Thursday, October 01, 2015

DE QUINCEY AL LADO.

En 1822 se publicó el libro Confesiones de un inglés comedor de opio y su autor, Thomas De Quincey, alcanzó un éxito inmediato. El opio no estaba prohibido por la ley en Inglaterra y ni siquiera, como contó hace años Luis Loayza, inmenso traductor al español y prologuista de De Quincey, era reprobado por la sociedad. Podía comprarse en las farmacias y a él acudían personas de toda condición. Iniciado en su uso a los diecinueve años en 1804, al principio con mucha prudencia, el opio terminó por dominarlo. Hubo “un año de aguas muy puras (como dicen los joyeros) engastado y como aislado en la melancolía brumosa y apagada del opio”, escribió De Quincey refiriéndose a 1817, y después cayó por un abismo de dependencia donde ingería cantidades enormes de droga que lo dejaban, según se sabe, incapaz del menor esfuerzo y presa de atroces padecimientos. Las terribles pesadillas de esos momentos están narradas en las Confesiones con toda la brillante y señalada prosa literaria de De Quincey, tanto que “en vez de ahuyentar, atraen”. Al comienzo tomaba tintura de láudano casa tres semanas, después una vez por semana y luego todos los días. En dos oportunidades llegó a ingerir dosis máximas: 320 gramos diarios u 8,000 gotas, cantidad que hasta ahora no se sabe superada por nadie, y aunque ésta sea puesta en duda por los especialistas, pues o De Quincey exageraba la dosis o ingería una mezcla adulterada de menor potencia, la homérica batalla para dejar el opio duró toda su vida y nunca lo logró por completo. Hasta el final debió tomarlo ya no como placer sino como costoso alivio ante los infernales sufrimientos de la desintoxicación. Ciertas líneas de 1844, entre otras, dan cuenta de esa batalla perdida: “Incoherencia infinita, cuerdas de arena, triste incapacidad de persuasión vital provocada por algún principio plástico, tal es el íncubo odioso que pesa sobre mi mente”, escribió el autor de Del Asesinato considerado como una de las bellas artes, Los últimos días de Emmanuel Kant o La rebelión de los tártaros --- este último traducido y analizado entre nosotros con la sabiduría de Salvador Elizondo, que veía una ejemplar velocidad de cremallera junto con una velocidad letárgica en el embrujante ritmo narrativo de De Quincey. Aun sin proponérselo, este hombre que nació dueño de rentas que luego perdería para que la pobreza y la precariedad le lanzaran dentelladas durante décadas, educado en Oxford, de modales impecables y altas relaciones sociales, quien pasaba por ser un caballero, dueño de una cortesía exquisita y una profunda ternura paterna con sus hijas, fundaría una corriente literaria y cultural determinante y revolucionaria, la de los paraísos artificiales, que ha desembocado en la posmodernidad. La genealogía que inicia este autor crónicamente endeudado, escritor en revistas de artículos de primera necesidad para ganarse el pan, y de los cuales saldrán sus canónicas obras maestras, es muy extensa: Baudelaire, Poe, Huxley, Benn, Michaux, Cocteau, Burroughs, Ginsberg, Benjamin, Breton o Parménides García Saldaña, entre tantos como a él debemos. La gran calidad de De Quincey no radica en ser un testigo privilegiado de su propia vida ---“va inventando su autobiografía en el ejercicio literario y casi podríamos decir con la pluma en la mano”---, sino en la calidad de su visión. A él le interesan, explica Loayza, aquellos instantes fuera del tiempo asociados en grupos de símbolos, en involutas, como el autor los llama, conjuntos que poseen la oscuridad que el término original significa, y que quizá aludan al poder de estilo que el opio a pesar de todo ofreció a su profunda imaginación creadora. De Quincey distinguía entre los “libros de conocimiento” y la “literatura de poder”, única que consideraba un arte pleno. La autobiografía convertida en visión poética y mutadas las dos en un sistema, es decir, en una visión unitaria, lo llevó a obtener conocimientos de otro carácter sobre lo humano, inseparables de los hechos que describe y de su forma verbal: “Aun los sonidos articulados o brutales del planeta deben ser otros lenguajes y cifras que en alguna parte tienen sus correspondientes claves ---su propia gramática y sintaxis; y de este modo las más ínfimas cosas del universo deben ser espejos secretos de las mayores”. Vivió una “Ilíada de males” de los que tuvo que dar cuenta. Fernando Solana Olivares.

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