Friday, February 19, 2016

ESTA FE INMÓVIL

Afirma Emerson en sus Ensayos que nuestras oraciones son enfermedades de la voluntad y nuestros credos enfermedades del intelecto. Quizá porque ni nuestra voluntad ni nuestro intelecto son capaces de entender cabalmente la condición humana y mucho menos aceptar aquellas aberraciones que cada vez más la constituyen, así la verdadera libertad de nuestros días sea la libertad de ser indiferentes. La modernidad y su secuela, la posmodernidad, han significado el olvido radical y el rechazo militante de las dimensiones espirituales de lo real, el ingreso cultural a un mundo unidimensional, chato, superficial, que se cura en salud sobre tales límites mediante la ironía. Junto con sus esplendores (el desarrollo de la ciencia y los modelos sociales democráticos), la modernidad contiene una dimensión miserable y reductiva que presenta signos de una creciente entropía, de una inocultable descomposición. A pesar del posmodernismo celebratorio y complaciente que intenta sostener mediante estadísticas (datos “duros”) la especie de que estas épocas son las mejores de la humanidad, la pérdida de significado del mundo ha venido avanzando desde la revolución científica a la fecha. La existencia de una conciencia participativa que involucraba una profunda identificación entre las personas y su destino personal, ligado al destino del cosmos mismo, representaba una totalidad psíquica que a pesar de los espectaculares “avances” materiales y tecnológicos ha desaparecido de la escena humana. Dicha totalidad se ha reemplazado por falsos sí mismos provenientes de la sociedad del espectáculo, cuyo sentido y duración son evanescentes: “la gente se reconoce a sí misma en sus bienes, se ha convertido en lo que posee”, escribió hace años Herbert Marcuse. El pensamiento científico, social, político y económico predominante puede describirse como una no participación. Por ello la reiterada publicitación mediática de las bondades participativas de la red cibernética, un mero medio que se admira y reverencia como si fuera un fin, o de la “conectividad” de las redes sociales, identificaciones superficiales entre personas que síquicamente seguirán aisladas, solitarias en medio de la multitud. En este contexto hasta hoy inevitable la religión ha sido parte indudable de la cuestión. Con mordacidad crítica Harold Bloom observa que deplorar la religión es tan inútil como celebrarla, y aunque con lucidez se proteja de las “pruebas de realidad” freudianas repitiendo el apotegma de Wilde de que la vida es demasiado importante para tomársela en serio, su libro sobre el tema concluye aseverando que Yahvé es una deidad de guerra, Alá un terrorista suicida y Jesús una entidad desconocida. O cuando menos no actuante por sí misma, ya que el cristianismo es una invención posterior a Cristo hecha por Pablo, un judío converso, “genio de la síntesis singularmente extraño, que oculta algo esquivo en lo más profundo de su ser”, como dirá Bloom. La civilización occidental cambió cuando el culto olímpico pagano y versátil fue sustituido por un libro sagrado, una verdad revelada y una casta sacerdotal dedicada a preservar la homogeneidad dogmática. De un cómo creer participativo y liberador el mundo antiguo pasó a un qué creer excluyente y normativo. La importancia del pontífice católico no estriba tanto en su papel espiritual como en su función política. Acaso por ello su visita, aunque definida como pastoral por la institución eclesiástica, será tratada por el gobierno mexicano como si fuera una visita de Estado. Esa condición ambigua, un pastor de almas que actúa en el mundo inmediato y contingente, le permite alcances que a su vez contienen límites. Sería deseable que Francisco hable de las patologías que enferman a la Iglesia católica: la pederastia y su demoniaco ocultamiento, la obediencia perfecta y el silencio cómplice, la simonía de sus jerarcas, la materialización de sus ministros, el fariseísmo de su mensaje, la hipocresía de su función. Y que fustigue la corrupción endémica de las oligarquías políticas mexicanas, que reciba a los familiares de los normalistas de Ayotzinapa, que señale la perversión antiespiritual del capitalismo salvaje y reitere una ecoteología de la participación. Entonces la fe inmóvil que representa se pondrá en movimiento para indicar el alcance de una trascendencia que podrá obtenerse en el mundo viviendo con un Dios intramundano, completamente hoy y no mañana, estando sólo aquí y no allá. Fernando Solana Olivares

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