Saturday, July 30, 2011

INADAPTÉMONOS / I.

Despertar, diría Stephen Batchelor, es el propósito que abarca todos los propósitos. Tal vez entonces, para aventurar una posibilidad alcanzable, ésa sea la tarea primordial de toda vida humana: despertar del sueño existencial que nos engaña, despertar de la pesadilla histórica que nos agobia cada vez más.
Diferenciemos, sin embargo, pues hay diversos niveles donde dicho despertar suele suceder. Está, en primer lugar, el despertar al que conduce la contemplación, aquel fenómeno cognitivo que ocurre cuando se miran los significados de la realidad en un estado de quietud mental y de silencio interior, cuando la comprensión del sujeto va más allá de las cosas significantes para ingresar al mundo verdadero y esencial de los significados.
Autores como el pensador contemporáneo Elémire Zolla (Verdades secretas expuestas a la evidencia, Paidós, Barcelona, 2002), advierten que permanecer atenidos a los significantes, a las formas, imágenes y circunstancias de lo inmediato, supone vivir una vida inmersa en la vaciedad y el sinsentido. La contemplación conduce al escrutinio profundo de los significados, y al alcanzar su máximo potencial ---un acto muy difícil pero no imposible--- desaparece la distancia entre quien contempla y aquello que es contemplado.
La misma dialéctica del raciocinio, afirma Zolla, desemboca en la contemplación si se lleva hasta el final: “Quien haya agotado las opiniones está en el umbral del conocimiento contemplativo; quien haya llegado al cinismo respecto a los valores profanos tanto del individuo como de la sociedad por haberlos indagado a fondo; quien haya llegado hasta el desprecio respecto de los pareceres tanto ajenos como propios, está maduro para contemplar. La razón crítica culmina en la contemplación”.
Pero la contemplación provoca miedo y genera rechazo pues “reduce a cenizas” las mentiras cotidianas que determinan la existencia del sujeto tardomoderno, y si bien promete un logro superior y excepcional, antes de llegar a él deben purgarse las ideas recibidas, los lugares comunes, el sentimentalismo atrofiante y el racionalismo materialista; antes, en suma, debe cambiarse de piel, trascender el ego, superar el yo, atemperar el deseo. Una empresa descomunal y atípica en esta sociedad planetaria del narcisismo desbordado y de la uniformidad avasalladora.
“¿Quién es sabio? El que puede ver lo recién nacido”, establece un texto milenario. Zolla sostiene que se pasa de una época a otra cuando las ideas, los sentimientos, las imágenes obsesivas o consoladoras más difundidas comienzan a marchitarse. Puede hablarse entonces de otro nivel del despertar: el ámbito de lo colectivo, donde de tanto en tanto suelen ocurrir transformaciones de la mentalidad predominante, que al principio son minoritarias, tácitas y paulatinas, para volverse después manifiestas y generales.
Ello viene sucediendo ya, así sea incipiente todavía, en este marchitamiento histórico del capitalismo salvaje, en este crepúsculo del ultraliberalismo nihilista, en este punto terminal de su acrítico dogma del “libre” mercado como entidad objetiva y su catastrófico axioma de la máxima rentabilidad, aunque tal diseño de lo real, una mera economía de casino, se disfrace gracias a los fuegos fatuos de la tecnología como si fuera una plenitud civilizacional inédita, y se oculte ideológicamente a través de una sobresocialización mediática continua, la cual repite todo el tiempo, en todas partes y por boca de casi todos, sus falsas bondades culturales, su inexorable hegemonía global.
“Es hora de despertar ---escribe Viviane Forrester en Una extraña dictadura, FCE, México, 2002---, de constatar que no vivimos bajo el imperio de una fatalidad sino de algo más banal, de un régimen político nuevo, no declarado, de carácter internacional e incluso planetario, que se instauró sin ocultarse pero a espaldas de todos, de manera no clandestina sino insidiosa, anónima, tanto más imperceptible por cuanto su ideología descarta el principio mismo de lo político y su poder no necesita gobiernos ni instituciones”.
Una de las armas más eficaces de esta “razzia” planetaria, según la autora, ha sido la introducción de un término que caracteriza como perverso al ser repetido sin cesar con fines de propaganda y para persuadir sin la intervención del razonamiento: la globalización, pues “supuestamente define el estado del mundo, pero en realidad lo oculta”. Este nuevo régimen, la extraña dictadura, no intenta organizar a las sociedades contemporáneas (o a “la” sociedad, dado que la diversidad humana misma es su enemiga) sino aplicar urbi et orbi una idea maniática: “la obsesión de allanar el terreno para el juego sin obstáculos de la rentabilidad, una rentabilidad cada vez más abstracta y virtual”.
Para Forrester el ultraliberalismo no tiene nada de fatal porque no es inevitable, sólo se trata de una política precisa que actúa al servicio de una ideología: determinar la globalización conforme a sus fines y someter la economía del planeta a un diseño único: “olvidamos que la globalización no requiere una administración ultraliberal, y que ésta sólo representa un método (por lo demás, calamitoso) entre otros posibles”.
Resistir, consigna la autora ---ni circunstancial ni gratuitamente mujer---, significa rechazar. Rechazar es volver a pensar. Y pensar con autonomía, única forma de pensar, es la preferencia soberana e imaginativa por la in-adaptación ante un mundo donde el lucro inagotable pretende imponerse como el valor humano esencial.

Fernando Solana Olivares.

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