Wednesday, May 11, 2016

SHAKESPEARE INAGOTABLE / I

Quizá, como pedía el poeta, debamos acordarnos del porvenir y no del pasado. Sobre todo estando en Shakespeare, cuya obra ilimitada contiene una previsión antes que un recuerdo. Revisando aquella “facultad enorme y multitudinaria de creación” que lo caracteriza, Thomas de Quincey advierte la gran perplejidad que desde niño sintió ante un pasaje de Macbeth: los golpes a la puerta que se escuchan después del asesinato de Duncan, un sentimiento que no acertaba a explicarse. Años después sabría que ese inmaterial momento auditivo, una escueta acotación en el texto, anunciaba la retirada del corazón humano y la irrupción del corazón diabólico. El otro mundo surgido por el crimen y la traición de Macbeth, asesino del sueño, y de Lady Macbeth, la que existe “sin sexo”, donde las cosas, los propósitos y los sentimientos humanos se transfiguran: los golpes a la puerta, escribe De Quincey, son ese horrible paréntesis cuando lo humano refluye sobre lo diabólico y luego se reanuda el pulso de la vida, “los usos del mundo”. Pero éstos han quedado marcados para siempre, como si los tránsitos del espacio y el tiempo fueran un ritmo moral cuya sutileza no estará nunca por debajo de su gravedad. Sépase entonces que en la alta fantasía llueve, según la fórmula dantesca, y que basta un guiño, unos golpes de ignorado origen en la puerta, para ocupar la imaginación de toda una vida: esto es Shakespeare. Borges le llama “Señor de todas las palabras” y entiende que el misterio de su obra “virtualmente infinita” no consiste solamente en su origen, tampoco en su desarrollo o en su retirada de las tablas y el posterior silencio creativo, sino sobre todo en el enriquecimiento, en el múltiple e inesperado sentido que sus piezas teatrales han logrado provocar en los espectadores llenos de pasmo, sorpresa o estupor durante siglos, y que seguirán causando mientras su representación o su lectura tengan lugar. Es parte de un acertijo superior: el mismo Shakespeare y todo lo que esté en él aún desconocido a través de las múltiples maneras de mirarlo, que se funde a su vez en ese otro arcano enardecido de la creación estética (resuelto acaso por Bernard Shaw, conforme recuerda Borges, al afirmar aquél que el Espíritu Santo ha escrito no solamente la Biblia sino todos los libros del mundo), y el cual representa en sí mismo una sugerente alusión, ni siquiera concluyente o definitiva, sobre “aquel otro enigma: el Universo”. Para oficiantes de una religión laica como Harold Bloom, la “bardolatría”, los personajes literarios antes de Shakespeare cambian muy poco, aunque envejezcan y mueran, porque la relación consigo mismos no se modifica. A partir de la irrupción sobrecogedora de las obras del bardo inglés, los personajes no se despliegan en el espacio tiempo de la ficción literaria sino que se desarrollan ontológicamente (como también lo hará Don Quijote) porque se conciben de nuevo. ¿La razón? Se escuchan hablar casualmente a sí mismos, afirmará el hiperbólico crítico que considera a Shakespeare inventor de lo humano. Macbeth, Lear, Hamlet, Otelo, Ofelia, aun Falstaff, se observan (se espían, escribirá) y abren el camino hacia la individuación característica de la modernidad. Como lo hacen los textos clásicos, artefactos supra-racionales ---metafísicos o ultrafísicos--- que nos interrogan, y no al revés, Shakespeare continuará explicándonos. Nos enseñará que el sentido de lo humano no solamente se repite sino que también comienza, y que las formas de la conciencia advienen a la vida mediante el magisterio de lo efímero, la pulsión de lo múltiple o la psicología de la mutabilidad. Hamlet, por invocar al personaje repetidamente citado después del Jesús de Marcos, el evangelista, héroe de la conciencia intelectual, el más humano de los humanos, reo virtuoso de la disyuntiva, tan sabio y tan viejo, tan todos y tan ninguno, obligado a optar y por ello reacio a la elección impuesta ---a la neurosis de destino, como dirá mucho después el agudo mitógrafo Freud, deudor de Shakespeare, inventor del psicoanálisis---, indiferente y múltiple, fiel a su destino pero sin duda distante del mismo, es el ejemplo o modelo (exemplaria, lo llama De Quincey) de esa transformación que para acercarnos a ella e intentar comprenderla llamamos existencia. “Lo demás es silencio”, dirá en frase memorable el príncipe al morir, concluyendo así lo que más allá comenzará de nuevo. Fernando Solana Olivares

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