Friday, February 19, 2016

¿DÓNDE ESTÁ DIOS? / I

Nuestra vida, dirían los clásicos, no pasa de ser un simple juicio sobre las cosas. Aunque el pensamiento posmoderno insiste en el contextualismo (cualquier cosa depende del contexto donde sucede), en el pluralismo (los contextos son múltiples) y en la coparticipación (cada quien colabora en la construcción de su realidad, la cual en mucho es su propia responsabilidad) como elementos que determinan lo real, tales postulados relativizan los fenómenos sociales, económicos y políticos, disuelven la naturaleza de la verdad, de la moral y de la ética, conducen al infierno de lo idéntico, al pensamiento único del neoliberalismo, a la resignación social. La teología medieval afirmó que cuando un hombre del pueblo llano preguntaba dónde estaba Dios debía contestársele que muy arriba, en el cielo; cuando la indagación la hiciera un hombre de inteligencia media la respuesta diría que Dios se encontraba en todas partes; cuando la cuestión proviniera de un sabio sólo podría indicarse que Dios no se encontraba en ninguna parte. Muchas tradiciones supusieron que la divinidad era un aciago demiurgo, un intérprete bizarro, un malévolo intermediario entre la voluntad de la verdadera entidad creadora y el mundo de la necesidad creado con los sufrientes seres que lo poblaban. Dios ausente, Dios indiferente, Dios muerto para las tribulaciones, calvarios y perplejidades humanas. Las corrientes gnósticas insisten hasta nuestros días en que Dios no participa en la historia. Aceptan que está en el Cosmos, en cada ser y en la unidad de los seres, pero no en la historia de los pueblos. De asumirse la existencia de una entidad creadora que sí participa en dicha historia, las terribles circunstancias del mundo contemporáneo (así la posmodernidad celebratoria siga porfiando en la construcción del pensamiento único y repita sin cesar, sobresocialize que la civilización nunca ha estado mejor) sólo podrían conducir a una atroz conclusión propia del orden nihilista del nada es cierto y todo está permitido: ese Dios es cruel, sádico, colérico y brutal, es adicto al sufrimiento de sus creaturas, lo provoca y exacerba para obtener un maligno placer. El teólogo cristiano Raimon Panikkar escribe que la experiencia de Dios no es experiencia de nada, pues no hay un tal objeto para ello: es una experiencia en la que se experimenta que la propia experiencia no agota el fondo de ninguna realidad. Esa vivencia no es especial ni mucho menos especializada. Por eso Dios no está en los templos ni tampoco entre sus supuestos intermediarios. Sin los lazos que nos unen a la realidad no podría vivirse tal encuentro, el cual sucede en lo cotidiano, bien sea sublime o intrascendente, pues ese encuentro coincide con la certeza personal de la contingencia humana, con la precariedad de la persona, de ahí la plegaria como reconocimiento de esa precariedad. Asúmase entonces que Francisco no representa directamente a Dios sino un mensaje cuya apelación alude a algo ---o a alguien, si quiere insistirse en las analogías habituales--- que lo abarca todo, que está no estando y al no estar está, como un símbolo que se revela y vela al mismo tiempo. Ambigüedades e imprecisiones, porque el término Dios --- un campo semántico inagotable--- representa un discurso mediatizado por cualquier creencia, significa un decir que ningún concepto reduce. Sin embargo, desde Juan Pablo II, papa carismático y reaccionario, responsable junto con Ronald Reagan y Margaret Tatcher de la revolución conservadora que impuso el horror económico aun determinante en el valle de lágrimas humano contemporáneo, pasando por Benedicto XVI, mecánico guardián de la ortodoxia dogmática y literalista, de una Iglesia principesca y ritual, el inesperado discurso renovador y políticamente inédito de Francisco, el papa jesuita, hace surgir aquella condición ya descrita por el pensamiento alternativo de que las sociedades y sus líderes se plantean los problemas que deben y pueden resolver, otra variante de la doctrina de la aparición simultánea, cuando surge la enfermedad, la plaga pública, y al nombrarla se avanza hacia su eventual cura. Aún los silencios, los temas no abordados y las omisiones directas del pontífice romano determinan una crítica social tan insólita como esencialmente lógica. ¿De dónde podría venir, en este posmoderno mundo al revés, la denotación de lo pavoroso existente? Sólo de alguien que predica, mediante su decir y su hacer, así sean incompletos, un vínculo con Dios. Fernando Solana Olivares

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