Tuesday, May 17, 2016

SHAKESPEARE INAGOTABLE / y II

Nosotros, asentó Shakespeare, sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser. De ahí que la tragedia escrita y escenificada contenga la manifestación de aquella condición potencial y múltiple que caracteriza a cualquiera, aun en estos tiempos globales de pensamiento único y mentes uniformadas, aun ahora. Una teoría propone tres niveles de relación entre el espectador y la representación trágica: la distancia indiferente, la identificación imaginaria o el arrebato. El primero obedece tanto a la falta de sensibilidad del espectador como a su incapacidad para colapsar temporalmente la incredulidad, ese realismo lógico determinado por la “verosimilitud” de los efectos especiales de la imagen, empobrecedora y única pedagogía de los homos videns posmodernos que han aprendido a mirar antes que a abstraer, imaginar y comprender. El segundo nivel responde al hecho estético como tal: siempre un espejo donde el espectador se observa a sí mismo en los otros y en lo otro y así se multiplica. El tercero es propiedad insólita de Shakespeare (y acaso de muy escasos genios más). Harold Bloom admite tal arrebato inevitable al enfatizar de nuevo algo que el propio Hamlet señalaría: “We have a smak of Hamlet ourselves” (“Nosotros mismos olemos un poco a Hamlet”). Si se pasa por alto aquel “un poco”, pequeño guiño de modestia del autor, el efecto queda concluido: sus personajes, caracteres excepcionales y proteicos, bajan del escenario o emergen de la página y nos ocupan, toman posesión, se apoderan de nosotros. Hoy nos acordamos de Ben Jonson, el dramaturgo amigo y rival de Shakespeare, no por su obra sino por su peregrina desautorización (equivalente al menosprecio que sufrió la obra de Cervantes por sus contemporáneos) cuando afirmó que el autor de Macbeth era hombre de pocas letras, que sabía nada de griego y muy poco latín. El ignorante desprecio del escritor con formación académica, del scholar investido por el título pero no autorizado por el talento, de quien sólo es algo antes de poder ser alguien. Casi siempre la crítica (y ahora el mercado, su sacrosanto reemplazo) queda paralizada ante el genio y la obra canónica compuesta de profunda e incomprendida extrañeza, de enorme y sorprendente belleza que en el caso de Shakespeare es mucho más que una virtud estética para convertirse en un fenómeno metafísico-moral, en un llamamiento (un arrebato) existencial compuesto por aquella verdad superior que ninguna ciencia o técnica, ningún algoritmo o aplicación podrían enseñar: la del incremento del ser. Hamlet, siempre Hamlet. No el complejo de Edipo como constante unificada de la conciencia humana sino el dilema esencial de Hamlet: inclinarse, elegir, decidir. Cioran comienza Desgarradura contando una leyenda de inspiración gnóstica. En el cielo se libró una feroz batalla entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los indecisos que no tomaron partido fueron “relegados” en la tierra, castigo consistente en tener que llevar a cabo aquí la elección que no habían hecho allá. Desde entonces los seres humanos, sus descendientes, estarían ontológicamente obligados a optar, condenados al acto, a ser o no ser, estar o no estar, ir o no ir, hacer o no hacer. Todos vueltos Hamlet. La provocadora hipótesis de Bloom respecto a que el verdadero padre del psicoanálisis no es Freud, meramente su mitógrafo, sino Shakespeare, cuya obra produce pasmo (admiración y asombro extremados que dejan en suspenso la razón y el discurso), cobra sentido cuando se observa que sus personajes literarios, quienes antes no solían variar mucho sino sobre todo sufrir peripecias, envejecer y morir, esta vez cambian porque su relación es propia de lo humano moderno: se conciben de nuevo a sí mismos. En lugar de tener solamente vivencias, comenzarán a ser determinados por sus experiencias. Ya no se despliegan en el tiempo espacio de la ficción, observa Bloom, ahora se desarrollan. Al existir así nos inquieren, nos representan, nos explican. Y Hamlet antes que los demás, aunque todos ellos también estén (también sean) en nosotros. Hamlet simboliza la tragedia de la conciencia obligada a diagnosticar e intentar curar la enfermedad de la existencia. Nietzsche lo consideró como a un médico de la cultura, pues de tal modo definía la tarea epistemológica de ser, pensar y actuar. Aunque esto pertenezca a la inclemente y maravillosa aflicción del estar vivo. Fernando Solana Olivares

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