¿DÓNDE ESTÁ DIOS? / y II
“Nuestro destino implacable es la desilusión en todas nuestras empresas”, escribió Shakespeare a manera de amarga verdad. El consejo contra la desilusión es evitar su origen, la ilusión. Sin embargo ella compone una parte central y acaso inevitable de lo humano: desear que la realidad corresponda a nuestros anhelos. No es así porque hay lo que hay, existe como existe, pasa según pasa. Y de todos modos debemos perseverar en aquel como si, en ese pesimismo crítico de la inteligencia que actúa al unísono con el espontáneo optimismo de la voluntad. O en la condición bifronte de la inteligencia superior que sabe que el mundo no tiene remedio pero insiste en su empeño por cambiarlo y acepta la contradictoria ambigüedad como una fenomenología inherente a lo real.
Los silencios del papa Francisco en su reciente viaje a México pueden ser entendidos de diversas maneras: concesiones tácticas de un dirigente político hacia un gobierno amigo, indiferencias específicas acerca de ciertos temas, cálculos de oportunidad cuya razón no se hace visible, premeditaciones debidas a la existencia de una sociedad mayoritariamente católica pero en paulatina disminución censal y creciente desencanto.
Parecería evidente que la segunda hipótesis no debiera formar parte de la ecuación. Una sensibilidad que ha mostrado obedecer a un vigoroso carácter social antes que a obsesiones morales, un inesperado discurso ecológico integral contra el agotado modelo económico mundial depredador e inhumano y no las usuales homilías dogmáticas o metafísicas llenas de mansedumbre y vida eterna, o aun una renovadora autocrítica eclesial caracterizan a ese “líder que no habíamos visto antes”, como lo llamó con agudeza el alcalde de Nueva York.
Las omisiones de Francisco ---abordadas apenas en el viaje de regreso a Roma ante pregunta expresa de la prensa que lo acompañaba en el avión, incurriendo así en una tardanza que pareció formar parte del mensaje--- sobre la recepción de los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y de los varios miles de desaparecidos más; sobre Marcial Maciel, la pederastia clerical y el silencio cómplice de los obispos ante ella; específicamente acerca de los feminicidios impunes de Ciudad Juárez y ahora de todo el país; concretamente sobre el horror infernal al que los migrantes son sometidos en México o en cuanto a la violación de los derechos humanos perpetrada por el mismo Estado mexicano, todas esas ausencias discursivas empañan el valor directo de sus mensajes y acaso la importancia final de su visita, pero no clausuran los principios conceptuales que hasta hoy se siguen mostrando como la columna vertebral de su pontificado.
Cuando Francisco se expresa contra la cultura del descarte, la corrupción, la oscuridad clerical, los asesinatos de jóvenes y la falta de oportunidades para ellos, la idolatría del dinero, la enajenación del consumo, el envilecimiento del narcotráfico, la trata de personas, el horror carcelario, la exclusión de los indígenas y la expoliación sufrida históricamente, la explotación laboral, los bajos salarios degradantes de la dignidad personal, contra el lucro de la rentabilidad cortoplacista y el predominio del capital financiero por encima del bien colectivo, ante la destrucción de la casa común y el uso desproporcionado de los recursos naturales, contra el planeta convertido en “un inmenso depósito de porquería”, al hacerlo se manifiesta también contra el olvido del ser humano propio del demencial horror socioeconómico de la posmodernidad, contra la racionalidad indolente que oculta y margina las experiencias humanas distintas, que celebra la supremacía del pensamiento único impuesto por las oligarquías dominantes.
Esta es una brillante manera de despensar, como diría Wallerstein, todo aquello que el pensamiento hegemónico da por incuestionable y definitivamente establecido. Se repite así la radicalidad transformadoramente revolucionaria propia del testimonio evangélico de Jesús. “Pecadores sí, corruptos no”, es una axiología o un programa político para las últimas horas.
Lo que existe ahora no agota las posibilidades de la existencia y Francisco ha dicho que su Señor no teme a las cosas nuevas, que sorprende y guía por caminos inesperados. Quizá radica en una letra como en un grano de mostaza: en la letra “a” que cambia el sentido de resignación (aceptación fatal de lo real) hasta volverla reasignación (traducción distinta de lo real). También ahí puede estar Dios.
Fernando Solana Olivares
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