Friday, January 04, 2008

NUESTRO SENNIN

Guárdate de lo que deseas, porque alguna vez se cumplirá. Guárdate de lo que lees, porque sin darte cuenta lo repetirás. Guárdate de lo que imaginas, porque un día podrá hacerse cruda realidad. Le ocurrió a Balzac, entre otros, quien en su lecho de moribundo, después de veinte años de trabajo pantagruélico y noventa novelas publicadas, reclamaba delirante la presencia de algún médico extraído de su heroica Comedia Humana ---la inmensa narración de la cual fue un amanuense predestinado---, antes que aceptar los habituales auxilios del galeno Nacquart, su viejo y fiel amigo.
Aunque conserva similitudes con ésta, la anterior es otra historia: se trata de un artista cuyo inconsciente materializa las creaciones de su fantasía, pues tanto la vida vivida como la vida escrita resultan ser existencia idéntica las dos. La cuestión comenzó debido a un cuento del escritor japonés Ryunosuke Agutagawa que di a leer a mis alumnos: Sennin. Acaso por molicie propia o por desinformación ajena, llevaba varias sesiones explicando al grupo a mi cargo esa condición que se requiere para comprender todo fenómeno estético: la suspensión temporal de la incredulidad.
Mis alumnos son hijos de la época y están educados por las imágenes visuales planas, así suponen que la verosimilitud aparente es una condición necesaria de la verdad. Les encantan los efectos especiales y se muestran reacios en aceptar que un mero decorado escénico basta para aludir suficientemente a cualquier certidumbre. Han perdido, si alguna vez la tuvieron, aquella capacidad de convocar imágenes en ausencia que llamamos imaginación. Como fuere, hicieron el favor de leer la historia del sirviente Gonsuké.
Los alumnos supieron entonces que un sennin es, conforme a la tradición china, un ermitaño sagrado que tiene poderes mágicos como el de ascender por los aires y disfrutar de una larga y plena longevidad. Espectadores, que no lectores, de Harry Potter y de El señor de los anillos, consumidores de superhéroes televisivos de toda laya que realizan cualquier suerte de milagros metafísicos, la condición fantástica de alguien capaz de volar por los aires o vivir durante siglos no perturbó gran cosa su principio de realidad.
Lo que les chocó, en cambio, fue el sentido final del cuento de Agutagawa y la manifiesta credulidad de Gonsuké, su protagonista, el cual, conducido arteramente por el empleado de una agencia de colocaciones, se compromete a trabajar como criado sin paga alguna durante veinte años en una cierta casa, para finalizado ese lapso recibir de sus fraudulentos patrones, un médico hipócrita y su abusiva esposa, el supuesto secreto de los atributos extraordinarios que ansía obtener.
Transcurren los años y el hombre trabaja sin descanso, ajeno a cualquier queja autoconmiserativa y lejano a toda desconfianza lógica. Cuando al fin el plazo se cumple y Gonsuké solicita la revelación del secreto, la mujer, una vieja arpía, contrariando las alarmadas advertencias del médico, lo hace subir hasta la punta de un alto pino en el jardín de la casa y le exige soltar la última rama donde apenas se sostiene. En aquel instante ocurre el súbito prodigio, el criado queda suspendido sobre la nada como una marioneta pendiendo de hilos invisibles, y de esta manera cuenta Agutagawa el desenlace: “---Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me han hecho un sennin ---dijo Gonsuké desde lo alto. Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más arriba, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer entre las nubes”.
Lo anormal para los estudiantes no fue la conclusión del relato: Gonsuké flotando por los aires, sino sobre todo el medio que el sirviente había empleado para alcanzar la incuestionable certeza de convertirse en sennin. ¿Fe ciega o estupidez divina? ¿Azar arbitrario o providencia ignota? ¿Exageración poética o terca perseverancia que vence al destino? ¿Metáfora de un comportamiento o textualidad de una situación? Después de ventilarse en clase las escépticas dudas de una generación como ésta, tan sentimental lo mismo que racionalista, ahíta de mentiras socialmente aceptadas pero adversa, por reflejo mental espontáneo, a cualquier cuestión no comprobable mediante el consenso de los prejuicios heredados, pedí que se hiciera al respecto un ensayo reflexivo. O razonado. O cuando menos, esforzado.
Algunas lecturas me han dicho que el género del ensayo está emparentado con la palabra latina gustus, que significa cata, gustación o probadura, y designa además aquella arriesgada tarea que antaño se cumplía para saber si los alimentos de emperadores y reyes estaban envenenados o no. Acaso ensayar el gusto siempre entrañe un peligro potencial. Prohibí, como anacrónicamente lo hago, consultar internet para cumplir el encargo, y fijé la fecha de entrega de los trabajos.
Nada relevante encontré en ellos hasta ahora, cuando una escritura manuscrita, sin que lleve prólogo digresor o introducción atemperante, recién me informa: “Estimado maestro, yo fui sennin. Más bien, yo fui ese Gonsuké que se convirtió en sennin. Podría decirse que conocí al escritor japonés que lo contó aunque precisamente ahora no lo recuerde, pero sí todo lo demás expresado en esa historia. Con una modificación: nada de eso ocurrió en Japón sino en mi propia casa, donde mi madre es la vieja arpía y mi padre el culero doctor...”.
Aún cavilo si calificaré con diez al muchachito redactor.

Fernado Solana Olivares

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