OTRO VIERNES SANTO
El drama chamánico es un encuentro con lo divino. Las religiones serán su residuo en la historia, la simbolización de ese encuentro, su nostalgia, mas no su realización
La pequeña cayó de bruces en el prado llorando de gozo, era un viernes y ella comía hongos por primera vez. María Sabina tenía cinco años y apacentaba el rebaño de su familia. El hambre la obligó a llevárselos a la boca: sanisidro, pajarito o derrumbe, los hongos alucinógenos de la Sierra Mazateca le mostraron la existencia de lo Otro inteligente y se rindió a sus pies. El pequeño que brota la puso frente a Dios. Entonces comenzó a escuchar y aprender las canciones de sanación y poesía que la volvieron una sabia chamana. “Al esfumarse la visión –contó a su biógrafo años después–, yo sudaba, sudaba. Mi sudor no era tibio sino fresco. Me di cuenta de que lloraba y mis lágrimas eran de cistal que tintineaba al caer. Seguí llorando pero chiflé y aplaudí, soñé y bailé. Bailé porque sabía que era la Payasa grandiosa y la Payasa dueña.”
Los hongos de psilocibina disuelven los límites del ego, su ingesta lleva a ingresar a la matriz vegetal y física de la vida. “Para el chamán, el cosmos es un cuento que se hace realidad a medida que lo contamos y se cuenta a sí mismo”, escribe Terence McKenna, cuyo mundo describe como más propio de la metáfora, la imagen, las ideas y el lenguaje, que de la tangibilidad física, las causas y los efectos. Es apropiado especular que el éxtasis arcaico chamánico obtenido con hongos alucinógenos fue la base primigenia del sentimiento religioso: la primera religión es la del hongo, carne de Dios. La hipótesis que asocia al lenguaje como elemento constructor del mundo con las plantas –asociación femenina, porque fueron las mujeres quienes recolectaron, probaron y describieron las plantas a los hombres; en ellas fundaron el lenguaje, de ahí que aprendamos a hablar en las lenguas de nuestras madres– puede confirmarse también en la lírica poética revelada a María Sabina por los hongos:
“Tomo pequeño que brota y veo a Dios. Lo veo brotar de la tierra. Crece y crece, grande como un árbol, como un monte. Su rostro es plácido, hermoso, sereno como en los templos. Otras veces, Dios no es como un hombre: es el Libro. Libro que nace de la tierra. Es el Libro de Dios, que me habla para que yo hable. Me aconseja, me enseña, me dice lo que tengo que decir a los hombres, a los enfermos, a la vida. El Libro aparece y yo aprendo nuevas palabras. Soy hija de Dios elegida para ser sabia. En las veladas palmeo y chiflo, en ese tiempo me transformo en Dios”.
No es casual que el Jesús gnóstico diga que aquel que no baila no sabe lo que ocurre ni que Shiva Nataraja sea Nuestro Señor el Bailarín. María Sabina es una intérprete que “sabe hacer bailar”, juglar de lo divino y del hongo, su vehículo de ascensión en las veladas santas. Participa en un teatro donde aplaude, silba y, mediante las palabras suprahumanas de los hongos, conoce la metamorfosis integral. La pequeña cae de bruces: no hay revelación que no avasalle. Sus lágrimas son de cristal cantarino y las técnicas arcaicas del éxtasis (hermoso término, opina McKenna, acuñado por el mayor especialista, Eliade) le advierten que el mundo está hecho de lenguaje, como salmodia en sus desplazamientos chamánicos: “Hablamos bajo la sombra/ Hablamos.../ Hablamos fresco/ Hablamos creciendo/ Hablamos humildemente/ Hablamos sin ser maduros/ Hablamos con frío/ Hablamos con claridad/ Porque hay lenguaje/ Porque hay.../ Porque hay saliva/ Porque el lenguaje es medicina”.
Tal himno, transmitido por los hongos, es una guía para los piélagos de aquellas dimensiones donde surge el conocimiento de lo Otro que debe traerse al mundo para curar al ser, para ir y venir al país de los espíritus inteligentes, de las fuerzas con las que puedan celebrarse alianzas que protejan la vida humana. Los libros revelatorios son una imagen prerreligiosa que sanciona un pacto lleno de esperanza: la gracia de comprender lo trascendente, tarea vinculatoria con la estructura profunda de la realidad.
La conciencia chamánica actúa en una dimensión oculta donde los espíritus de la naturaleza, las entidades múltiples del ser, los panteones sagrados, angelicales y demónicos, el medio físico y el hombre forman la esfera mágica que es invocada por el lenguaje, creada por él al contarse como una nueva metafórica. La niña descubre la sanación y la palabra, la medicina del lenguaje. Una medicina simple, de palabras directas, de voces interpoladas: “dice”, la tercera persona que la chamana emplea profusamente en sus cantos como un instrumento poético para fijar otra dimensión. Pensar es agradecer. La niña se estremece, ebria de Dios.
El drama chamánico es un encuentro con lo divino. Las religiones serán su residuo en la historia, la simbolización de ese encuentro, su nostalgia mas no su realización. El hongo es la droga sagrada que abre la senda para encontrar una mente inmaterial, omniabarcante en planos no perceptibles racionalmente, una mente mayor en el flujo de lo visible e invisible. Tal reunión significa un paso evolutivo que permite crear la cognición del sujeto, el sentido del ser, la autoconsciencia humana surgida hace miles de años en alguna pradera africana.
La niña cae de hinojos bañada por la luz. Se postra ante el espectáculo de los fenómenos vacíos y plenos, de los otros ámbitos y las otras voces, de esa danza iridiscente alrededor. Las cosas se transfiguran y surge una canción: “Porque ya te miré, ya te toqué/ En el cielo, en tu mundo/ Por eso vamos al camino de tus huellas/ Camino de tus manos”. Un viernes de palabras como marcas del espíritu, puntos gatillo que la hacen mirar los mundos contenidos en el mundo.
Fernando Solana Olivares
La pequeña cayó de bruces en el prado llorando de gozo, era un viernes y ella comía hongos por primera vez. María Sabina tenía cinco años y apacentaba el rebaño de su familia. El hambre la obligó a llevárselos a la boca: sanisidro, pajarito o derrumbe, los hongos alucinógenos de la Sierra Mazateca le mostraron la existencia de lo Otro inteligente y se rindió a sus pies. El pequeño que brota la puso frente a Dios. Entonces comenzó a escuchar y aprender las canciones de sanación y poesía que la volvieron una sabia chamana. “Al esfumarse la visión –contó a su biógrafo años después–, yo sudaba, sudaba. Mi sudor no era tibio sino fresco. Me di cuenta de que lloraba y mis lágrimas eran de cistal que tintineaba al caer. Seguí llorando pero chiflé y aplaudí, soñé y bailé. Bailé porque sabía que era la Payasa grandiosa y la Payasa dueña.”
Los hongos de psilocibina disuelven los límites del ego, su ingesta lleva a ingresar a la matriz vegetal y física de la vida. “Para el chamán, el cosmos es un cuento que se hace realidad a medida que lo contamos y se cuenta a sí mismo”, escribe Terence McKenna, cuyo mundo describe como más propio de la metáfora, la imagen, las ideas y el lenguaje, que de la tangibilidad física, las causas y los efectos. Es apropiado especular que el éxtasis arcaico chamánico obtenido con hongos alucinógenos fue la base primigenia del sentimiento religioso: la primera religión es la del hongo, carne de Dios. La hipótesis que asocia al lenguaje como elemento constructor del mundo con las plantas –asociación femenina, porque fueron las mujeres quienes recolectaron, probaron y describieron las plantas a los hombres; en ellas fundaron el lenguaje, de ahí que aprendamos a hablar en las lenguas de nuestras madres– puede confirmarse también en la lírica poética revelada a María Sabina por los hongos:
“Tomo pequeño que brota y veo a Dios. Lo veo brotar de la tierra. Crece y crece, grande como un árbol, como un monte. Su rostro es plácido, hermoso, sereno como en los templos. Otras veces, Dios no es como un hombre: es el Libro. Libro que nace de la tierra. Es el Libro de Dios, que me habla para que yo hable. Me aconseja, me enseña, me dice lo que tengo que decir a los hombres, a los enfermos, a la vida. El Libro aparece y yo aprendo nuevas palabras. Soy hija de Dios elegida para ser sabia. En las veladas palmeo y chiflo, en ese tiempo me transformo en Dios”.
No es casual que el Jesús gnóstico diga que aquel que no baila no sabe lo que ocurre ni que Shiva Nataraja sea Nuestro Señor el Bailarín. María Sabina es una intérprete que “sabe hacer bailar”, juglar de lo divino y del hongo, su vehículo de ascensión en las veladas santas. Participa en un teatro donde aplaude, silba y, mediante las palabras suprahumanas de los hongos, conoce la metamorfosis integral. La pequeña cae de bruces: no hay revelación que no avasalle. Sus lágrimas son de cristal cantarino y las técnicas arcaicas del éxtasis (hermoso término, opina McKenna, acuñado por el mayor especialista, Eliade) le advierten que el mundo está hecho de lenguaje, como salmodia en sus desplazamientos chamánicos: “Hablamos bajo la sombra/ Hablamos.../ Hablamos fresco/ Hablamos creciendo/ Hablamos humildemente/ Hablamos sin ser maduros/ Hablamos con frío/ Hablamos con claridad/ Porque hay lenguaje/ Porque hay.../ Porque hay saliva/ Porque el lenguaje es medicina”.
Tal himno, transmitido por los hongos, es una guía para los piélagos de aquellas dimensiones donde surge el conocimiento de lo Otro que debe traerse al mundo para curar al ser, para ir y venir al país de los espíritus inteligentes, de las fuerzas con las que puedan celebrarse alianzas que protejan la vida humana. Los libros revelatorios son una imagen prerreligiosa que sanciona un pacto lleno de esperanza: la gracia de comprender lo trascendente, tarea vinculatoria con la estructura profunda de la realidad.
La conciencia chamánica actúa en una dimensión oculta donde los espíritus de la naturaleza, las entidades múltiples del ser, los panteones sagrados, angelicales y demónicos, el medio físico y el hombre forman la esfera mágica que es invocada por el lenguaje, creada por él al contarse como una nueva metafórica. La niña descubre la sanación y la palabra, la medicina del lenguaje. Una medicina simple, de palabras directas, de voces interpoladas: “dice”, la tercera persona que la chamana emplea profusamente en sus cantos como un instrumento poético para fijar otra dimensión. Pensar es agradecer. La niña se estremece, ebria de Dios.
El drama chamánico es un encuentro con lo divino. Las religiones serán su residuo en la historia, la simbolización de ese encuentro, su nostalgia mas no su realización. El hongo es la droga sagrada que abre la senda para encontrar una mente inmaterial, omniabarcante en planos no perceptibles racionalmente, una mente mayor en el flujo de lo visible e invisible. Tal reunión significa un paso evolutivo que permite crear la cognición del sujeto, el sentido del ser, la autoconsciencia humana surgida hace miles de años en alguna pradera africana.
La niña cae de hinojos bañada por la luz. Se postra ante el espectáculo de los fenómenos vacíos y plenos, de los otros ámbitos y las otras voces, de esa danza iridiscente alrededor. Las cosas se transfiguran y surge una canción: “Porque ya te miré, ya te toqué/ En el cielo, en tu mundo/ Por eso vamos al camino de tus huellas/ Camino de tus manos”. Un viernes de palabras como marcas del espíritu, puntos gatillo que la hacen mirar los mundos contenidos en el mundo.
Fernando Solana Olivares
0 Comments:
Post a Comment
<< Home