Friday, June 08, 2018

ÚLTIMAS DE BORGES

En el monumental Borges de Bioy Casares, éste cuenta un sábado 14 de junio de 1986 en Buenos Aires cuando en la Confitería del Molino encontró a su hijo Fabián y le regaló Un experimento con el tiempo, de Dunne, que acababa de comprar en el quiosco de la esquina. Según Borges, no había título tan admirable como el de ese volumen porque multiplicaba nuestro concepto de mundo al proponer la existencia de una serie infinita de tiempos que fluían uno en el otro. Dunne aseguraba que después de la muerte aprenderíamos el feliz manejo de la eternidad y volveríamos a tener “todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos y Shakespeare colaborarán con nosotros”. Borges sonreía al escribirlo. El encuentro y el libro le parecieron a Bioy un buen augurio. Fue a almorzar a La Biela con Francis Korn y al terminar decidió dirigirse a buscar un ejemplar de reserva del libro del autor inglés al quiosco de Callao y Rivadavia. Un individuo joven, que describe con cara de pájaro, vagamente conocido, lo paró por la calle y le dijo dos veces: “Hoy es un día muy especial”. Bioy preguntó por qué y el extraño mensajero le informó de la muerte de Borges esa tarde en Ginebra. Siguió hasta otro quiosco de Callao y Quintana, mientras iba dando, como diría después, sus primeros pasos en un mundo sin Borges. Bioy imaginó una muerte desolada para Borges, aún suavizándola con la presencia a su lado de María Kodama, su amor final. El ángel que lo haría pasar de una condición a otra. Y sin embargo, Borges no estaba rodeado de las cosas y las personas conocidas, escribe su amigo: “Ojala me equivoque”. María Kodama es descrita por él como una mujer extraña, que acusaba a Borges por cualquier motivo, lo castigaba con silencios, lo celaba, se enfurecía ante la devoción de sus admiradores, se impacientaba por sus lentitudes. Recuerda que Borges alguna vez le dijo: “Uno no puede casarse con alguien que no sabe lo que es un poncho o lo que es el dulce de leche”. Con María, observa Bioy, Borges podía sentirse muy solo. La escena es anti homérica, y en ella radica el verdadero drama: el anciano maestro máximo del lenguaje, el dios literatura, se preocupa hasta con temor en complacer a la voluble y a veces cruel joven esposa durante sus últimos días, se marcha con ella a una ciudad europea entrañable para él en la memoria pero lejana en la carne y ahí fallece. Hay quienes dicen que donde sea se muere sobre el planeta y otros acuden a la compasión de lo conocido para sortear el tránsito de la muerte. Bioy mismo afirma que Borges le dijo que para morir daba igual cualquier parte, de tal manera que no azuce inquinas entre quienes están en contra o a favor de la joven viuda y el desenlace. El Kêtman, la regla de cortesía persa de no decir lo que se piensa sino sólo aquello que estimule la convivencia y el bienestar, es empleada por Bioy, a quienes algunos describen como un experto en ella. Del mismo principio desprende el budismo la regla de hablar solamente de quienes están presentes. Tal elegancia le impide el mal gusto de militar en algún bando de opinión. Prefiere contar los momentos últimos del maestro. Que quince días antes de morir Borges comentó a Bernés, un cónsul que lo frecuentaba, el sentimiento de la presencia de la muerte: “Ha llegado. Está aquí”. Dice el amigo devoto que cerca del final Barnés le leyó a Borges su cuento “Ulrica”. Luego de escuchar la línea con la que concluye ese casi único cuento amoroso suyo, Borges dijo: “Soy un escritor”. La lacónica constancia era suficiente. Murió rezando el Padre Nuestro en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español. El virtuoso del Kêtman recuerda que Borges murió en una casa alquilada en la cual le hubiera gustado vivir cuando fue joven y radicó en Ginebra. “La casa no tiene número; la calle no tiene nombre, pero tiene llave, que es la de la casa”, y “Borges ríe con la risa de siempre”, son las frases finales de un diario que abarca de 1931 a 1989 y consta de 1,663 páginas. Un consuelo de la tristeza es imaginarse triste, recordaron Borges y Bioy al estar platicando una tarde sobre algún autor francés. No se imaginaron en la tristeza porque la literatura fue una forma definitiva de la felicidad entre estos dos titanes de las letras. Una tesis descabellada afirma que Borges es una creación de Bioy Casares y que los dos son un invento nuestro. Fernando Solana Olivares

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