LA IGLESIA AGOTADA
Agustín, obispo de Hipona y padre de la Iglesia, en fecha tan temprana como el año 399 d.C. formuló dos tesis contra el donatismo, una de las abundantes sectas cristianas existentes entonces, que según comenta Raoul Vanegeim en su imprescindible libro Las herejías (Jus, México, 2008) darían lugar a “un futuro despiadado y sanguinario”, determinante en la violenta, autoritaria y antievangélica historia del catolicismo: la primera de ellas justificaba la represión policial contra individuos y grupos que se apartaran de la ortodoxia, definida ésta como “emanación de la autoridad divina”; la segunda establecía el carácter sagrado del sacerdote administrador de los sacramentos al margen del hombre mismo, el cual, “independientemente de su cargo, puede ser inmoral e innoble”.
Más allá de sutilezas o complejidades teológicas, de apelaciones indemostrables a una supuesta razón “divina” que dispone tales despropósitos, en esas dos tesis infames radica tanto el dolor sistemático y destructivo que el cristianismo ha producido a lo largo del tiempo en todos los lugares y entre todas las gentes donde se ha establecido, como el error epistemológico y la flagrante contradicción apostólica que esa fe contiene, propia de una divinidad esquizofrénica, más cercana a la vieja deidad patriarcal, inescrutable y colérica de Yahvé, un macho cabrío que guía dictatorialmente a su rebaño, antes que a la dulzura comprensiva y multiabarcante de un Jesucristo, para quien los últimos, los niños, los pobres y los simples de espíritu, de acuerdo a los Evangelios aceptados como verdaderos por la Iglesia católica, serán los primeros.
Acaso por ello, cuando Gerard Winstanley fue acusado en 1649 de herejía (palabra del griego hairesis, que significa elección, y cuyo sentido represivo y condenatorio no apareció sino hasta el año 325 cuando el catolicismo se constituyó en religión de Estado, como precisa Vaneigem), dijo lo siguiente a sus injustos y venales jueces: “Ese Dios al que servís, ese que os confiere vuestros títulos de nobles señores, gentilhombres y propietarios, ese Dios es la codicia.” Los sinónimos del término son múltiples y todos ellos definen la hipócrita conducta actual de la Iglesia y sus prelados, quienes en las recientes homilías pascuales celebradas en todos los templos católicos han cerrado filas en torno a Benedicto XVI, pretendiendo ignorar así los imparables escándalos de paidofilia, solapamiento y abusos que se suceden ---tan parecidos a aquellas denuncias contra la luxuria y la aviditas del papa y el clero que llevaron al dominico italiano Savonarola a la hoguera en 1498---.
El cardenal Angelo Sodano, decano de los melifluos príncipes de la Iglesia, pretendió defender la autoridad incuestionable del papa en la misa de Pascua celebrada en la plaza de San Pedro con una argumentación intolerante y acrítica, que una vez más corrobora la incapacidad orgánica del Vaticano para enmendar un destino torcido desde su origen histórico porque fue basado en el doble discurso de una doble moral: “Con este espíritu ---arengó el cardenal---, hoy nos ponemos cerca de ti, sucesor de Pedro, obispo de Roma, la inquebrantable roca de la santa Iglesia. Santo Padre, a tu lado está la gente de Dios, quien no permite ser influida por el chismorreo mezquino del momento, por los juicios que a veces sacuden a la comunidad de creyentes”.
Ya lo prometía siglos atrás el dominico Tetzel, persuasivo agente de la venta promocional de indulgencias dispuesta por el papa León X para financiar las obras de esa misma iglesia de San Pedro, empresa mercantil que enfureció a Lutero y lo llevó a su ruptura definitiva con la sórdida y libertina corte papal: absolver, mediante un precio razonable, todos los pecados, “aunque se hubiese fornicado con la Virgen María en persona”. Otra manera de referirse a un “chismorreo mezquino” y hasta hacerlo expiar.
Hace mucho tiempo que la Iglesia católica, si alguna vez lo hizo, dejó de representar el ámbito de lo espiritual. El propio Joseph Ratzinger, en un diálogo sostenido con Jürgen Habermas antes de ser electo papa, reconoció “que en la religión hay patologías altamente peligrosas que hacen necesario considerar la luz divina de la razón como una especie de órgano de control por el que la religión debe dejarse purificar y regular una y otra vez. […] Por ello, yo hablaría de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo.”
En tal momento de enero de 2004, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua e inhumana Inquisición, también habló de “un proceso universal de purificación en el que al final puedan resplandecer de nuevo los valores y normas que en cierto modo todos los hombres conocen o intuyen, y así pueda adquirir nueva fuerza efectiva entre los hombres lo que cohesiona al mundo.”
Sea esta fuerza de cohesión lo que fuere, no parece estar en la perspectiva de una iglesia adicta a sus inmorales trampas ontológicas y esclavizada por un origen secular y político que no tiene que ver con la trascendencia espiritual predicada por Jesús sino con el ejercicio profano del poder. Como escribiría George Steiner al referirse a los tiempos presentes, ya no nos quedan más comienzos, y esta iglesia agotada es el espejo de una civilización que más pronto que tarde parece terminar. Tal vez dicho final así deba entenderse: un drástico proceso universal de purificación.
Fernando Solana Olivares
Más allá de sutilezas o complejidades teológicas, de apelaciones indemostrables a una supuesta razón “divina” que dispone tales despropósitos, en esas dos tesis infames radica tanto el dolor sistemático y destructivo que el cristianismo ha producido a lo largo del tiempo en todos los lugares y entre todas las gentes donde se ha establecido, como el error epistemológico y la flagrante contradicción apostólica que esa fe contiene, propia de una divinidad esquizofrénica, más cercana a la vieja deidad patriarcal, inescrutable y colérica de Yahvé, un macho cabrío que guía dictatorialmente a su rebaño, antes que a la dulzura comprensiva y multiabarcante de un Jesucristo, para quien los últimos, los niños, los pobres y los simples de espíritu, de acuerdo a los Evangelios aceptados como verdaderos por la Iglesia católica, serán los primeros.
Acaso por ello, cuando Gerard Winstanley fue acusado en 1649 de herejía (palabra del griego hairesis, que significa elección, y cuyo sentido represivo y condenatorio no apareció sino hasta el año 325 cuando el catolicismo se constituyó en religión de Estado, como precisa Vaneigem), dijo lo siguiente a sus injustos y venales jueces: “Ese Dios al que servís, ese que os confiere vuestros títulos de nobles señores, gentilhombres y propietarios, ese Dios es la codicia.” Los sinónimos del término son múltiples y todos ellos definen la hipócrita conducta actual de la Iglesia y sus prelados, quienes en las recientes homilías pascuales celebradas en todos los templos católicos han cerrado filas en torno a Benedicto XVI, pretendiendo ignorar así los imparables escándalos de paidofilia, solapamiento y abusos que se suceden ---tan parecidos a aquellas denuncias contra la luxuria y la aviditas del papa y el clero que llevaron al dominico italiano Savonarola a la hoguera en 1498---.
El cardenal Angelo Sodano, decano de los melifluos príncipes de la Iglesia, pretendió defender la autoridad incuestionable del papa en la misa de Pascua celebrada en la plaza de San Pedro con una argumentación intolerante y acrítica, que una vez más corrobora la incapacidad orgánica del Vaticano para enmendar un destino torcido desde su origen histórico porque fue basado en el doble discurso de una doble moral: “Con este espíritu ---arengó el cardenal---, hoy nos ponemos cerca de ti, sucesor de Pedro, obispo de Roma, la inquebrantable roca de la santa Iglesia. Santo Padre, a tu lado está la gente de Dios, quien no permite ser influida por el chismorreo mezquino del momento, por los juicios que a veces sacuden a la comunidad de creyentes”.
Ya lo prometía siglos atrás el dominico Tetzel, persuasivo agente de la venta promocional de indulgencias dispuesta por el papa León X para financiar las obras de esa misma iglesia de San Pedro, empresa mercantil que enfureció a Lutero y lo llevó a su ruptura definitiva con la sórdida y libertina corte papal: absolver, mediante un precio razonable, todos los pecados, “aunque se hubiese fornicado con la Virgen María en persona”. Otra manera de referirse a un “chismorreo mezquino” y hasta hacerlo expiar.
Hace mucho tiempo que la Iglesia católica, si alguna vez lo hizo, dejó de representar el ámbito de lo espiritual. El propio Joseph Ratzinger, en un diálogo sostenido con Jürgen Habermas antes de ser electo papa, reconoció “que en la religión hay patologías altamente peligrosas que hacen necesario considerar la luz divina de la razón como una especie de órgano de control por el que la religión debe dejarse purificar y regular una y otra vez. […] Por ello, yo hablaría de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo.”
En tal momento de enero de 2004, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua e inhumana Inquisición, también habló de “un proceso universal de purificación en el que al final puedan resplandecer de nuevo los valores y normas que en cierto modo todos los hombres conocen o intuyen, y así pueda adquirir nueva fuerza efectiva entre los hombres lo que cohesiona al mundo.”
Sea esta fuerza de cohesión lo que fuere, no parece estar en la perspectiva de una iglesia adicta a sus inmorales trampas ontológicas y esclavizada por un origen secular y político que no tiene que ver con la trascendencia espiritual predicada por Jesús sino con el ejercicio profano del poder. Como escribiría George Steiner al referirse a los tiempos presentes, ya no nos quedan más comienzos, y esta iglesia agotada es el espejo de una civilización que más pronto que tarde parece terminar. Tal vez dicho final así deba entenderse: un drástico proceso universal de purificación.
Fernando Solana Olivares
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