Friday, October 30, 2015

LA ELEGANCIA DE SALTER.

Susan Sontag dijo que James Salter estaba entre los pocos autores norteamericanos de quienes quería leerlo todo. Sus memorias, Quemar los días (Salamandra, 2010), escritas cuando el autor contaba 72 años, dan cuenta efectivamente de una escritura que al conocerse deslumbra y seduce como solamente suelen hacerlo las obras que serán canónicas, aquellas compuestas por una profunda extrañeza consistente en su atipicidad y por una gran belleza fundada en sus alcances estéticos. Diez días después de cumplir 90 años, el 19 de junio pasado, perfectamente lúcido y en plenas facultades, según recordó Sigrid Kraus, su perseverante y fiel editora en español, Salter murió en su casa de Long Island, Nueva York. Esa condición de poderosa longevidad lo acompañaría hasta su último día y sería un signo determinante de su escritura. El periodista Eduardo Lago conversó con él tres años atrás, cuando recién aparecía Todo lo que hay, su última obra narrativa publicada después de un silencio novelístico de 35 años. Y la descripción que hace de ese encuentro concuerda con la llamativa integralidad de la obra, de la vida y de la persona: “Su forma física era entonces perfecta. Era un hombre elegante, atractivo, no muy alto, de mirada intensamente azul y postura de una firmeza” que hacía recordar sus años de formación militar en West Point y su más de una década como piloto de guerra. Y Sigrid Kraus, por su parte, recuerda que Salter era “un hombre encantador, un auténtico gentleman, gran conversador, de una educación exquisita, que siempre mostraba un gran interés por todo lo que lo rodeaba”. Un hombre modesto, señala la editora, que prefería hacer preguntas a hablar de sí mismo. Dicho rasgo: preguntar al otro, a lo otro, en lugar de responder por ellos o contar las veleidades personales del ego protagónico, dificultó su reconocimiento en un mundo donde “hay que hacer más ruido (sobre uno mismo) para ser valorado”. Y sin embargo, esa modestia, una forma superior de la atención, fue la que le otorgó el don de la poderosa, elegante y sintética escritura plasmada en su pequeña (según los estándares comerciales del número y la cantidad) pero inagotable obra (según la verdadera naturaleza espiritual y hermenéutica del arte) de nueve y suficientes libros publicados. Para Lago, la obra de Salter representa el triunfo de lo que muy acertadamente define como “literatura en el sentido más auténtico, áspero e implacable”. Es decir, el registro de una vida vivida sin adornos retóricos o sentimentales provenientes del auto concepto personal, y sin concesiones al mainstream artístico predominante. Tan alta moral literaria corresponde a la literatura ejercida por autores como Hermann Broch, por ejemplo, quien buscaba una escritura adversa al kitsch de los efectos estéticos para entregarse a aquella donde sólo se intenta “el buen trabajo” de la descripción lingüística ceñida, exacta, icástica hasta donde sea posible. De ahí la rotunda sentencia flaubertiana: “La forma es al fondo lo que el calor al fuego”. En dicho sentido de elegancia ---no justificarse jamás, no cometer el costoso pecado de darle importancia a lo que no la tiene, no desperdiciar energía alguna en lo que no importa, ceder siempre en lo secundario para mantener la fuerza en lo esencial, todo desde el sabio fondo de aquella energía de precisión, claridad y cordura que se llama autodominio y aun ecuanimidad--- radica la manera con la que Salter escribe: una magistral estrategia de la condensación, del escorzo pertinente, del gesto cardinal. O una economía narrativa proveniente de la tradición literaria clásica: decir mucho con poco porque el lenguaje verdadero siempre connota y comunica, siempre dice lo que debe decir. “Tenía en mente echar una mirada atrás, hacer una última y plena confesión, por decirlo de algún modo. Me llamó la atención una frase de Jean Renoir: las únicas cosas importantes en esta vida son las que recuerdas. Ésa sería la clave. Debía ser un libro de simples recuerdos. Todo con la voz del autor, tal como él lo contaría”. Estas líneas de Quemar los días concentran el alcance de las quintaesencias obtenidas por James Salter, alquimista que disolvió lo mucho para coagularlo en lo poco, que redujo lo múltiple y disperso para elaborar la filigrana de la síntesis donde todo está pero no todo aparece: se re-vela, se muestra y se vuelve a ocultar. A veces la vida es buena: Salter y lo verdadero real. Fernando Solana Olivares.

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