Wednesday, July 13, 2016

EL PROVEEDOR DE GERUNDIOS

Según consigna la monumental biografía de Richard Ellman, a partir del mes de abril de 1908 Joyce no había logrado escribir nada más que los tres primeros capítulos del Retrato del artista adolescente, su primera novela iniciada en Dublín tres años atrás. Ahora estaba en Trieste y no avanzaba. La acechante miseria y las estrecheces financieras, la maldición bíblica de tener que ganarse el pan, el nulo reconocimiento y los desdenes editoriales, todo eso impedía que pudiera continuar hasta ese memorable desenlace narrativo que sólo alcanzaría en 1914, seis años después: “Antepasado mío, antiguo artífice, ampárame ahora y siempre con tu ayuda.” Cuando más descorazonado se sentía, él que con frecuencia conoció ese sentimiento junto con la ciega confianza en su singular destino literario ---“el hombre entristecido que canta la alegría”---, uno de sus alumnos lo contrató para recibir clases particulares de inglés. Joyce las impartía en la escuela Scuola Berlitz, razón por la cual estaba en Trieste y no en otro lugar. El alumno era Ettore Schmitz y dirigía una exitosa empresa de pintura anticorrosiva que contaba con una sucursal en Londres. Para mejorar su inglés y facilitar la comunicación con aquella sucursal, Schmitz decidió emplear tres veces por semana al proveedor de gerundios (il mercante di gerundi), como llamaba a Joyce. A las clases, que se desarrollaban en la fábrica de pintura, también asistía como alumna Livia Veneziani, esposa del empresario. En una de las sesiones Joyce leyó a los dos alumnos su narración “Los muertos”. Ella quedó tan conmovida que salió a buscar un ramo de flores y se lo entregó a Joyce. Fue entonces, estimulado por los intereses literarios de Joyce, cuando Ettore Schmitz reveló su verdadera identidad, olvidada hasta ese encuentro con el escritor irlandés, diecinueve años menor que él y de quien después diría, en una descripción impuesta como tarea por el propio maestro, que era un hombre para el cual las cosas parecían comportarse como puntos de luz. Se trataba de Italo Svevo, un seudónimo escogido para indicar su doble origen, italiano y suevo, y también para aliviar la tristeza que le producía contemplar el aislamiento de la única vocal de su apellido rodeada de seis consonantes. Con ese nombre había publicado dos novelas, Una vida y Senilidad, que ni el público ni los críticos tomaron en cuenta. ---No hay unanimidad más perfecta que la unanimidad del silencio ---dijo Svevo con amargura a Joyce, quien así lo contó a su hermano Stanislaus---. La única conclusión a la que pude llegar era que no soy un escritor. Las novelas sorprendieron muy favorablemente a Joyce. Su suave ironía poco a poco sobrecogedora, su temática a la vez trivial y extraordinaria, la doble condición de sus caracteres: la crueldad, los subterfugios y los eternos engaños de uno mismo, lo llevaron a decirle que era un escritor subvalorado desde luego, pero que aún en medio de la unanimidad del silencio, y tal vez por eso, era sobre todo un escritor. Esa tarde los dos se olvidaron de comer y caminaron animadamente desde la fábrica hasta el centro de Trieste discutiendo con pasión sobre su literatura. Svevo volvió a escribir a partir de entonces y Joyce, quien después de leer sus obras le hizo llegar las suyas, entre ellas los tres capítulos del Retrato, también salió de la inercia creativa que lo paralizaba. Las opiniones de Svevo al respecto fueron decisivas para poner en movimiento de nuevo al genio irlandés, quien creía que un verdadero artista finge ser Lucifer pero en realidad era un equivalente de Cristo. Sin embargo, las dificultades no terminaron del todo para Joyce: su temperamento y las circunstancias le impidieron durante su vida verse libre de ellas. No había podido averiguar todavía quién era el santo patrono de los hombres de letras para recordarle que existía y necesitaba de su auxilio, pues el último que ocupara ese puesto había dimitido desesperado y desde entonces nadie quería cargar con la cartera, como dijo el propio Joyce en una sardónica carta. Quizá sólo pudo saberlo hasta la madrugada del 13 de enero de 1941, cuando a los 58 años de edad murió en Zurich después de una operación a la que al principio se había negado, entre otras razones por la preocupación sobre cómo se pagaría. Una fría mañana, dos días después, su cadáver fue conducido a un cementerio que está en una colina. Un tenor cantó “Addio terra, addio cielo”. Fernando Solana Olivares

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