BUDIATRÍA AVANZADA: EL FUEGO / II
Existe en nuestra cultura un hecho olvidado pero determinante---afirma Robert A. E. Thurman, uno de los autores citados en estas notas--- que si bien se convirtió en una ideología colectiva no proviene de ningún descubrimiento objetivo: considerar la realidad como un fenómeno meramente material. Y tal hecho determinante ha conducido al dogmatismo actual llamado materialismo científico, que en su versión psicológica niega la importancia de los estados mentales interiores hasta llegar a desecharlos como ilusorios, inaccesibles, impotentes e inútiles.
Así la psicología occidental, de ser en sus orígenes una ciencia interna, se ha convertido en una disciplina puramente física que resuelve la problemática mental de los individuos, siempre provisionalmente, mediante fármacos y entornos artificiales como los manicomios. Lo único que se consigue entonces es un estancamiento del problema anímico, con escasas esperanzas de mejora integral y en cambio grandes posibilidades de deterioro. El asunto se parece al intento de reparar un ordenador que funciona mal por un problema de software sin analizar éste ni mucho menos modificarlo, porque el empeño de solución, al ser materialista y dogmático, se dirige sobre todo al hardware.
Y es en esta encrucijada histórica de una cultura gravemente enferma como la nuestra, donde las afecciones psíquicas crecen atroz y exponencialmente (“Intenta suicidarse niño de cuatro años”, reporta una nota de Mural fechada el 16/I/08 en Aguascalientes), cuando las tradiciones psicológicas budistas, según afirma Thurman, significarían una aportación vital para Occidente, pues “con sus métodos refinados de análisis y modificación del software pueden ayudar a la reprogramación interna del individuo”. Se trata de una vasta gama de artes o tecnologías mentales, técnicas de reprogramación interior que permiten al sujeto integrar a su vida concreta y cotidiana un software cognitivo y emocional considerablemente más eficaz y saludable. Se trata, en suma, del amplio y generoso repertorio de las prácticas de meditación.
“Pero la meditación por sí sola ---escribe Thurman--- no puede lograr el objetivo. Debe estar apoyada desde abajo, digamos, por un estilo de vida sólidamente ético que genere un mínimo de perturbación en el individuo y sus allegados y un máximo de armonía y energía sustentadora, y debería estar guiado desde arriba por el entendimiento, por la programación inteligente a través de orientaciones o puntos de vista realistas, lo que los budistas llaman sabiduría”. Al respecto, Thurman menciona aquella “tarea de reprogramación necesaria para modificar el funcionamiento de un bio-ordenador humano dirigido por la cólera y el odio, convirtiéndolo en un funcionamiento guiado por la paciencia y el amor”, sugerida por el Dalai Lama durante los debates del simposio Ciencia y Mente realizado en 1991 por la Universidad de Harvard. Una tarea de reprogramación psíquica conseguida a partir de métodos contemplativos sostenidos por la ética y la comprensión.
Thurman se refiere a dos ejemplos de ello provenientes de la tecnología mental tántrica. Uno es la diagnosis médica a través del examen de los canales nerviosos en el pulso del paciente, al sentir los cuales el médico, después de un largo adiestramiento de veinticinco años, convierte su cuerpo y su mente en una especie de escáner psíquico que obtiene notables resultados diagnósticos, incomprensibles aún para la medicina occidental. El otro es aquel yoga del fuego interior llamado g Tum-mo, un intenso calor (“una energía furiosa”, la llaman los textos) que surge del centro del ombligo y se dirige a fundir los nudos de la conciencia del sistema nervioso central para producir estados intencionales de realización psíquica, y cuyos efectos físicos secundarios, esas fantásticas olas de calor que irradian la superficie del cuerpo, han atraído la atención científica de Occidente.
En su texto “La psicología tibetana: un software complejo para el cerebro humano” (publicado dentro del volumen colectivo CienciaMente. Un diálogo entre Oriente y Occidente, José J. de Olañeta, Editor, Palma de Mallorca, 1998), Thurman ofrece una explicación sintética acerca de los pasos que el yogui o la yoguini siguen al hacer esta meditación. Sin duda son muy complejos, propios de grandes atletas del espíritu, y del todo lejanos a la conciencia materialista predominante. Pero no así la lógica conceptual que los dirige. Tampoco su mismo sentido común: la mente es la base universal de toda experiencia.
“El yogui ---consigna Thurman--- funde la autoimagen del cuerpo ordinario habitual examinando su vacío básico. Esto significa que el yogui tiene que ser alguien que haya tenido cierto grado de experiencia visceral de vacío. Ha tenido la experiencia del yo disolviéndose completamente y ha descubierto (...) la carencia de algo al final del séquito de símbolos. El séquito de símbolos del ‘yo’, el séquito de ‘mí mismo’, este cuerpo, estos dos brazos; ha llegado más allá de los átomos subatómicos de este cuerpo, ha ido a donde todo eso se ha disuelto y lo ha experimentado visceralmente a través de la meditación crítica sobre el vacío”.
Después que el adepto ha imaginado su cuerpo y el entorno como una manifestación simbólica o arquetípica ---ayudado para ello por la vívida representación de esas deidades policromas y barrocas del arte tibetano, que no son otra cosa que modelos operativos y posibles del yo---, revisualiza su complejo mente/cuerpo como una máquina viviente, un bioordenador, una red neural. Y lo que sigue, la próxima semana se dirá.
Fernando Solana Olivares
Así la psicología occidental, de ser en sus orígenes una ciencia interna, se ha convertido en una disciplina puramente física que resuelve la problemática mental de los individuos, siempre provisionalmente, mediante fármacos y entornos artificiales como los manicomios. Lo único que se consigue entonces es un estancamiento del problema anímico, con escasas esperanzas de mejora integral y en cambio grandes posibilidades de deterioro. El asunto se parece al intento de reparar un ordenador que funciona mal por un problema de software sin analizar éste ni mucho menos modificarlo, porque el empeño de solución, al ser materialista y dogmático, se dirige sobre todo al hardware.
Y es en esta encrucijada histórica de una cultura gravemente enferma como la nuestra, donde las afecciones psíquicas crecen atroz y exponencialmente (“Intenta suicidarse niño de cuatro años”, reporta una nota de Mural fechada el 16/I/08 en Aguascalientes), cuando las tradiciones psicológicas budistas, según afirma Thurman, significarían una aportación vital para Occidente, pues “con sus métodos refinados de análisis y modificación del software pueden ayudar a la reprogramación interna del individuo”. Se trata de una vasta gama de artes o tecnologías mentales, técnicas de reprogramación interior que permiten al sujeto integrar a su vida concreta y cotidiana un software cognitivo y emocional considerablemente más eficaz y saludable. Se trata, en suma, del amplio y generoso repertorio de las prácticas de meditación.
“Pero la meditación por sí sola ---escribe Thurman--- no puede lograr el objetivo. Debe estar apoyada desde abajo, digamos, por un estilo de vida sólidamente ético que genere un mínimo de perturbación en el individuo y sus allegados y un máximo de armonía y energía sustentadora, y debería estar guiado desde arriba por el entendimiento, por la programación inteligente a través de orientaciones o puntos de vista realistas, lo que los budistas llaman sabiduría”. Al respecto, Thurman menciona aquella “tarea de reprogramación necesaria para modificar el funcionamiento de un bio-ordenador humano dirigido por la cólera y el odio, convirtiéndolo en un funcionamiento guiado por la paciencia y el amor”, sugerida por el Dalai Lama durante los debates del simposio Ciencia y Mente realizado en 1991 por la Universidad de Harvard. Una tarea de reprogramación psíquica conseguida a partir de métodos contemplativos sostenidos por la ética y la comprensión.
Thurman se refiere a dos ejemplos de ello provenientes de la tecnología mental tántrica. Uno es la diagnosis médica a través del examen de los canales nerviosos en el pulso del paciente, al sentir los cuales el médico, después de un largo adiestramiento de veinticinco años, convierte su cuerpo y su mente en una especie de escáner psíquico que obtiene notables resultados diagnósticos, incomprensibles aún para la medicina occidental. El otro es aquel yoga del fuego interior llamado g Tum-mo, un intenso calor (“una energía furiosa”, la llaman los textos) que surge del centro del ombligo y se dirige a fundir los nudos de la conciencia del sistema nervioso central para producir estados intencionales de realización psíquica, y cuyos efectos físicos secundarios, esas fantásticas olas de calor que irradian la superficie del cuerpo, han atraído la atención científica de Occidente.
En su texto “La psicología tibetana: un software complejo para el cerebro humano” (publicado dentro del volumen colectivo CienciaMente. Un diálogo entre Oriente y Occidente, José J. de Olañeta, Editor, Palma de Mallorca, 1998), Thurman ofrece una explicación sintética acerca de los pasos que el yogui o la yoguini siguen al hacer esta meditación. Sin duda son muy complejos, propios de grandes atletas del espíritu, y del todo lejanos a la conciencia materialista predominante. Pero no así la lógica conceptual que los dirige. Tampoco su mismo sentido común: la mente es la base universal de toda experiencia.
“El yogui ---consigna Thurman--- funde la autoimagen del cuerpo ordinario habitual examinando su vacío básico. Esto significa que el yogui tiene que ser alguien que haya tenido cierto grado de experiencia visceral de vacío. Ha tenido la experiencia del yo disolviéndose completamente y ha descubierto (...) la carencia de algo al final del séquito de símbolos. El séquito de símbolos del ‘yo’, el séquito de ‘mí mismo’, este cuerpo, estos dos brazos; ha llegado más allá de los átomos subatómicos de este cuerpo, ha ido a donde todo eso se ha disuelto y lo ha experimentado visceralmente a través de la meditación crítica sobre el vacío”.
Después que el adepto ha imaginado su cuerpo y el entorno como una manifestación simbólica o arquetípica ---ayudado para ello por la vívida representación de esas deidades policromas y barrocas del arte tibetano, que no son otra cosa que modelos operativos y posibles del yo---, revisualiza su complejo mente/cuerpo como una máquina viviente, un bioordenador, una red neural. Y lo que sigue, la próxima semana se dirá.
Fernando Solana Olivares
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