MIÉRCOLES DE CENIZA
El hombre leyó de nuevo su propia vida como si le resultara ejemplar. No fue aquella sino una acción metafórica. El eje analítico de la lectura era: nadie le hace nada a nadie. En el tiempo congelado del recuerdo sensible volvió a verse vivir en la tarde de duermevela y llevó su memoria a recordar lo ocurrido en la mañana de ese día bajo el sol, al abrigo de la sombra, en medio de corpúsculos etéreos, incandescentes, que llenaban la plaza del atrio de la iglesia hasta donde caminó tomado de la mano de ella. Nunca su dulzura había sido tanta, nunca su boca tan anhelante, nunca su mirada tan líquida. La causa era el hombre con quien hablaba. Y el niño, en un día de evidencias fulminantes, supo que su madre estaba enamorada de un extraño. Durante la siesta dictó, en nombre del clan, la irreparable sentencia: sustraída, dijo, ni siquiera expulsada, rindiéndose tal en la primera batalla amorosa de esa guerra pánica que haría morir al padre de despecho, huir a la madre con el amado y dispersarse a los hijos como al viento las hojas.
Hubiera preferido no castigarla entonces, porque gran parte de sus dificultades existenciales con los otros, de su personalidad reafirmante y egocéntrica, de su desdicha en el mundo, eran causadas por esa precoz mutilación emocional. Neurosis de destino: su abuelo, su padre, él. Y antes, los ancestros de una genealogía masculina falta de amor. Comprendió más tarde que prefería amar a ser amado: comprendió. La mente crítica y discursiva con su versión inalterable de aquella gramática humana cedió paso a una mente comprensiva que entendió de otro modo la versión de las cosas en el teatro de su dramatización. Se reconcilió con la amante sorprendida, muerta treinta años después que el padre, y como el héroe Perseo, cargó la cabeza de su madre Medusa y acomodó su recuerdo sobre una cama de ramitas que se volvieron coral. Así comprobó en sí mismo la sentencia del evangelio apócrifo: hay luz en el interior de un hombre de luz. Más una verdad metodológica: lo que saques que esté dentro de ti te salvará, lo que no saques que esté dentro de ti te destruirá.
El inhóspito pasado y su dolor fueron vistos por el hombre con resignación, re-signación, re-asignación. Diría el alquimista chino Ko Hung que los adeptos deben “limpiar el oscuro espejo de la mente, mantener una perspectiva femenina y abrazar la unidad”. El hombre llevaba años de realizar diariamente esas labores de bruñido del espejo, antes aún de conocer las recomendaciones del arte taoísta del amarillo y el blanco. El ejercicio meditacional significaba mantener una perspectiva femenina de desagregación, inmovilidad y silencio, que por su naturaleza conducía al encuentro con la unidad. La repetición diaria maceraba gradualmente los irritantes psíquicos de su presente del pasado emocional. Gracias a ello ahora podía ver delante de sí el tiempo memorable de lo que llamaba su vida y transmutar libremente su interpretación. Entonces los síntomas subjetivos perdían consistencia en medio del cambio estructural de su persona: ya no era quien había sido, aunque todavía no fuera quien iba a ser.
¿Cómo había llegado a ese punto? Karma, explicaría el pensamiento oriental, argumentando que los hechos existenciales del pasado edificaban el presente, y que el contacto del hombre con la meditación y las doctrinas que la utilizaban era la concurrencia de algo antes conocido. Dentro del orden de posibilidades donde toda casualidad es un apalabramiento dicha razón resultaba verdadera, pero no determinaba el modo en que ese contacto se había producido. Resonancias o accidentes, sus hábitos de lector ---iniciados temprano y llenos de vínculos con su madre, quien le enseñara a leer forzada por la curiosidad exigente e insaciable: ¿qué dice ahí?--- lo condujeron en breve plazo a textos todavía abtrusos para él: una antología Zen de Susuki, una bitácora del viaje al Tíbet de Alexandra David-Neél, referencias sesgadas de Yourcenar sobre Julius Evola y el Oriente, libros exaltados de budiatras y budólogos de la contracultura, porque un libro siempre lleva a otro y un autor conduce a otro autor.
Como un cuerpo hecho de fragmentos, el hombre fue elaborando su autodidactismo espiritual. “El viaje que había realizado estaba sólo dentro de mí mismo, y era hacia mi propio interior hacia donde había sido guiado”. Sin frecuentar a Ibn Arabi, poeta sufí del siglo doce, podía acaso intuir constancias como ésa, pero hasta que no lo leyó, años después de meditar, comprendió la parte siguiente de la experiencia: “por ello sabía que era un sirviente en un estado de pureza, sin el menor rastro de soberanía”. Inspirando y expirando, sentado inmóvil sobre un cojín, atento al pensamiento y concentrado en el cuerpo, el ego del hombre declinaba sus más evidentes resistencias, cedía su soberanía imaginaria, calcinaba sus impurezas y servía en silencio durante el acto mismo de su disolvencia y coagulación, cuando se limpiaba el oscuro espejo de la mente como si en ese lapso poseyera los atributos de un dios.
Y una fortaleza acrecentada por la perspectiva femenina del empeño ---su necesaria reconciliación materna podría estar condensada así--- se acumuló gradualmente para ofrecerle atisbar el único milagro que verdaderamente existía: el cambio de actitud.
Aquel día medúsico de su amor filial quebrado había sido Miércoles de Ceniza. Antier, cuando la fecha cíclica volvió a tiznar su frente inclinada, el hombre supo que esa memoria dolida ya era polvo disuelto y coagulado y que en polvo liberador del nombre, donde está la culpa imaginaria, por fin se convertirá.
Fernando Solana Olivares
Hubiera preferido no castigarla entonces, porque gran parte de sus dificultades existenciales con los otros, de su personalidad reafirmante y egocéntrica, de su desdicha en el mundo, eran causadas por esa precoz mutilación emocional. Neurosis de destino: su abuelo, su padre, él. Y antes, los ancestros de una genealogía masculina falta de amor. Comprendió más tarde que prefería amar a ser amado: comprendió. La mente crítica y discursiva con su versión inalterable de aquella gramática humana cedió paso a una mente comprensiva que entendió de otro modo la versión de las cosas en el teatro de su dramatización. Se reconcilió con la amante sorprendida, muerta treinta años después que el padre, y como el héroe Perseo, cargó la cabeza de su madre Medusa y acomodó su recuerdo sobre una cama de ramitas que se volvieron coral. Así comprobó en sí mismo la sentencia del evangelio apócrifo: hay luz en el interior de un hombre de luz. Más una verdad metodológica: lo que saques que esté dentro de ti te salvará, lo que no saques que esté dentro de ti te destruirá.
El inhóspito pasado y su dolor fueron vistos por el hombre con resignación, re-signación, re-asignación. Diría el alquimista chino Ko Hung que los adeptos deben “limpiar el oscuro espejo de la mente, mantener una perspectiva femenina y abrazar la unidad”. El hombre llevaba años de realizar diariamente esas labores de bruñido del espejo, antes aún de conocer las recomendaciones del arte taoísta del amarillo y el blanco. El ejercicio meditacional significaba mantener una perspectiva femenina de desagregación, inmovilidad y silencio, que por su naturaleza conducía al encuentro con la unidad. La repetición diaria maceraba gradualmente los irritantes psíquicos de su presente del pasado emocional. Gracias a ello ahora podía ver delante de sí el tiempo memorable de lo que llamaba su vida y transmutar libremente su interpretación. Entonces los síntomas subjetivos perdían consistencia en medio del cambio estructural de su persona: ya no era quien había sido, aunque todavía no fuera quien iba a ser.
¿Cómo había llegado a ese punto? Karma, explicaría el pensamiento oriental, argumentando que los hechos existenciales del pasado edificaban el presente, y que el contacto del hombre con la meditación y las doctrinas que la utilizaban era la concurrencia de algo antes conocido. Dentro del orden de posibilidades donde toda casualidad es un apalabramiento dicha razón resultaba verdadera, pero no determinaba el modo en que ese contacto se había producido. Resonancias o accidentes, sus hábitos de lector ---iniciados temprano y llenos de vínculos con su madre, quien le enseñara a leer forzada por la curiosidad exigente e insaciable: ¿qué dice ahí?--- lo condujeron en breve plazo a textos todavía abtrusos para él: una antología Zen de Susuki, una bitácora del viaje al Tíbet de Alexandra David-Neél, referencias sesgadas de Yourcenar sobre Julius Evola y el Oriente, libros exaltados de budiatras y budólogos de la contracultura, porque un libro siempre lleva a otro y un autor conduce a otro autor.
Como un cuerpo hecho de fragmentos, el hombre fue elaborando su autodidactismo espiritual. “El viaje que había realizado estaba sólo dentro de mí mismo, y era hacia mi propio interior hacia donde había sido guiado”. Sin frecuentar a Ibn Arabi, poeta sufí del siglo doce, podía acaso intuir constancias como ésa, pero hasta que no lo leyó, años después de meditar, comprendió la parte siguiente de la experiencia: “por ello sabía que era un sirviente en un estado de pureza, sin el menor rastro de soberanía”. Inspirando y expirando, sentado inmóvil sobre un cojín, atento al pensamiento y concentrado en el cuerpo, el ego del hombre declinaba sus más evidentes resistencias, cedía su soberanía imaginaria, calcinaba sus impurezas y servía en silencio durante el acto mismo de su disolvencia y coagulación, cuando se limpiaba el oscuro espejo de la mente como si en ese lapso poseyera los atributos de un dios.
Y una fortaleza acrecentada por la perspectiva femenina del empeño ---su necesaria reconciliación materna podría estar condensada así--- se acumuló gradualmente para ofrecerle atisbar el único milagro que verdaderamente existía: el cambio de actitud.
Aquel día medúsico de su amor filial quebrado había sido Miércoles de Ceniza. Antier, cuando la fecha cíclica volvió a tiznar su frente inclinada, el hombre supo que esa memoria dolida ya era polvo disuelto y coagulado y que en polvo liberador del nombre, donde está la culpa imaginaria, por fin se convertirá.
Fernando Solana Olivares
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