EL MISTERIO RIMBAUD
En 1874, a sus diecinueve años, Arthur Rimbaud, el meteoro de la poesía francesa, aquel genio precoz, poeta maldito de rostro angelical que volvió loco de amor a Verlaine y revolucionó las normas líricas con el simbolismo, renunció a la escritura.
Esa interrupción de su actividad literaria se debió a razones prosaicas: sobrevivir. Ya tenía veinte años y era un hijo de familia mantenido por la madre y su precaria economía. El hermano mayor, de pocas luces, se había hecho vendedor de periódicos para ganarse el pan. Rimbaud debía partir y desde entonces guardar silencio creativo.
Viajó por Europa a pie, se enroló como soldado del ejército colonial en Java, donde calculadamente desertó. Estuvo en Chipre, vivió en Adén, Yemen, y en la ciudad etíope de Harar, hasta regresar a Francia con una pierna infectada que le amputarían para morir a los 37 años.
Según algunos biógrafos y estudiosos, el poeta renunciante, obsesionado con el dinero, el comercio y las ganancias, amasó una pequeña fortuna mediante sus iniciativas mercantiles; según otros, apenas habría logrado juntar una cantidad que no retribuyó los esfuerzos, las penurias y los solitarios años pasados en África, lejos de todo y de todos. Uno de tantos misterios en esa vida ascética y viajera es la historia de aquella amante etíope con quien vivió en Adén, lugar de la nada.
Ciertos autores enumeran con alguna conmiseración sus fracasos en los negocios, para los cuales no tiene talento porque es un comerciante improvisado, con demasiadas ideas y poco sentido de la oportunidad. Se hace traer de Europa crucifijos y rosarios en el momento en que las autoridades locales ponen fin brutalmente a las actividades de los misioneros cristianos; se asocia equivocadamente para la venta de armas en un momento también inoportuno; se hace cargo de un lote de cuadernos cuando la mayoría de la población es analfabeta; compra quincallería y productos diversos que más adelante no podrá vender.
En contra suya está además el desorden reinante en lugares toscos donde el comercio es riesgoso, inestable y sujeto a corrupción. A pesar de ello Rimbaud acumula un pequeño capital del cual llevará cuentas exhaustivas y, si la leyenda dice la verdad, traerá siempre consigo en el cinturón. Pocos años después de haber escrito sus obras mayores, Iluminaciones y Una temporada en el infierno, luego de sentirse el igual de Dios y proclamarlo así, ahora es un hombre común y corriente que cuenta con fruición el nunca suficiente dinero, se preocupa por los altibajos de la moneda, sueña con obtener riquezas que lo dignifiquen y muestra visos de avaricia en su conducta.
Lo mismo mostrará su mal carácter con los demás. Los aborígenes africanos le resultarán irritantes dada la supuesta inferioridad dictada por el eurocentrismo, no comprende su psicología ni su cultura así como tampoco el paisaje donde se mueve pues parecen no interesarle. Sus cartas están plagadas de amargura y quejas. Habían concluido irremediablemente las desbordantes iluminaciones recibidas a los quince años de edad, cuando fue un místico en estado espontáneo dueño del lenguaje, y por eso un vidente capaz de escribir esa pequeña pero irresistible obra poética que como la Biblia, aunque esta sea muchísimo más extensa, se convertirá en una fuente inagotable de sentido e interpretación mientras haya literatura.
Para Enid Starkie, otro de sus biógrafos críticos, la carrera de Rimbaud es un trágico ejemplo de “despilfarro máximo”. Estaba dotado para muchas cosas, afirma, pero al final todo fueron decepciones. Los triunfos académicos tempranos, cuando dejara boquiabiertos a maestros y condiscípulos con sus geniales alcances literarios, prometían una destacada carrera intelectual. Pero le parecieron insípidos y abandonaría los estudios como lo haría con la poesía. Al hacerlo dificultaría más su vida futura y se condenaría a marcharse, pues en Francia sólo habría obtenido un puesto insoportablemente subordinado. De ahí la conclusión: el fracaso era su destino.
Aunque todo ello es taxativo. Rimbaud inició la literatura de las profundidades de la psique y gracias a su obra pudo saberse que la poesía debe llevar a alguna parte. Su obra fundó la relación moderna entre metafísica y poesía. De regreso a Francia, moribundo en el hospital, volvió a gozar de las iluminaciones lingüísticas de un místico salvaje, como lo llamaba Paul Claudel, y su hermana Isabelle cuenta a la madre que Rimbaud, vuelto casi inmaterial, emplea palabras extrañas: “Algunas veces pregunta a los médicos si ellos ven las cosas extraordinarias que él percibe, y les habla y les cuenta con dulzura sus impresiones, en términos que yo no podría reproducir.”
La fuente creativa no se había secado y con imágenes y contenidos de los que no quedaría ninguna constancia, Rimbaud trasmitió por última vez los extraños reinos poéticos a los que pertenecía. Había visto lo justo, tenido lo justo y conocido lo justo, como escribiría en su poema “Partida”, una inevitable premonición. Aquel fracaso era un triunfo, y su “jamás trabajaré” una pista falsa. La herida Rimbaud quedaba curada, el misterio Rimbaud también.
Fernando Solana Olivares
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