Friday, January 01, 2016

EL POLEN DEL UNIVERSO

Miró la definición y recordó su procedencia milenaria, el Mahabharata hindú: “El tiempo es el polen del universo”. No había podido, en cambio, recordar el término “sobriedad” cuando horas atrás lo buscó en su mente. La edad dificultaba sinapsis que a últimas fechas iban apareciendo con retraso. Eso era la vejez: retrasos. O apresuramientos hacia el final. Pensó en las estrategias de sustitución vinculadas a un placer delicado y en construcción que requería irse probando mediante pequeños sorbos, como se muestra la belleza verdadera o se domina la auténtica plenitud. No de inmediato sino poco a poco hasta establecerse en una rotunda condición: la sobriedad, droga de todas las drogas. Como el poeta, ahora amaba las mañanas, el centro, la claridad. Sin ser convocado vino a su recuerdo un hermoso cuento de un escritor amigo, admirado y talentoso, cuyo protagonista era un niño que nombraba a sus canicas con nombres planetarios: Tierra, Luna, Sol, los únicos tres que escolarmente conocía, y llamaba a las otras Neón, Centella, Bengala o Gato. El misterio de los nombres, el enigma lingüístico del nombrar. El ser y el enunciado, la summa de las palabras y la realidad. Todo acto cognitivo, afirman los sabios, es básicamente un acto de lenguaje. Así entonces ningún metafísico es mudo y toda epistemología representa un acto del habla. De tal manera que postular al tiempo como el polen del universo era todo un reconocimiento vivencial y un ejercicio de la conciencia: avances verbales del ir viviendo para al fin terminar. La memoria, entidad tan arbitraria, le hizo considerar una historia antigua: la de un tal señor Aldaco, quien desnudo entraba en una cueva y ahí se quedaba durante días para indagar sobre el origen del lenguaje. Nunca lo encontró, pues dicho comienzo es trascendente, adviene de más allá y no obedece a razones funcionales como el empleo de herramientas, la ingesta de proteínas o la socialización. Sonrió ante la imagen mental de aquel ingenuo y aterido explorador de la casa de la conciencia buscando lo que no puede encontrarse, como si un pez indagara por el agua donde existe. El lenguaje es el polen de la conciencia, la fecunda y la articula, la elabora y la multiplica. El lenguaje es la casa del ser. De golpe recordó tres referencias. La primera, que un escolástico del siglo XI explicó el paganismo panteísta como un error gramatical tenebroso provocado por el plural de la palabra “divinidad”. La segunda, que la historia del pensamiento era la historia del lenguaje. La tercera, que cuando el poema fundacional del Cid el término “recordar” todavía significaba “volver en sí”. Volvió en sí mediante el recuerdo, volvió a sí. Especuló que habría una gramática de la verdad en la memoria, así ella se hiciera de palabras justas o verdaderas o imaginarias o ideales o posibles o deseables o múltiples, estratificadas una y otra vez en una arqueología de la vida sucedida como aquella flor de la harina que el polen simboliza en latín. El paso de la palabra a la realidad, dicen los hindúes, es el sphota, la abertura o el brote. Y los nombres, afirma el poeta, no son ni los hermanos ni los hijos sino más bien los padres de los objetos sensibles. Siempre se habla en el nombre de algo, y al enunciar con el lenguaje se entiende que una cortina de fuego demarca lo perecedero de lo imperecedero. De ahí entonces que el acertijo homérico de Ulises, el tramposo lingüistico: “Mi nombre es Nadie”, haya bastado para derrotar al cíclope, pues lo que no tiene nombre no tiene sustancia tangible, no guarda ninguna responsabilidad. Quizá apenas entonces es cuando comenzaban a abrirse las zonas selladas de su psique. Buscó sentido a esa corazonada, lo mismo que una lúcida arbitrariedad: terminar era comenzar, de ahí que la vejez no significara la caducidad sino la persistencia, aquello durable que participaría de la eternidad. Paradoja de lo próximo o el niño que se oculta en toda ancianidad, ese polen germinal del tiempo ensanchaba un espacio que prometía concluir expandiéndose y que anunciaba expandirse al concluir. Un lapso que no se crea, no se destruye, sólo se transforma. Y su materia era la palabra. De tal manera que entrar a la muerte con los ojos abiertos, y antes a su prefacio, los últimos años de la vida humana, era una mera perspectiva del lenguaje, un modo concluyente, preciso y distinto del decir. Pensó que eso era envejecer con dignidad. Fernando Solana Olivares

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