LA MUERTE DEL ASTRÓLOGO
Aquellos días londinenses del mes de enero fueron particularmente brumosos y fríos. Pero el clima no impidió que las gentes asiduas a los merenderos de moda y los teatros de variedades, lo mismo que muchos de los abrigados transeúntes por las calles concurridas arrebataran a quienes lo ofrecían un cuadernillo de veinte peniques cuyo título era Predicciones para el año de 1708 e iba firmado por un tal Issac Bickerstaff, vaticinador hasta entonces desconocido por el público inglés.
Entre sus anticipaciones, fundadas todas sólidamente en la ciencia del porvenir que deparan los astros, se anunciaba la muerte del astrólogo John Partridge, éste sí ampliamente conocido y hasta célebre, para el 29 de marzo de ese año. La noticia causó conmoción entre los fieles de Partridge, que sumaban bastantes, y también entre sus malquerientes, tan considerables como los primeros. La astrología era un empeño bien acreditado entonces e influía entre príncipes, hombres de poder y gente de alcurnia, los cuales solían consultar a los augures tanto para lo público como para lo privado.
Puede suponerse que el mismo astrólogo aludido se burló de la predicción sobre su próxima muerte, no solamente porque sus propios cálculos astrales desmentían la atrevida conjetura, sino porque Issac Bickerstaff no era nadie, y siendo nadie no existía. Pero alguna duda debió quedarle porque se sabe que discretamente pidió a un tercer astrólogo comprobar si los idus de marzo le serían fatales. Los signos del firmamento reiteraron que seguiría vivo, aunque el horóscopo obtenido contenía una revelación plutónica, ambigua e inquietante: ¿muerto en vida? Así, con signos interrogantes, lo escribió el pronosticador solicitado por Partridge al calce de la hoja que envió con el resultado de la consulta.
El 30 de marzo los vendedores vocearon por las calles de Londres una Elegía escrita por Jonathan Swift, deán de San Patricio en Dublín y autor, entre otras obras legendarias de Los viajes de Gulliver, a la muerte de John Partridge. Días después apareció un panfleto del mismo escritor irlandés que, como el anterior, no tardó en agotarse: El cumplimiento de la primera de las predicciones del Sr. Bickerstaff y un informe completo de la muerte del Sr. Partridge.
El astrólogo, según cuentan las crónicas, cometió la torpeza de afirmar que aún vivía, a lo que Swift respondió con una Vindicación del caballero Issac Bickerstaff: “Existe una objeción contra la muerte del señor Partridge: que aún continúa escribiendo almanaques. Pero esto no es más que lo que es común a todos los de su profesión: Badbury, el pobre Robin, Dove, Wing, y varios otros, publican anualmente sus almanaques aunque están muertos desde antes de la Revolución... La razón de esto es que, siendo el privilegio de otros autores vivir después de su muerte, los fabricantes de horóscopos están excluidos porque sus disertaciones sólo tratan de los minutos que pasan, y se vuelven inútiles cuando éstos se han ido; en consecuencia, el Tiempo ---cuyos registradores ellos son--- les da la oportunidad de continuar sus trabajos después de la muerte. O, quizá, un nombre puede hacer un almanaque tan bien como puede venderlo... Por consiguiente, si un cadáver mal informado anda todavía dando vueltas y se da el gusto de llamarse John Partridge, el caballero Issac Bickerstaff no se siente de ningún modo responsable”.
El feroz asalto contra el célebre astrólogo continuó sin mostrar ninguna clemencia. Otros autores amigos de Swift tan importantes y respetados como Congreve, Pope o Steele se sumaron al ataque publicando panfletos, anuncios y disquisiciones que certificaban la inexistencia de Partridge y su muerte acaecida efectivamente un 29 de marzo conforme a la predicción del desconocido Bickerstaff. El público se regocijó ante el espectáculo de un chivo expiatorio que todos los días fracasaba en demostrar lo que de tan obvio se volvía indemostrable: el simple hecho de seguir existiendo cuando su muerte con fecha anticipada se iba convirtiendo en un decreto compartido por todos, incluso por aquellos que poco antes estaban de su lado.
“La sátira ---escribiría Swift un par de años antes--- es una especie de espejo, cuyos contempladores descubren en él los rostros de todo el mundo, excepto el propio. Esta es la principal razón de la amable recepción que encuentra en el mundo, y de que tan pocos se sientan afectados por ella”. Tampoco Partridge quiso verse en tal espejo, pero le resultó imposible convencer a sus congéneres de que aquel no era su reflejo, y hasta a las mismas autoridades, las cuales acabaron retirándole el permiso para imprimir y vender sus predicciones: sin morir, el astrólogo había muerto.
Durante algún tiempo todavía se discutió el asunto con hilaridad y vehemencia. El astrólogo desconocido no volvió a publicar ningún otro oráculo y se evaporó del horizonte de los almanaques tan inesperadamente como había llegado. Quizá hubo quienes creyeron que el montaje había sido un invento malévolo y menor entre las muchas maestrías del deán de San Patricio, renovador del idioma, gran escritor, periodista extraordinario, y además poseedor de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o de los pájaros, según le atribuyeron con justicia sus contemporáneos más ilustrados, pero nadie puso en duda sus rotundos alcances, pues por las buenas o por las malas, siendo real o ficticia, la predicción astrológica de Issac Bickerstaff había acertado: John Partridge murió un viernes 29 de marzo.
Fernando Solana Olivares
Entre sus anticipaciones, fundadas todas sólidamente en la ciencia del porvenir que deparan los astros, se anunciaba la muerte del astrólogo John Partridge, éste sí ampliamente conocido y hasta célebre, para el 29 de marzo de ese año. La noticia causó conmoción entre los fieles de Partridge, que sumaban bastantes, y también entre sus malquerientes, tan considerables como los primeros. La astrología era un empeño bien acreditado entonces e influía entre príncipes, hombres de poder y gente de alcurnia, los cuales solían consultar a los augures tanto para lo público como para lo privado.
Puede suponerse que el mismo astrólogo aludido se burló de la predicción sobre su próxima muerte, no solamente porque sus propios cálculos astrales desmentían la atrevida conjetura, sino porque Issac Bickerstaff no era nadie, y siendo nadie no existía. Pero alguna duda debió quedarle porque se sabe que discretamente pidió a un tercer astrólogo comprobar si los idus de marzo le serían fatales. Los signos del firmamento reiteraron que seguiría vivo, aunque el horóscopo obtenido contenía una revelación plutónica, ambigua e inquietante: ¿muerto en vida? Así, con signos interrogantes, lo escribió el pronosticador solicitado por Partridge al calce de la hoja que envió con el resultado de la consulta.
El 30 de marzo los vendedores vocearon por las calles de Londres una Elegía escrita por Jonathan Swift, deán de San Patricio en Dublín y autor, entre otras obras legendarias de Los viajes de Gulliver, a la muerte de John Partridge. Días después apareció un panfleto del mismo escritor irlandés que, como el anterior, no tardó en agotarse: El cumplimiento de la primera de las predicciones del Sr. Bickerstaff y un informe completo de la muerte del Sr. Partridge.
El astrólogo, según cuentan las crónicas, cometió la torpeza de afirmar que aún vivía, a lo que Swift respondió con una Vindicación del caballero Issac Bickerstaff: “Existe una objeción contra la muerte del señor Partridge: que aún continúa escribiendo almanaques. Pero esto no es más que lo que es común a todos los de su profesión: Badbury, el pobre Robin, Dove, Wing, y varios otros, publican anualmente sus almanaques aunque están muertos desde antes de la Revolución... La razón de esto es que, siendo el privilegio de otros autores vivir después de su muerte, los fabricantes de horóscopos están excluidos porque sus disertaciones sólo tratan de los minutos que pasan, y se vuelven inútiles cuando éstos se han ido; en consecuencia, el Tiempo ---cuyos registradores ellos son--- les da la oportunidad de continuar sus trabajos después de la muerte. O, quizá, un nombre puede hacer un almanaque tan bien como puede venderlo... Por consiguiente, si un cadáver mal informado anda todavía dando vueltas y se da el gusto de llamarse John Partridge, el caballero Issac Bickerstaff no se siente de ningún modo responsable”.
El feroz asalto contra el célebre astrólogo continuó sin mostrar ninguna clemencia. Otros autores amigos de Swift tan importantes y respetados como Congreve, Pope o Steele se sumaron al ataque publicando panfletos, anuncios y disquisiciones que certificaban la inexistencia de Partridge y su muerte acaecida efectivamente un 29 de marzo conforme a la predicción del desconocido Bickerstaff. El público se regocijó ante el espectáculo de un chivo expiatorio que todos los días fracasaba en demostrar lo que de tan obvio se volvía indemostrable: el simple hecho de seguir existiendo cuando su muerte con fecha anticipada se iba convirtiendo en un decreto compartido por todos, incluso por aquellos que poco antes estaban de su lado.
“La sátira ---escribiría Swift un par de años antes--- es una especie de espejo, cuyos contempladores descubren en él los rostros de todo el mundo, excepto el propio. Esta es la principal razón de la amable recepción que encuentra en el mundo, y de que tan pocos se sientan afectados por ella”. Tampoco Partridge quiso verse en tal espejo, pero le resultó imposible convencer a sus congéneres de que aquel no era su reflejo, y hasta a las mismas autoridades, las cuales acabaron retirándole el permiso para imprimir y vender sus predicciones: sin morir, el astrólogo había muerto.
Durante algún tiempo todavía se discutió el asunto con hilaridad y vehemencia. El astrólogo desconocido no volvió a publicar ningún otro oráculo y se evaporó del horizonte de los almanaques tan inesperadamente como había llegado. Quizá hubo quienes creyeron que el montaje había sido un invento malévolo y menor entre las muchas maestrías del deán de San Patricio, renovador del idioma, gran escritor, periodista extraordinario, y además poseedor de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o de los pájaros, según le atribuyeron con justicia sus contemporáneos más ilustrados, pero nadie puso en duda sus rotundos alcances, pues por las buenas o por las malas, siendo real o ficticia, la predicción astrológica de Issac Bickerstaff había acertado: John Partridge murió un viernes 29 de marzo.
Fernando Solana Olivares
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