EL INCESANTE BORGES.
Nunca lo conocí, querido Borges (permítame, por favor, prescindir de cualquier título al aludirlo: no me imagino diciéndole maestro a Homero, a Shakespeare o a Quevedo), pero mi trato con usted es tan íntimo como las tantas veces que a lo largo de los años lo he leído. Ya lo habrá dicho algún otro, más autorizado que yo y más agudo: usted, Borges, es la Literatura; así que leerlo es leer a todos los escritores que antes suyo y aún después, en este ahora cuando ya han pasado veinticinco años de su muerte, también habrán sido.
¿De su muerte? No hay tal, querido Borges, usted sigue estando vivo, entre esa serie de hechos inexplicables que son el tiempo, el universo y los libros, pues confiando en sus propias palabras, más allá de la muerte corporal queda la memoria, y muy pocas son tan opulentas y están tan presentes en la literatura contemporánea como la suya.
Usted lo afirmó una noche de junio de 1977 en el teatro Coliseo de Buenos Aires, al hablar de Dante y su Comedia, a la cual sustrajo empeñosamente el adjetivo de divina durante toda esa memorable conferencia, indicando acaso que la obra humana hecha de palabras no proviene de ninguna metafísica, aun cuando en ciertas ocasiones nos lleve a ella: “Cada uno se define para siempre en un solo instante de su vida, un momento en que un hombre se encuentra para siempre consigo mismo”.
Sólo me haría falta el plural para aceptarlo, pues ahora que envejezco, mientras el invierno va tiñendo sombras en mi frente, repaso los muchos instantes de mi vida cuando al leer alguna página suya, un poema o incluso una línea indelebles, me he encontrado conmigo mismo. Debo aplazar sin duda la contundencia del siempre, pues en mi caso tal encontrarme ha sido a la vez un nuevo olvido. Y es de agradecérselo, porque ello me ha dado la ocasión de otro encuentro asaz definitivo, la ocasión de suspender la incredulidad mediante la fe poética y volverme otro, aquel que cuando menos ya no puede pensarse siendo el mismo.
Surgen riesgos, desde luego. Citarlo a usted no es un acto exento de consecuencias, como me ocurrió no hace mucho cuando frente al anuncio de la reproducción de mi propia progenie me di a recordar, sin ningún tacto, sin ningún cálculo, la sentencia de ese imaginario heresiarca de Uqbar quien dijera que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los seres humanos.
Las cosas resultan más incesantes ---como usted mismo, Borges, como la épica línea de aquel poema: “La muerte me desgasta, incesante”, que tanto le gustara---, las cosas se muestran más pudorosas y secretas, esenciales a la manera de la observación hecha por el prosista chino mencionado o inventado por usted: el unicornio, en razón de su anomalía, ha de pasar inadvertido, ya que los ojos ven lo que están habituados a ver. Así yo, cual un Tácito que no percibió la Crucifixión al sucederse, voy descubriendo nuevos sentidos multiplicantes cada momento que lo leo, la única lectura que de verdad existe, conforme a sus apostólicas enseñanzas, la relectura.
¿Qué es lo que cambia entonces? ¿Mi precario yo que se aventura distinto entre sus páginas metamorfósicas? ¿Los textos poliédricos que se transforman a la luz de una mirada vuelta inédita por el poder de sus palabras? ¿La suma inagotable de un escritor y sus textos cuya cifra se expande igual que el tiempo y el espacio lo hacen conforme va transcurriendo el universo?
Escribí la hipótesis inútil “yo” hace un instante, sin olvidar algo que usted anota sin descanso: no hay un yo, no debe haberlo, dado que tal palabra sólo puede ser pronunciada por Dios. Acepte pues la convención verbal de mis limitaciones, y déjeme parafrasear su remembranza del malogrado Swift, aquello que “una tarde, viejo y loco y ya moribundo le oyeron repetir”: soy lo que soy. No me extiendo al respecto, pues mi intención no es repetirlo al pie de la letra tanto como declarar esto: cuando lo leo a usted, soy otro inmensamente, lo que estoy leyendo, emergencia del alba, la noche, la imaginación, el amor, la gente, la reunión, el desencuentro.
De tal manera, querido Borges, que usted es el responsable de la felicidad intelectual más plena que me haya sido deparada. Si algún día anterior, hoy tan lejano, la aborrecible complacencia me hizo creer que su obra era el modelo a imitar, la referencia literaria máxima, siguiendo esa infecunda angustia de las influencias propuesta por un teórico literario, ahora sé que mi aprecio nunca estará en medio de mis páginas nebulosas sino en aquellas, las suyas sobre todo, que la fortuna de la lectura me ha prescrito. Soy quien lee a Borges, soy la lectura que me ha dado la fuerza para aceptar las dificultades de esta “extraña habitación del espíritu, cuyo piso es el tablero en el que jugamos un juego inevitable y desconocido contra un adversario cambiante y a veces espantoso”, según dijo Buber citado por usted.
No quiero apesadumbrarlo con las infames noticias del horrendo sacrificio mexicano. Donde usted esté, en la memoria común o en el laberinto de los efectos y de las causas, en la esfera del centro heterogéneo y la circunferencia imprecisa o en ese día integral donde están desgranados todos los días, el alfanje será vano igual que el espanto de lo contingente. Pero el poema es inagotable, como usted mismo, Borges, cuyo nombre, a diferencia del sevillano de la epístola moral, jamás hemos ignorado.
Abandonado de mí, acomodado en nada, vuelvo a ser alguien cuando lo frecuento a usted, el sabio que mi necedad nunca ha negado, el mejor artífice y uno su permanente aprendiz.
Fernando Solana Olivares.
¿De su muerte? No hay tal, querido Borges, usted sigue estando vivo, entre esa serie de hechos inexplicables que son el tiempo, el universo y los libros, pues confiando en sus propias palabras, más allá de la muerte corporal queda la memoria, y muy pocas son tan opulentas y están tan presentes en la literatura contemporánea como la suya.
Usted lo afirmó una noche de junio de 1977 en el teatro Coliseo de Buenos Aires, al hablar de Dante y su Comedia, a la cual sustrajo empeñosamente el adjetivo de divina durante toda esa memorable conferencia, indicando acaso que la obra humana hecha de palabras no proviene de ninguna metafísica, aun cuando en ciertas ocasiones nos lleve a ella: “Cada uno se define para siempre en un solo instante de su vida, un momento en que un hombre se encuentra para siempre consigo mismo”.
Sólo me haría falta el plural para aceptarlo, pues ahora que envejezco, mientras el invierno va tiñendo sombras en mi frente, repaso los muchos instantes de mi vida cuando al leer alguna página suya, un poema o incluso una línea indelebles, me he encontrado conmigo mismo. Debo aplazar sin duda la contundencia del siempre, pues en mi caso tal encontrarme ha sido a la vez un nuevo olvido. Y es de agradecérselo, porque ello me ha dado la ocasión de otro encuentro asaz definitivo, la ocasión de suspender la incredulidad mediante la fe poética y volverme otro, aquel que cuando menos ya no puede pensarse siendo el mismo.
Surgen riesgos, desde luego. Citarlo a usted no es un acto exento de consecuencias, como me ocurrió no hace mucho cuando frente al anuncio de la reproducción de mi propia progenie me di a recordar, sin ningún tacto, sin ningún cálculo, la sentencia de ese imaginario heresiarca de Uqbar quien dijera que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los seres humanos.
Las cosas resultan más incesantes ---como usted mismo, Borges, como la épica línea de aquel poema: “La muerte me desgasta, incesante”, que tanto le gustara---, las cosas se muestran más pudorosas y secretas, esenciales a la manera de la observación hecha por el prosista chino mencionado o inventado por usted: el unicornio, en razón de su anomalía, ha de pasar inadvertido, ya que los ojos ven lo que están habituados a ver. Así yo, cual un Tácito que no percibió la Crucifixión al sucederse, voy descubriendo nuevos sentidos multiplicantes cada momento que lo leo, la única lectura que de verdad existe, conforme a sus apostólicas enseñanzas, la relectura.
¿Qué es lo que cambia entonces? ¿Mi precario yo que se aventura distinto entre sus páginas metamorfósicas? ¿Los textos poliédricos que se transforman a la luz de una mirada vuelta inédita por el poder de sus palabras? ¿La suma inagotable de un escritor y sus textos cuya cifra se expande igual que el tiempo y el espacio lo hacen conforme va transcurriendo el universo?
Escribí la hipótesis inútil “yo” hace un instante, sin olvidar algo que usted anota sin descanso: no hay un yo, no debe haberlo, dado que tal palabra sólo puede ser pronunciada por Dios. Acepte pues la convención verbal de mis limitaciones, y déjeme parafrasear su remembranza del malogrado Swift, aquello que “una tarde, viejo y loco y ya moribundo le oyeron repetir”: soy lo que soy. No me extiendo al respecto, pues mi intención no es repetirlo al pie de la letra tanto como declarar esto: cuando lo leo a usted, soy otro inmensamente, lo que estoy leyendo, emergencia del alba, la noche, la imaginación, el amor, la gente, la reunión, el desencuentro.
De tal manera, querido Borges, que usted es el responsable de la felicidad intelectual más plena que me haya sido deparada. Si algún día anterior, hoy tan lejano, la aborrecible complacencia me hizo creer que su obra era el modelo a imitar, la referencia literaria máxima, siguiendo esa infecunda angustia de las influencias propuesta por un teórico literario, ahora sé que mi aprecio nunca estará en medio de mis páginas nebulosas sino en aquellas, las suyas sobre todo, que la fortuna de la lectura me ha prescrito. Soy quien lee a Borges, soy la lectura que me ha dado la fuerza para aceptar las dificultades de esta “extraña habitación del espíritu, cuyo piso es el tablero en el que jugamos un juego inevitable y desconocido contra un adversario cambiante y a veces espantoso”, según dijo Buber citado por usted.
No quiero apesadumbrarlo con las infames noticias del horrendo sacrificio mexicano. Donde usted esté, en la memoria común o en el laberinto de los efectos y de las causas, en la esfera del centro heterogéneo y la circunferencia imprecisa o en ese día integral donde están desgranados todos los días, el alfanje será vano igual que el espanto de lo contingente. Pero el poema es inagotable, como usted mismo, Borges, cuyo nombre, a diferencia del sevillano de la epístola moral, jamás hemos ignorado.
Abandonado de mí, acomodado en nada, vuelvo a ser alguien cuando lo frecuento a usted, el sabio que mi necedad nunca ha negado, el mejor artífice y uno su permanente aprendiz.
Fernando Solana Olivares.
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