EL UNO EN EL OTRO.
Repitamos el tópico: una democracia sin demócratas. Parece una mera simplificación evasiva establecer una analogía entre Hitler y Donald Trump. La misma circunstancia de que la similitud haya sido expuesta por la retrasada y poco creíble voz denunciatoria de Peña Nieto contamina la comparación. Pero es mucho más consistente de lo que el mecánico discurso presidencial permitiría suponer.
Guardando desde luego las distancias críticas entre una tragedia histórica y quizá, sólo quizá, esta comedia electoral estadounidense potencialmente tan peligrosa como lo fue aquella todavía inexplicable aberración sociopolítica alemana, la cual sólo resultó derrotada por un error táctico que ahora, según autores como Graziano y Wallerstein, el capitalismo terminal está a punto de enmendar mediante un fascismo democrático que dividiría al planeta entre una élite del 20 % y una mayoría del 80 % dominada por la primera.
Diversos analistas coinciden en que la inesperada irrupción electoral del multimillonario populista de derecha Donald Trump, lo mismo que la del proclamado “socialista democrático” Bernie Sanders, obedecen a un desencanto popular generalizado con los partidos políticos y a un cuestionamiento radical, a un rechazo del ciclo ideológico y económico neoliberal de más de tres décadas iniciado con la elección de Ronald Reagan en las elecciones de 1980 y mantenido hasta ahora por republicanos y demócratas sin diferencia alguna.
Pero aunque el origen de estos dos inesperados candidatos “insurgentes” sea el mismo, sus discursos y perspectivas son sustancialmente distintas. Sanders denuncia el abandono crónico de los salarios e intereses de la clase trabajadora, el racismo institucionalizado y la brutal e injusta disparidad económica. Su agenda política puede resumirse como liberal progresista y está fincada en la recuperación de la igualdad social. Tal impulso establece, como diría el economista Thomas Piketty, un esperanzador y refrescante alejamiento de las oscuras e interesadas profecías neoliberales sobre el fin de la historia.
La retórica de Trump, en cambio, es una política del odio racial y religioso, de la misoginia y el desprecio a los otros, de la ignorancia y el aldeanismo supremacista, con la que promete una resurrección de la “grandeza” estadounidense, sea esto lo que ominosamente sea. “Del tronco torcido de la humanidad ---escribió Kant--- nada derecho fue jamás hecho”. Y Trump no es un producto endógeno o ajeno al “imperio yermo” norteamericano, como llama Morris Berman a la decadencia crepuscular de la cultura consumista y corporativa hasta hoy mediática, militar e ideológicamente hegemónica, con su globalización, su tecnología cibernética y su deconstrucción (o destrucción) cultural impuestas. No es una excepción en un país “que ha perdido sus amarras”. Y no es tampoco alguien a quien debiera aplicarse la equivocada sentencia histórica de Karl Tucholsky sobre Hitler: “Ese hombre no existe; no es más que el ruido que provoca”. Trump es los Estados Unidos, así pierda la nominación republicana o aun la elección presidencial.
En su última alocución radiofónica del 30 de enero de 1945 Hitler se calificó a sí mismo como un hombre “que sólo supo hacer una cosa: golpear, golpear y golpear”. Llama tanto la atención que un gran número de observadores encuentren en Trump una intencionalidad, un instinto o hasta una sensible sagacidad para traducir el estado de ánimo de los crecientes auditorios que convoca y se le entregan, como si la estupidización de la opinión pública norteamericana no fuera la causa misma del efecto que su estridente demagogia representa. Igual que Hitler fue descrito, Trump es el típico hombre semiculto que pretende saberlo todo sin saber realmente nada y propala medias verdades y seudoconocimientos concluyentes ante públicos acríticos e ignorantes, dispuestos de antemano a ser convencidos.
En medio de tantas contradicciones (otra igual de hitleriana: pretender subordinar lo general a la autobiografía propia), Trump representa, paradójicamente, la cultura de la víctima y la pasión enferma del resentimiento: los otros ---mexicanos, musulmanes, demócratas--- son los culpables de nuestra circunstancia. Nunca hubo ninguna verdadera sanación pública, ninguna renovación o metamorfosis colectivas al desplazar el reconocimiento crítico de lo que ocurre para situarlo en otro lugar. Los chivos expiatorios sólo sirven como distracción efímera. Y la historia continúa estando ahí.
Fernando Solana Olivares
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