TARDE DE VÍSPERAS
Para Laura
La intensidad de aquella tarde era de otro orden y el conferencista prefirió darle el nombre de tensión. Hablaba ante un público indiferente, como si fuera una ocasión donde algo tiene que decirse porque algo tiene que oírse y ninguna de las dos acciones importa gran cosa.
De pronto, en un giro cuya sutileza pasó inadvertida aunque no así sus consecuencias, el conferencista dejó de ser lo que era y se convirtió en lo que podría ser. Hizo a un lado los apuntes que venía consultando con morosa torpeza y su verbo se tornó magnético y hasta brillante, lleno de fuerza y precisión. Quizá entonces fue que algo comenzó a hablar a través suyo, pues más tarde, cuando se le preguntó sobre el tema de su plática, dijo no saberlo bien.
Hubo entre el público quien después creyera que esa tarde una extraña operación se había cumplido: el habla nos habla, como diría el filósofo terminal; otra forma de enunciar que somos amanuenses de un espíritu que se manifiesta como lenguaje.
Entre las cosas que el hombre dijo, cuyos rasgos generales quedarán en la memoria de los oyentes dispersos en fragmentos y girones porque el recuerdo humano no suma sino resta, no acumula sino desagrega, confesó ser culpable con las golondrinas. No con todas, precisó, sino solamente con aquellas que porfiaban en hacer sus nidos encima de la puerta de su casa.
Fue cuando habló de Nuestra Señora de las Golondrinas y contó la historia de una mujer cautiva y torturada que sería sustraída de sus crueles verdugos por una parvada luminosa de esas aves quienes azules como acero y ligeras como el viento la transportaron al cielo.
“Soy narrado, soy narrador, soy narrativa. Espacio-mezcla: una aleación. ¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? Tropo fantástico: el lugar donde siempre llueve. La afirmación que vuelve eterno (fantástico) aquello que se dice”. Para esas alturas de la charla, soliloquio, conferencia o lo que fuera, el sentido de lo dicho había estallado. El público parecía electrizado y el orador también.
Un efecto visual contribuyó a tal clima portentoso aunque discreto, tan común y corriente como excepcional. “¿Ustedes creen en fantasmas?”, preguntó el hombre a la absorta audiencia. “Yo tampoco”, contestó sin esperar la respuesta. Y desapareció.
Acaso fue un juego de sombras inesperado o tal vez un súbito deslumbramiento producido por el crepúsculo que afuera de la sala de conferencias ya tendía su manto impenetrable, pero la desaparición causó una exclamación de sorpresa entre los asistentes, la cual quedó sofocada cuando las luces de la sala fueron prendidas y vieron que el conferenciante seguía allí.
Varios asistentes salieron persuadidos de que aquello había ocurrido, que un portal de múltiples dimensiones había guiñado el ojo. El hombre no supo explicar a continuación, mientras el asombro era entre la audiencia, si las hadas más favorables pulularon alrededor de su cuna, pero enumeró algunos de sus defectos como involuntarias virtudes: “Sagrado descontento”, afirmó. Y luego citó a un poeta, Cristóbal Plantin, si el relator de esa tarde lo anotó bien:
“Tener un hogar limpio, de gustos bien sencillos, / un huerto que dé frutos y un pequeño vergel; / buen vino, poco lujo, unos cuantos hijos, / y en silencio y a solas, una mujer fiel. / Ni deudas, ni amoríos, ni tratos con los pillos, / nada que repartir en timbrado papel; / contentarse con poco, no ambicionar los brillos, / y llevar con donaire la espina y el laurel. / Vivir abiertamente, sin ambición bastarda, / cumplir sin reticencias la propia obligación, / refrenar las pasiones hasta rendirlas todas, / tener libre el espíritu y el pensamiento fuerte, / y alentando una fe que circunde la sien, / esperar en casa, sin temores, la muerte fiel.”
El hombre quedó en silencio, como si estuviera vacío pero también pleno. Ninguno de los asistentes aplaudió y fueron saliendo de la sala en un noble silencio. Al encontrarse con la noche se dispersaron. Quizá un tímido sentimiento se había radicado: el mundo y su prodigiosa arquitectura, su inabarcable condición. Del conferencista algo se supo después, cuando mencionó que no sabía de qué había hablado ni quería saber. Nadie más volvió a escucharlo.
Así de despropositada es la cosa: el juego nos juega, la vida nos vive, el habla nos habla, la muerte nos mata.
Fernando Solana Olivares
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