LA FUERZA DE LA INTENCIÓN / y III
No parece ser casual que en este tiempo que viaja velozmente hacia una zona desconocida aparezcan nuevas propuestas, tan simples como complejas, para transitarlo con templanza y autocontrol, un talante que parece ser la única forma posible de aguantar vara, y vaya que vamos a necesitar tal resistencia. Entonces, para transitarlo.
En el origen de nuestra cultura está la visión escatológica del fin de los tiempos y los trastornos profundos de ese momento de clausura planetaria y cósmica cuando advendrá otra vez, para comenzar la historia ---antes de que ocurra el último momento sobreviene la corrección, asegura la tradición perenne---, el mesías. Ahora se multiplica la divulgación de la supuesta fecha donde todo concluirá, iniciándose la cadena de eventos excepcionales y catastróficos que están previstos para esa fecha término: el 21 de diciembre de 2012, al comenzar el invierno. No obsta para afirmarlo la sentencia en Mateo el Evangelista de que nadie puede precisar el día y la hora en que sucederá ese momento. Aquí ya hay fecha. No importa tampoco la advertencia de Jesús de que dicha ocasión llegará inadvertida y sigilosa como un ladrón.
O el final de los tiempos va a realizarse por estar en el orden de lo que debe pasar, y ese orden es espiritual, baja hasta nosotros, actúa y se manifiesta absolutamente: lo cambia todo. O la circulación capilar de esa idea cautivante ---resonancia de aquel grito: “¡Despéñate, torrente de la inutilidad!”; o de aquel otro: “¡Ven, Jesús, ven!”--- se convierte en una profecía autocumplida. O nada de eso es cierto y el mundo permanecerá igual: en crisis continua. Pero como fuere, apostar hoy, cuando este texto se escribe y apenas faltan 1,379 días para el supuesto día final que será viernes, apostar afirmativamente sobre la aceptación de tal plazo puede representar grandes ventajas personales vinculadas con la intención. Tal apuesta, como la de Pascal, suena plausible y aguda.
Lo que Lynne McTaggart demuestra en El experimento de la intención, cuyas fuentes provienen de investigación científica mundial: que el pensamiento atento y focalizado (no los deseos fugaces de la satisfacción yoica, sino las búsquedas mentales sostenidas) representa una energía operativa y fabricante de realidad, aun material. Ella le llama ciencia de la intención al estudio de la acción de los pensamientos sobre el mundo y afirma que los experimentos al respecto sugieren que “el efecto del observador no se produce únicamente en el mundo de las partículas cuánticas, sino también en el mundo de la realidad cotidiana. Ya no se debería de pensar que las cosas existen en sí mismas y por sí mismas sino que, como las partículas cuánticas, sólo existen dentro de una relación. La cocreación y la influencia pueden ser propiedades básicas de la vida. Nuestra observación de cada componente de nuestro mundo puede ayudar a determinar su estado final, lo que sugiere que es probable que influyamos sobre todo lo que vemos a nuestro alrededor”.
La tesis es asombrosamente simple y ya era conocida. Lo sabía Borges, por ejemplo. Lo sabe el budismo y lo saben los vedas. Lo supieron los gnósticos: creamos y ejercemos influencia sobre cada uno de nuestros momentos. Así también, como diría McTaggart: “nuestras respuestas emocionales son constantemente captadas y reproducidas por las personas que nos rodean”. Somos entonces fabricantes de la realidad mediante nuestros pensamientos, sentimientos y emociones. Si ellos cambian, cambia la construcción que hacemos de la realidad. Se le encuentra otro sentido aquí y ahora, con lo que hay y con lo que vendrá. Es aquella didáctica diferencia entre quien putea porque se le ponchó la llanta y quien tranquilamente la cambia.
Ya todo está a nuestro alrededor pero no todo aparece. De ahí que surja un libro más, documentado y sólido, acerca del pensamiento y sus efectos, repitiendo de nuevo la antiquísima enseñanza: somos lo que pensamos. ¿Única solución? Conocer nuestros mecanismos mentales y aprender a suspender voluntariamente el flujo de nuestros pensamientos inútiles, obsesivos, encapsulados: todo idiota está encerrado en lo particular.
Pueden mencionarse otras técnicas complementarias para iniciar la domesticación del mono de la mente que salta de pensamiento en pensamiento sin cesar. Una viene del gran Flaubert: “luego de diez minutos de observación, cualquier imbécil se vuelve fascinante”, escribió. Se habla aquí de observación, habiendo suspendido lo más que se pueda el diálogo interior, la cháchara ininterrumpida que nos decimos.
Pero como se quiera, la conclusión es la misma, y nunca como ahora en la historia conocida es requisito de sobrevivencia el operar una transformación interior de la persona, para que así, eventualmente, modifique aquel final cultural anunciado. O cuando menos lo comprenda. Y lo que se comprende está bien.
La intención es la fuerza de la conciencia posmoderna y una cuenta regresiva puede comenzar a ejercitarla en tantos como se dispongan a cambiar interiormente a la par con el cambio externo que desde muchos mensajeros y mensajes se anuncia estar doblando la esquina. Encontramos lo que buscamos. Requerimos dislocar nuestra forma habitual de percepción y pensamiento, de emoción y prejuicio, de sentimentalismo y autoconmiseración. La intención quita el polvo psíquico del camino y hace de la mente un arquero, una flecha y un blanco, todo junto. 1,379 días quedan para lograrlo. ¿Se podrá?
Fernando Solana Olivares
En el origen de nuestra cultura está la visión escatológica del fin de los tiempos y los trastornos profundos de ese momento de clausura planetaria y cósmica cuando advendrá otra vez, para comenzar la historia ---antes de que ocurra el último momento sobreviene la corrección, asegura la tradición perenne---, el mesías. Ahora se multiplica la divulgación de la supuesta fecha donde todo concluirá, iniciándose la cadena de eventos excepcionales y catastróficos que están previstos para esa fecha término: el 21 de diciembre de 2012, al comenzar el invierno. No obsta para afirmarlo la sentencia en Mateo el Evangelista de que nadie puede precisar el día y la hora en que sucederá ese momento. Aquí ya hay fecha. No importa tampoco la advertencia de Jesús de que dicha ocasión llegará inadvertida y sigilosa como un ladrón.
O el final de los tiempos va a realizarse por estar en el orden de lo que debe pasar, y ese orden es espiritual, baja hasta nosotros, actúa y se manifiesta absolutamente: lo cambia todo. O la circulación capilar de esa idea cautivante ---resonancia de aquel grito: “¡Despéñate, torrente de la inutilidad!”; o de aquel otro: “¡Ven, Jesús, ven!”--- se convierte en una profecía autocumplida. O nada de eso es cierto y el mundo permanecerá igual: en crisis continua. Pero como fuere, apostar hoy, cuando este texto se escribe y apenas faltan 1,379 días para el supuesto día final que será viernes, apostar afirmativamente sobre la aceptación de tal plazo puede representar grandes ventajas personales vinculadas con la intención. Tal apuesta, como la de Pascal, suena plausible y aguda.
Lo que Lynne McTaggart demuestra en El experimento de la intención, cuyas fuentes provienen de investigación científica mundial: que el pensamiento atento y focalizado (no los deseos fugaces de la satisfacción yoica, sino las búsquedas mentales sostenidas) representa una energía operativa y fabricante de realidad, aun material. Ella le llama ciencia de la intención al estudio de la acción de los pensamientos sobre el mundo y afirma que los experimentos al respecto sugieren que “el efecto del observador no se produce únicamente en el mundo de las partículas cuánticas, sino también en el mundo de la realidad cotidiana. Ya no se debería de pensar que las cosas existen en sí mismas y por sí mismas sino que, como las partículas cuánticas, sólo existen dentro de una relación. La cocreación y la influencia pueden ser propiedades básicas de la vida. Nuestra observación de cada componente de nuestro mundo puede ayudar a determinar su estado final, lo que sugiere que es probable que influyamos sobre todo lo que vemos a nuestro alrededor”.
La tesis es asombrosamente simple y ya era conocida. Lo sabía Borges, por ejemplo. Lo sabe el budismo y lo saben los vedas. Lo supieron los gnósticos: creamos y ejercemos influencia sobre cada uno de nuestros momentos. Así también, como diría McTaggart: “nuestras respuestas emocionales son constantemente captadas y reproducidas por las personas que nos rodean”. Somos entonces fabricantes de la realidad mediante nuestros pensamientos, sentimientos y emociones. Si ellos cambian, cambia la construcción que hacemos de la realidad. Se le encuentra otro sentido aquí y ahora, con lo que hay y con lo que vendrá. Es aquella didáctica diferencia entre quien putea porque se le ponchó la llanta y quien tranquilamente la cambia.
Ya todo está a nuestro alrededor pero no todo aparece. De ahí que surja un libro más, documentado y sólido, acerca del pensamiento y sus efectos, repitiendo de nuevo la antiquísima enseñanza: somos lo que pensamos. ¿Única solución? Conocer nuestros mecanismos mentales y aprender a suspender voluntariamente el flujo de nuestros pensamientos inútiles, obsesivos, encapsulados: todo idiota está encerrado en lo particular.
Pueden mencionarse otras técnicas complementarias para iniciar la domesticación del mono de la mente que salta de pensamiento en pensamiento sin cesar. Una viene del gran Flaubert: “luego de diez minutos de observación, cualquier imbécil se vuelve fascinante”, escribió. Se habla aquí de observación, habiendo suspendido lo más que se pueda el diálogo interior, la cháchara ininterrumpida que nos decimos.
Pero como se quiera, la conclusión es la misma, y nunca como ahora en la historia conocida es requisito de sobrevivencia el operar una transformación interior de la persona, para que así, eventualmente, modifique aquel final cultural anunciado. O cuando menos lo comprenda. Y lo que se comprende está bien.
La intención es la fuerza de la conciencia posmoderna y una cuenta regresiva puede comenzar a ejercitarla en tantos como se dispongan a cambiar interiormente a la par con el cambio externo que desde muchos mensajeros y mensajes se anuncia estar doblando la esquina. Encontramos lo que buscamos. Requerimos dislocar nuestra forma habitual de percepción y pensamiento, de emoción y prejuicio, de sentimentalismo y autoconmiseración. La intención quita el polvo psíquico del camino y hace de la mente un arquero, una flecha y un blanco, todo junto. 1,379 días quedan para lograrlo. ¿Se podrá?
Fernando Solana Olivares
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