Saturday, February 02, 2008

DÍAS (DEL) DESASOSIEGO

Diré autores, diré sentencias, diré lecturas. No poseo nada más que eso. Por mucho tiempo me torturó la idea de la originalidad. Ahora, cuando mis días se acercan sin remedio a sus últimos atardeceres, concluyo que la “célebre observación” de Alexander Pope ---leída en alguien que la leyó en otro que la tomó de Steiner--- no sólo resulta exacta sino además inevitable: es la forma verbal y no el contenido la que produce una impresión de novedad. Así que el texto bíblico también es cierto, no hay nada nuevo bajo el sol. Las palabras son las mismas, las circunstancias igual. Quizá a veces cambia el sentimiento, y entonces hay días que somos tan tristes como las hojas secas de cualquier matorral.
Soy de aquellos a quienes persistentemente les duele la cabeza. No tanto por sostener malos hábitos orgánicos, porque en la vida se aprende más o menos pronto que dicha dolencia es multifactorial: desde el jugo de naranja hasta el chocolate amargo, desde un vino corriente hasta una champaña fina la pueden desatar. Entonces uno va privándose de tales sustancias, ya que a fin de cuentas la inteligencia es el arte de la abstención y nada crispa tanto como el dolor craneal. Pero puede vivirse como asceta o comportarse como un santo y de todos modos la cabeza reverbera a la menor provocación.
Toda enfermedad es una metáfora y vivimos tiempos que colapsan la mente. Por ejemplo, la lectura del exitoso y banal columnista que ha hecho un pingüe negocio celebrando la puerilidad. Encuentros tóxicos, que no nutricios, para cualquier red neuronal mínimamente sensible desde estos plazos amargos que llamamos posmodernidad, cuando las cosas, para ponerlo en áspero mexicano, parecen irse chingando cada vez más. Así los eternos optimistas, políticamente correctos y sagazmente colocados, prediquen que el éxito nada más consiste en ese esfuerzo que tecnocráticamente llaman “competitividad”.
Pues bien, hay días que somos tan densos que las palabras del maestre de Santiago acuden raudas a ocupar nuestra razón, y clamamos, casi jubilosos: ¡despéñate, torrente de la inutilidad! ¿Qué el agro mexicano y sus campesinos sobrevivirán a la última barrera recién abierta para el maíz, el azúcar, la leche en polvo y el frijol? Cómo no: díganselo a los miles de campesinos premodernos que ordeñan unas cuantas vacas y no logran vender su leche a precios de mercado global, pues tanto la iniciativa privada como Liconsa regatean, usureros y despiadados, lo que pagarán por ella, siempre por debajo del costo de los forrajes, para citar uno de los insumos que en el agónico campo sube sin parar. Sería mejor, para efectos de claridad entre las partes, que nuestras oligarquías capitalistas y burocráticas declararan lo que en la práctica han determinado genocidamente hace más de tres sexenios atrás: que dicha población es totalmente prescindible para los proyectos de México, S.A.
¿Que hay que estimular el mercado interno, según plutócratas como Carlos Slim, “dueño” de las comunicaciones telefónicas? Cómo no: acaso reducirá los desmesurados precios nacionales de sus malos pero monopólicos servicios. ¿Que hay que detonar la construcción en todo el país para afrontar la crisis del crepuscular imperio estadounidense? Cómo no: sin duda el gobierno forzará a Cemex para que el bulto de cemento vendido aquí no sea el más caro del mundo. ¿Que la economía mexicana está blindada ante la debacle económica circulante? Cómo no: seguramente el Banco de México dejará ya de acumular reservas en miles de millones de dólares pues esa moneda va desplomándose como divisa mundial.
El etcétera de los mierdosos esperpentos nacionales a citarse puede ser tan largo como la terca migraña (del griego eemikranía: en medio del cráneo) sufrida por aquellos de los que formo parte y para los cuales la conciencia relativa conduce al dolor. Relativa, porque poniéndose uno serio, al cabo se concluye que todo esto pasará, que la vida es un cuento narrado por un idiota, una burbuja a desvanecerse en el espacio infinito, el sueño contingente de una tribulación parcial. Entonces la conciencia objetiva nos advierte que cualquier analgésico significa un mero pacto fáustico cuyo diferido cobro mefistofélico será idéntico a las promociones del dinero virtual: goce ahora y jódase después.
Ahora recuerdo que tuve un hermano loco mucho más juicioso que cualquier gente sensata a mi alrededor. “Al pie del cañón” fue su divisa, y hasta el final de sus días en ella se ocupó. Mis sentimentales parientes siempre sufrieron porque según ellos él mucho sufrió. Pero en la última amanecida que le fue deparada, cuando cerca de las tres de la tarde falleció, su cabello se irguió electrizado para dejar salir su alma por ahí precisamente, por el centro del cráneo, una forma de muerte que, como se sabe, siempre es superior.
Diré sentencias, entonces. Diré paciencias también. Si nuestro país se está yendo al carajo, todos nos iremos al carajo con él. Hay días, pues, que somos tan catastróficos que hasta la misma Casandra nos ve con rubor. Pero bastan cosas muy simples para volver a confiarnos, ni los óptimos chistoretes del banal columnista antes mentado ni los sermones de los bienpensantes ambiciosos, así cortejen al poder, sino por ejemplo un milagro real: o los pájaros al dormir que no se caen de las ramas, o aquel dolor de cabeza que sin exégesis alguna por fin se apiada y nos deja respirar. Lo dicho: a mí ya no me tortura la originalidad. Este retórico desasosiego de tal forma se va a sosegar.

Fernando Solana Olivares

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