EL MAL EN VANO
La historia, afirmó Hannah Arendt, ha pasado por varios períodos donde el reino público (cuya función es generar luz sobre los sucesos del hombre, proporcionando un espacio común donde tales sucesos se muestren para conocerse y comprenderse) se va oscureciendo y el mundo se torna tan dudoso que la gente deja de pedirle a la esfera política otra cosa que no sea mostrar una mínima consideración por sus intereses vitales y su libertad personal. Tiempos de oscuridad cuando surgen “lagunas de legitimidad” y “gobiernos invisibles”, todo ello debido a un discurso (producido por los representantes oficiales, postulaba Arendt hace años, a los cuales habría que añadir ahora a los medios masivos de comunicación) que no revela lo que es ni lo que de verdad sucede, tampoco sus causas primarias y sus auténticos efectos, sino que lo esconde y degrada a través de una trivialidad sin sentido.
Experiencia de estas épocas y descripción conceptual, centro mismo del asunto dominante y resumen sucinto de las condiciones existentes, sarcástica y perversa declaración, según la filósofa que documentó la banalidad contemporánea del mal: “La luz del público todo lo oscurece”. Pues lo que así ocurre no es visible sustancialmente aunque se muestre a la vista de todos, y no es fácil de percibir en cuanto a su verdadera naturaleza porque está velado por los discursos que lo comunican, lo valoran y lo comentan.
Lo anterior puede servir para entender en otro plano la socialmente aberrante y sin embargo celebratoria narrativa sobre Joaquín “El Chapo” Guzmán, ese poderoso criminal de quien el autor de Gomorra, Roberto Saviano, citado por José Reveles en su libro sobre el capo, escribió en febrero y marzo de 2014 a través de Twitter que, siendo líder mundial del narcotráfico, poseía “la autoridad mística del Papa, la autoridad de Obama y el genio de Steve Jobs”.
El colapso moral propio de la época actual, la desintegración del mundo o la disolución de los valores, conforme la llamó uno de sus analistas más perspicaces, Hermann Broch, se expresa a la manera de un fenómeno estético en el cual reside la verdadera seducción del mal. No es solamente la fascinación materialista que el mal radical trae consigo ---desde la venta masiva del modelo de camisa de seda narca que llevaba “El Chapo” en su encuentro con Sean Penn hasta el reverencial y tácitamente admirativo trato que éste le prodiga en su periodísticamente pobre crónica del encuentro, desde la ignorante estupidez interesada de Kate del Castillo hacia el opulento fascineroso hasta la infaltable reiteración en informes y testimonios de la “gran inteligencia” que lo caracteriza---, sino la consonancia que los hacedores del mal encuentran en su propio sistema, en cadenas de pensamiento como “los negocios son los negocios” o “la guerra es la guerra” o “todo lo que hago es defenderme de mis enemigos.”
Esa consonancia los convierte en estetas dispuestos al asesinato y a la destrucción de no importa cuánto y cuántos para defender la “hermosa” coherencia de sus intereses, cuya magnitud se entiende como un valor en sí, una causa legítima que no requiere preguntarse por sus espantosas consecuencias individuales y colectivas: “Suministro más heroína, metanfetamina, cocaína y mariguana que cualquier otra persona en el mundo. Tengo una flota de submarinos, aviones, camiones y barcos.”¡Oh, admirable vanidad!: tanto mal en vano para vivir a salto de mata, de fuga en fuga, de muerte en muerte, tanto tiempo crispado, tanta sangre y dolor derramados.
Una persona se define por sus actos. Para la axiomática de ellos no importa cómo los considere: “hicimos un juramento y seguíamos órdenes”, explicaron los verdugos nazis; “si yo no lo hago otro lo hará”, dirá el sangriento y despiadado capo. Pero pensar es tomar en cuenta la naturaleza moral de los actos, todo lo demás es una astucia instrumental, no una razón suficiente ni establecida. Si el pensamiento es lenguaje, las respuestas del entrevistado en la mala entrevista de Penn lo revelan todo.
El mal posmoderno, aquel que cosifica en bloque, ni siquiera está a la altura (o en el abismo) de su iniquidad. “El Chapo” Guzmán, igual que el depredador nazi Eichman se le mostró a Hannah Arendt, es nada más que un pobre diablo, un burócrata de su propia malignidad. Y lo es no por su humilde origen o por ser solamente un encumbrado gerente del crimen, sino por su desenlace: una celda de zoológico o una extradición imperial para traicionar.
Fernando Solana Olivares
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