 y 1931 en la Viena de Sigmund Freud y Karl Kraus que vivía el ascenso del nacional-socialismo) construye con estímulos en apariencia tan aleatoriamente desintegrados como ella misma: el convulso Berlín de Grosz, de Brecht y de Babel, “personalidades extremas y obsesionadas”, según Canetti; el compromiso total con la literatura de La metamorfosis de Kafka, que le parecía “un grado de perfección sumo”; la transparencia prosística de Stendhal, a cuyo Rojo y Negro acudía diariamente en búsqueda de un antídoto contra la escritura de la desintegración; el elegante rigor de la química, materia que por entonces estudiaba; los elementos que desde la ventana de su habitación se le ofrecían: un bosque, los edificios del manicomio de Steinhof y un campo de futbol del cual sólo escuchaba la vociferación dominical de la muchedumbre, fenómeno al que Canetti se dedicaría durante de más de treinta años hasta concluir su obra mayor, Masa y poder.
Muchas de las metáforas esenciales (mostrar lo otro de lo mismo) de Auto de fe pueden ser asignadas a la Viena de principios del siglo pasado, aquella ciudad llamada Kakania por Robert Musil donde se anunciaron los signos postreros del laboratorio cultural de la tardomodernidad occidental. Pero también deben ser leídas como una descripción tan puntual como vigente del mundo de nuestros días. La desintegración, para Canetti, es sobre todo la desintegración del lenguaje, de sus significados y usos, de su sentido ontológico y esencial; es decir, el lenguaje de la alienación, por el cual cada quien vive el mundo en un compartimento estanco y lo verbaliza sin ser entendido ni entender a los otros, sin esforzarse para lograrlo, sin lamentarlo también.
Un mundo donde no hay evidencias que merezcan compartirse colectivamente, la sociedad de Auto de fe y los personajes que la integran han perdido la noción de los acuerdos básicos entre ellos. Todos viven en el límite de lo personal, de lo subjetivo, así fabrican realidades endógenas e intransmisibles, sólo circunscritas a las desoladas fantasías de cada cual. Y la ausencia de lo concreto, ese gozne que sostiene los vínculos de las personas, resulta agobiante y abrumador por todos los irremediables equívocos existenciales a los que da lugar.
Sin embargo, Auto de fe, contra lo que pudiera pensarse, no es una novela de atmósferas tristes y en ella el sufrimiento y sus secuelas no desempeñan un papel principal. En la introspección
de los personajes, que por desmesura alcanzan un tono de parodia, la imaginación los lleva a trascender la tragedia de su auténtica condición: la obra concluye con el profesor Kien prendiéndose fuego en medio de su gran biblioteca y riendo a carcajadas como jamás había reído. La risa de los locos, sí. No el inexpresivo abatimiento de los normales. Y quizá por ello sea más inquietante aún. El principio de realidad exigiría que lo patético se celebre como tal, que no se entrecrucen gestos de otras circunstancias. Pero en el mundo desintegrado todas las cosas se trastocan y los sacrificios son saludados a carcajadas.
La desintegración del mundo significa un desorden y un desorden es un orden que (todavía) no se puede ver. Por eso anotaría Canetti, hablando de sí mismo: “Domador por desasosiego”. O igual: “Direcciones para después”.
Fernando Solana Olivares.
2 Comments:
Maestro: Siempre es ud. acertado, pero en el Contrapunto de ayer, fue notablemente ecuánime.
Comparto su opinión respecto al texto que nos leyó. Ése que sintetiza con suma excelencia, si me permite usar el término para designar la esencia de su contenido, aquello que requiere para su objetivación un largo análisis simbólico, exhaustivo y riguroso.
Haber captado el mensaje de lo leído, despertó en mi propia conciencia algo que damos por sentado sin reparar en realidad en ello: el imperativo del entendimiento del lenguaje, y por ende, el imperativo de la eficacia de la comunicación. Es decir, ese momento en que la realidad es retratada sin cortapisas, clara y llanamente y, a su vez, esa misma "imagen" ofrece al receptor una verdad plausible, en este caso para intentar reponer lo que hemos des-cuidado.
Creo que hubiese resultado muy edificante, si no fructífero, que el Maestro Castelán "integrara", sin egomanías, su propio lenguaje-entendimiento para abonar a las ideas del texto tanto como todos quisiéramos. Pero de no ser así, no se daría el contrapunto, ¿cierto? Aunque el objetivo sigue siendo el encontrar juntos alguna verdad (y si somos ambiciosos, tenaces y humildes, por qué no, la Verdad).
Saludos, filósofos... No dejen de alumbrar...
Mabe
Mabe, ¿podría mandarme su correo? para estar en contacto por ese medio.
Saludos, Fernando Solana.
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