Thursday, December 10, 2015

VARIANTES IMPENSADAS

El llanto del profeta. El encuentro es altamente conmovedor y su dramático gesto concentra una indeleble cantidad de significados: el jueves 3 de enero de 1889, Federico Nietzsche ve a un cochero golpeando violentamente a un caballo en la plaza Carlos Alberto de Turín y se precipita para defender al animal y contener al hombre. Milán Kundera afirma en La insoportable levedad del ser que tal acto representa una súplica de perdón al castigado animal por Descartes, cuyo racionalismo extremo condujo a los seres humanos a creerse amos y señores de la naturaleza y de todas sus criaturas, consideradas sólo como máquinas vivientes, machina animata, seres carentes de alma e incapaces de sentir emoción y dolor. Vladimir Mayakovsky hace poesía sobre el asunto en “La actitud correcta con los caballos”, un modelo de compasión aún para el asesino Raskolnikov, quien en algún momento de Crimen y castigo pensó que debía abrazar a un caballo maltratado. Para entonces el amante imaginario de Cósima Wagner ya había imaginado la paradoja del caballo de un coche de plaza sobre el que orina su cochero: como hace mucho frío, el manso animal contempla agradecido a quien así lo humilla. En todo esto es siempre Federico Nietzsche quien protagoniza el acto central de lo que se ha llamado su ascensión a los cielos, así haya sido a través de un descenso a la demencia. Pero el cineasta húngaro Béla Tarr cambia el eje narrativo para derivar la historia hacia una zona insólita: el caballo, el cochero, su joven hija y las miserables condiciones de su existencia, durante seis días posteriores al encuentro de la plaza que metaforizarán el final del mundo humano, su definitiva clausura. El sentido alegórico. La escuela posmoderna de la deconstrucción propone un cambio radical o inesperado del punto de vista narrativo, una inversión de la jerarquía que encierra una historia y la modificación de su significación predominante para refutar las categorías y los convencionalismos aceptados y encontrar así los contenidos subyacentes o potenciales de cualquier fenómeno. El caballo de Turín tiene por tema central, según su director, “la pesadez de la existencia humana”, contada desde la monótona y difícil cotidianidad del caballo, el cochero y la hija, donde se repiten las mismas acciones: la mujer va a buscar agua del pozo, viste a su padre que tiene paralizado un brazo, cocina las papas que comen con las manos y casi siempre guardan silencio. A su alrededor no deja de silbar un ominoso viento. “Hay una insistencia patológica en reproducir las mismas acciones en espera de que algo nuevo suceda. Es una tendencia típica del ser humano. Lo que he hecho en mi película es reproducir la vida”, explicó Tarr. Al comienzo de su carrera, el director partía de su sensibilidad social para intentar cambiar el mundo. El caballo de Turín le hizo comprender que los problemas son mucho más complejos. “Ahora sólo puedo decir que es muy pesado y que no sé qué sucederá, pero veo algo muy próximo. El fin. Antes de rodar sabía que sería mi última película”. Quizá el llanto iluminado de Nietzsche abrazado al castigado caballo así lo sabía. Lou enamorada. Como observa Kafka, algunos hombres sobreviven al canto de las sirenas pero ninguno a su silencio. Cándida Fino, la dueña de la casa turinesa que albergaba al profesor Nietzsche, quien al defender al caballo había tenido la visión de su propio destino, sucumbiendo en un éxtasis de compasión para “morir como murió Dios, según Zaratustra”, buscó nombres y direcciones entre la correspondencia del profesor buscando avisar a sus íntimos que llevaba días encerrado, desnudo y danzante como un sátiro entre ritos que el pudor crítico llamó “dionisíacos” y que los patrones espiaban apenados por el ojo de la cerradura. Descubrió una vieja carta cerrada que así se quedaría. Otra deconstrucción todavía inexplorada propone que era una misiva amorosa dirigida a Nietzsche por Lou Andreas-Salomé y nunca leída por él. El gorro del señor Fino. Después de varios días de delirio, alto precio de esa iluminación, el autor de Ecce homo (“¿Se me ha comprendido? Dioniso contra el Crucificado”.), le pidió al señor Fino, quien con su mujer y sus hijos, todos cubiertos de lágrimas, despedía al bueno del profesor, el gorro de dormir adornado con una borla que usaba, una papalina. El filósofo trágico requería una corona, aunque ésta fuera la de un bufón, la de un payaso. Así salió de la amable casa turinesa para encontrarse con su ineluctable destino. Otra variante. Fernando Solana Olivares

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